Víctimas de primera clase
DADA LA forma en que los iraníes están tratando a sus compatriotas que disienten de la forma de Gobierno actual, o simplemente que cometen alguna veleidad alcohólica o sexual, no pueden extrañar las alegaciones de torturas de diversas índoles que debieron sufrir durante su cautiverio los rehenes americanos; que en sí mismo, y sin necesidad de mayores truculencias, ha sido ya una tortura brutal. No es, desgraciadamente, un caso aislado en el mundo, y deberíamos todos defendemos de la tentación de atribuirlo a una determinada forma revolucionaria, a una raza o a una fe religiosa. Como también los malos tratos infligidos a sus conciudadanos debería hacer reflexionar al presidente Reagan sobre la condición humana del preso político, que está más allá de su nacionalidad o de la intangibilidad de un pasaporte que tiene tras él una poderosa retaguardia. El presidente Carter pareció estar -dentro de lo relativo- más atento a la universalidad del problema general que a la casuística de unas víctimas. Los rehenes de Estados Unidos en Irán han estado escoltados de toda la solidaridad del mundo en tanto que víctimas inocentes de un acto de violencia que sobrepasó las frágiles murallas de defensa que la civilización ha ido tejiendo en normas, costumbres y sistemas éticos. No merecen estos rehenes que se les prive de su calidad de símbolos, ni menos aún que su materia ética se pervierta con actos políticos y maniobras de toda índole como las que han constituido el bochornoso espectáculo de su rescate de última hora, y las precipitadas carreras de la Administración saliente para apuntarse un tanto que ni siquiera supo ganar a tiempo. Pero tampoco deberían servir de pretexto para el establecimiento de una filosofía política muy dudosa y muy peligrosa para el futuro, como la que pretende una parte, al parecer considerable, de la opinión norteamericana y de la que rodea directamente al presidente Reagan, y que él mismo no deja de aplaudir: la intención de no completar los compromisos adquiridos para la liberación.
Lo que trata de distinguir una forma de civilización frente a otras es, precisamente, la adquisición y defensa de unas ciertas formas, de una permanencia de principios: la continuidad de una Administración y otra, el honor a las firmas de unos acuerdos, el respeto a las palabras empeñadas no sólo por unos negociadores, sino por unos intermediarios de otros países que se han prestado a ello por cuestiones de humanidad. La idea de que todo es válido cuando el enemigo está desprovisto de principios es enormemente peligrosa; menos aún cuando ese enemigo ha cumplido, esta vez, su compromiso internacional, aunque no sea más que un acto de restablecimiento de unas normas que ese mismo enemigo había violado.
Otra cosa será el comportamiento de Estados Unidos y, personalmente, de Reagan y de Haig, en otros aspectos del contencioso con Irán; como en situaciones parecidas que puedan surgir en adelante. Si los nuevos habitantes de la Casa Blanca creen que pueden utilizar la fuerza al servicio de la razón y de la justicia, y que con ello no dañan la paz mundial ni otros compromisos con sus aliados, sus acciones podrán ser respetadas. Pero el prestigio de Estados Unidos podría dañarse más en el incumplimiento de unos acuerdos. Se trata de demostrar al mundo en qué parte está la idea de compromiso con las normas de juridicidad, de honor y de solvencia: y en qué otra parte está la ruptura de esos principios que la civilización considera como una de sus mejores conquistas.
Conquista incompleta. En otras muchas partes del planeta están sucediendo, en estos momentos, y desde hace años, atropellos de la misma magnitud, y mayor, que los sucedidos, en Irán con los empleados de la Embajada de Estados Unidos en Teherán. Reagan fue de un apresuramiento inquietante cuando declaró -y ha dejado ampliar esta idea a sus próximos- que los derechos humanos podían ser una materia divisible, según sus violadores fueran amigos o enemigos de Estados Unidos. Es bueno que desde fuera del nacionalismo a ultranza que está despertando en su país, y de la utilización política de los rehenes, se recuerde que estas víctimas han tenido la solidaridad del mundo en tanto que víctimas, no en tanto que ciudadanos americanos; y que la repulsa a Irán no ha sido por tratarse de una revolución que se alzó para derrocar otra tiranía, sino porque esa revolución ha sido, hasta ahora, un fraude en lo que se esperaba de ella como instauradora de libertades desconocidas en su país; y que esa solidaridad y ese ennoblecimiento siguen funcionando en favor de otras víctimas en todo el mundo. No hay víctimas de primera ni de segunda: no hay violadores buenos o malos de los derechos humanos.
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