El día de Reagan
HOY COMIENZA lo que enfática y anticipadamente se está llamando «la era Reagan». Entre la muerte de Kennedy, en 1963, y la inauguración de hoy han transcurrido casi dieciocho años, en los cuales se han sucedido presidentes en los que no se ha sabido qué lamentar más, si el exceso de personalidad de alguno -Nixon- o el carácter desdibujado, vacilante, insuficiente de los otros. Es evidente que no sólo Estados Unidos, sino la seguridad y la progresión de un mundo en el que esa nación ha acumulado poderes y riquezas, y capacidades de decisión, necesitan que un hombre revestido de una fuerza constitucional y práctica sin igual sea enérgico, decidido y seguro de sí mismo. Reagan ha basado su carrera política en la parte externa de esas características, en un lenguaje y unas actitudes de firmeza. El temor principal en el momento en que esa leyenda le ha izado al poder está en que las sobreactúe -como se dice en la profesión de actor, a la que perteneció largo tiempo- y en que muestre esa debilidad inversa que consiste en llevarlo todo a situaciones límites, a extremos irreversibles, a puntos sin regreso. En política, Ia fuerza real consiste en saber medir la que se tiene y en saber a qué catástrofes puede llevar desconocer esa medida. Las situaciones mundiales son hoy muy complejas y requieren una gran delicadeza en su tratamiento, y no sólo una confianza en.la capacidad de dominar. La «era de Reagan» será fructífera y beneficiosa para todos si el presidente consigue olvidar un poco en qué potro salvaje ha cabalgado y los aires marciales de los tiempos en que se produjo su conversión del liberalismo al conservadurismo; en una palabra: si él y sus asesores saben tomar la medida de la realidad. En esa medida está el respeto a sus aliados y a su independencia; el conocimiento deque el equilibrio mundial depende de la comprensión de la difícil situación del Tercer Mundo y la aproximación a los fenómenos políticos por los que atraviesa el sistema de valores opuesto al que Reagan ha venido a representar en el día de hoy.Las ceremonias de su toma de posesión han estado precedidas por el espectáculo de histeria y precipitación con que ha culminado el tema le los rehenes. La respuesta de Estados Unidos al desafío iraní, a la ruptura de toda ley, convención y moral por parte de Teherán en el asalto a la Embajada de Estados Unidos y la captuara de sus funcionarios ha sido durante todo este largo tiempo irregular, imprudente e insegura: desde las amenazas o amagos de guerra hasta esta negociación última, pasando por el vergonzoso episodio de la pequeña invasión fracasada: El final no ha desmerecido el desarrollo de los acontecimientos, y la alegría humana de ver rescatados unos rehenes inocentes aparece empañada por esta velocidad desordenada con la que la Administración Carter agonizante y el partido demócrata han querido culminar una etapa de historia adversa. La ventaja de dejar limpio a Reagan de ese contencioso para su «era» es puramente ilusoria: el problema con Irán no es solamente el de estos seres humanos, prisioneros del fanatismo. Esta precisamente es la imagen que Estados Unidos no gusta de ver. Es la que ha conducido a Carter a un final político definitivo: una alternación de indecisiones con golpes de efecto, una inseguridad continua sobre qué cosa puede suceder en el momento siguiente. La ocasión de Reagan no está en sobrepasar ese tipo de actitudes por el apocalipsis. Ya no tiene elecciones que ganar, y hasta probablemente es demasiado tarde en su vida risica como para optar a la reelección de 1984; lo que espera de él su nación y el mundo de Occidente es más serenidad que espectáculo y más firmeza que dureza.
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