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Las trampas de Dios

Esta semana, en Madrid, seguramente los soviéticos recibirán a los norteamericanos con una sonrisa de satisfacción. Las conversaciones de los acuerdos de Helsinki se reanudan con una encubierta aunque evidente intervención militar de Estados Unidos en la guerra civil de El Salvador. Una situación mucho mejor para los negociadores soviéticos que la iniciación de las reuniones en noviembre de 1980 con los emisarios de Jimmy Carter, el campeón de los derechos humanos, blandiendo el macabro ejemplo de la intervención soviética en Afganistán.El presidente Ronald Reagan habría preferido, sin duda, que la ofensiva de la oposición salvadoreña contra la dictadura hubiera tenido lugar dentro de algunos meses, después que la reunión de Madrid fuera suficientemente explotada por los diplomáticos norteamericanos para explicar que la intervención soviética en Afganistán debía conducir inevitablemente a una mayor intervención militar de Estados Unidos en zonas en conflicto donde sus intereses se vieran amenazados. Después, la intervención en El Salvador hubiera parecido responder más a una geopolítica que a un acto de desesperación. Pero alguien le tendió una trampa a Reagan.

Y no es la única trampa. Después que los asesores de Reagan y el mismo presidente dejaron claramente establecido en su campaña electoral, en el período de transición, en artículos escritos por su elite intelectual, en declaraciones a la Prensa y en discursos, que la política de derechos humanos se vería sometida y balanceada a lo que dictaran los intereses específicos de Estados Unidos, los rehenes norteamericanos revelan que fueron violados sus derechos humanos mientras estaban presos. Y relatan malos tratos y torturas similares a los que diariamente la Prensa norteamericana registra en Argentina, Chile, Uruguay. Será difícil para Reagan hacer comprender a la opinión pública de su país que sólo los derechos humanos de un norteamericano son violables, mientras que el mismo trato dado a ciudadanos de otros países no constituye una violación que pueda afectar la política de Estados Unidos. Esto ya en el comienzo mismo de su presidencia, y cuando debe pensar seriamente en la estrategia que seguirá para las elecciones legislativas que dentro de dos años pueden quitarle la mayoría en el Senado; a pesar de su triunfo masivo de noviembre, sigue siendo minoritario en la Cámara de Representantes.

Nuevamente, alguien le tendió una trampa a Reagan.

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Las declaraciones de los rehenes a su llegada a Estados Unidos desataron una de esas típicas reacciones en cadena de los norteamericanos. Asombro, horror, dolor, indignación, inclinación a la represalia, retorno a las fuentes históricas del poder norteamericano, examen de conciencia, convocatoria a los sentimientos religiosos, necesidad de una actitud moral, revisión de las relaciones con los demás países, tendencias al aislamiento, reaparición de la clásica tendencia moralista en la política exterior americana. Esta tendencia moralista que hizo decir al fallecido senador Hubert Humphrey que los derechos humanos «constituyen la historia de la vida misma de América; son nuestra alma», y que desde John Quincy Adams a James Carter ha estado siempre presente en quienes crearon la imagen americana, desde Wilson hasta Roosevelt, hasta Kennedy, es la que Henry Kissinger no pudo reducir a cero con su pragmatismo, y que Reagan hubiera querido eliminar con su tendencia a alentar el pánico a la indefensión de los intereses económicos de Estados Unidos en el mundo, y su repercusión sobre los precios, en los supermercados, de los productos con que desayuna el ciudadano común.

Todos los días aparecen en la Prensa de Estados Unidos convocatorias a reanimar la vida de las grandes asociaciones de derechos cívicos que ganaron las batallas de la década del sesenta. Después de esos triunfos, el movimiento de libertades cívicas fue lentamente erosionándose a sí mismo con el beneficio de los resultados obtenidos. Sus líderes fueron mimados por una sociedad permisiva que los había convertido en héroes, y el Gobierno de Carter, en sus principales y más expansivos funcionarios. El triunfo de Reagan los despertó lo suficiente para volver a abrir sus locales, obtener nuevos apoyos financieros de los herederos humanistas de las grandes fortunas acumuladas en el siglo pasado, y desatar una oleada de cartas públicas dirigidas a Reagan por los más brillantes intelectuales, los mismos que en las últimas elecciones, por consejo de Arthur Schlesinger, por primera vez en la historia, no lucharon por el triunfo de un candidato presidencial del Partido Demócrata.

