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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La diplomacia militar de Haig

DIPLOMACIA y milicia parecen términos antitéticos, salvo en ocasiones excepcionales. Se ha llegado a decir que los militares comienzan su trabajo cuando los diplomáticos han fracasado definitivamente. Habrá que convenir que Estados Unidos abre una de esas situaciones excepcionales al confiar la dirección de sus relaciones exteriores a un militar del prestigio profesional de Alexander M. Haig, cuyas actuaciones políticas y diplomáticas, en cambio, tienen más de una sombra de duda. No se han disipado esas sombras en las sesiones del Comité de Relaciones Exteriores del Senado que, sin embargo, ha aprobado -con sólo dos votos en contra- su nombramiento como secretario de Estado. Una de las sombras principales la ha arrojado Nixon al negarse a entregar las cien cintas magnetofónicas de sus conversaciones con Haig, en las que debía verse o no su complicidad con el tema del Watergate y sobre la influencia de Haig en decisiones muy críticas para la opinión pública de su país, y, sobre todo, de un mundo donde ahora debe ejercer sus oficios, como fueron los bombardeos de los diques de Vietnam y la ampliación de la guerra a otras zonas de Indochina; críticas que envuelven no solamente el aspecto moral de la cuestión, sino la posibilidad de que hayan conducido a perder una guerra y una zona de influencia que con otra política se pudieran haber negociado con resultado mejor.

No solamente ha existido es la dificultad, sino la propia actitud de Haig. Una actitud que, sin duda, le honra, porque no ha tratado de disimular su personalidad y su doctrina para pasar más fácilmente el examen; y el hecho de que, a pesar de tanta sombra y tanta duda, su nombramiento haya sido ratificado indica que esta vez el presidente tiene un verdadero poder sobre el Senado. No basta, como se sabe, que un presidente tenga en el Congreso una amplia mayoría de su partido si los congresistas, pendientes de sus elecciones futuras y de sus carreras políticas, que deben durarle tanto como su vida, no tienen verdadera aquiescencia con la política presidencial. Parece ser este el caso.

Haig ha explicado al Senado que los bombardeos sobre Vietnam del Norte y Camboya no pueden considerarse como abusos de poder; se ha negado a aceptar que la conducta de Nixon fuese inmoral o errónea («nadie tiene el monopolio de la virtud, ni siquiera usted, senador», ha contestado a quien trataba de apretarle en esos temas); probablemente, con todo ello estaba salvándose a sí mismo. Pero también ha esbozado algo de lo que puede ser la política exterior de Estados Unidos con él y con Reagan. Ha explicado que no está dispuesto a abandonar a Zimbabue («ni queremos que caiga en manos del Este»); que la ayuda al exterior es impopular en Estados Unidos, pero que es «una manera barata de defender sus intereses en el exterior»; que no reanudará las relaciones con Angola «mientras los 18.000 o 20.000 cubanos que hay allí no abandonen el territorio».

Quizá la más interesante y esclarecedora -por lo que supone de acción futura- de sus frases es la negación a admitir la existencia del Tercer Mundo. «El sedicente Tercer Mundo, término engañoso si hubo alguna vez alguno ... ». La intención del secretario de Estado -probablemente la de Kissinger, seguramente la de Reagan- es la de que no se debe considerar al Tercer Mundo como un todo, sino a cada país por sí mismo, con arreglo a su política y sus características. Lo cual puede alterar notablemente toda una institucionalización existente -en Estados Unidos, las Naciones Unidas, los países europeos y, desde luego, los organismos de los no alineados-, que viene tratando de la situación del subdesarrollo como de un todo. Dicho de otra forma: Estados Unidos pretendería que las ayudas fueran discriminadas; entre ellas, la lucha contra el hambre, la entrega de tecnología, los créditos del Banco Mundial, y puede ocurrir que también los intentos europeos de diálogo Norte-Sur.

Todo indica que el cambio en la política exterior de Estados Unidos va a ser muy visible, y que lo va a ser inmediatamente; dentro de los cien días clásicos en que cada nuevo presidente trata de fijar su fisonomía va a percibirse todo un gran cambio. Precisamente la personalidad conocida de Haig, como militar de la línea dura, trata ya de fijar esa imagen. La diplomacia, probablemente, se va a basar en lo que fue ya un intento con Nixon y la que prevaleció en una época anterior, en la que el mismo Nixon era vicepresidente, con Eisenhower como presidente y Foster Dulles como secretario de Estado -la época en que Reagan se inspiró para fijar su política, la época de su juventud-: que toda negociación, que toda discusión, se haga desde una posición de fuerza y sin ceder jamás ante la fuerza de los otros. Fue así como se perdió todo un grupo de países unidos por pactos militares y económicos; fue así como se perdió la guerra de Vietnam.

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