Todos esos sectores, que demostraron en la década del sesenta su capacidad de lucha, imaginación ideológica, inventiva estratégica, han vuelto para decirle a Reagan que no hay diferencia para los intereses de Estados Unidos entre una violación a los derechos humanos de sus propios ciudadanos o de los ciudadanos de otros países. La indignación moral que envuelve hoy a Estados Unidos será seguramente mejor aprovechada por estos sectores y por la oposición demócrata para su política de derechos humanos que por el presidente Reagan para construir su política del garrote que no cesa.

Informa EL PAÍS en su edición del último viernes: «Malcolm Kapp, que pretendió huir en diversas ocasiones, aseguró que le habían golpeado brutalmente y mantenido incomunicado durante 374 días». Yo, Jacobo Timerman, fui golpeado en las cárceles argentinas brutalmente, en las plantas de los pies, en el estómago, en la cabeza, y mantenido incomunicado por no recuerdo cuántos días en diferentes ocasiones, después de haber sido secuestrado una vez desde mi casa y otra vez desde la sede central de la Policía Federal argentina por comandos del Ejército. ¿Cuál es la diferencia?, es lo que le preguntarán a Reagan las poderosas organizaciones cívicas de Estados Unidos y la opinión pública mundial.

Informa EL PAÍS en la misma edición: «Jimmy López, sargento de los marines, contó a sus padres telefónicamente que permaneció encerrado en una celda minúscula y helada..., y que ha adelgazado treinta kilos». En la primera semana después de mi secuestro por una patrulla de la X Brigada de Infantería del Primer Cuerpo de Ejército de Argentina, sometido a torturas, entre cada sesión de shocks eléctricos estuve sentado en una celda helada con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, haciendo mis necesidades sobre mí mismo, y adelgacé veinticinco kilos.

Informa EL PAÍS del viernes: «El consejero económico Moorhead Kennedy relató que, junto con varios compañeros, fueron empujados contra una pared por hombres enmascarados y armados, que les ordenaron desvestirse para una falsa ejecución». Me sacaron de mi casa en Buenos Aires con una frazada sobre la cabeza, a la vista de mi esposa y mis hijos. Me tiraron en el suelo de mi automóvil, viajamos un tiempo, me bajaron arrastrándome, me colocaron el cañón de un arma sobre la cabeza, me dijeron que rezara, gatillaron, contaron lentamente hasta diez, y estallaron en una carcajada. Una divertida, simpática, acogedora carcajada».

Informa EL PAÍS del viernes: «Johnny McKeel, de veintisiete años, se enteró que su madre seguía con vida al ser liberado, ya que los iraníes le habían dicho que había muerto». Mientras yo estaba atado de pies y manos, desnudo, y me aplicaban las descargas eléctricas sobre el cuerpo humedecido por agua que alguien constantemente rociaba sobre mí, me decían al oído -una cálida voz sin amenazas, sin gritos, casi un susurro-, que mi hijo mayor se encontraba en la celda vecina y me oía gritar.

Ninguna de las organizaciones importantes de Estados Unidos, desde la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, la American Bar Association, la American Publishers Association, el Consejo Nacional de Iglesia, la Anti-Defamation League de la Bnai Brith, la Civic Liberties Union, los grandes diarios, han dejado de informar en miles de oportunidades que el terrorismo estatal en Argentina ha producido casi 15.000 desapariciones de personas, que se han inventado torturas inéditas, que no existe sector religioso, laboral, universitario, político, profesional, que no haya sido perseguido.

Será difícil que todos estos grupos no confronten a la opinión pública de Estados Unidos con el testimonio de los rehenes, en el marco más amplio de la tradicional moral de Norteamérica, con las mezquinas ambiciones e intereses de los pragmáticos que llevaron a sus soldados a hundirse en las selvas de Vietnam para ayudar a un Gobierno amigo cuyo único aval de amistad era que se definía como antimarxista. En momentos en que Reagan quena instruir a su pueblo sobre el método a seguir para elegir a sus amigos, los rehenes presentan su caso ante el tribunal de la opinión pública: sus cuerpos torturados por un Gobierno antimarxista. Una trampa más para Reagan.

Jacobo Timerman, periodista argentino, fue dueño y director de La Opinión, de Buenos Aires, permaneció un año en cárceles clandestinas y otro año y medio en arresto domiciliario. Hoy vive en Israel, en el exilio, y su periódico ha sido confiscado por los militares.

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