El marco de un acuerdo
EL REGRESO a los buenos viejos tiempos de los sustanciosos beneficios empresariales y los altos salarios no está, precisamente, a la vuelta de la esquina. Aunque los inventores de crecepelos económicos echen la culpa al estancamiento, el desempleo o el descenso de los niveles de vida a la perfidia de los patronos o a la traición de los reformistas, la crisis, la escasez y encarecimiento de los crudos, el reordenamiento del mercado mundial y la nueva división internacional del trabajo constituyen, desgraciadamente, factores explicativos mucho menos brillantes, pero considerablemente más veraces de los males que nos aquejan.Sin embargo, la estrechez de los márgenes para la maniobra, así como las molestas realidades que impiden saltárselos sin ocasionar perjuicios colectivos todavía más graves, no pueden convertirse en una coartada para aceptar impasiblemente el crecimiento del paro o para hacer una ciega apuesta -más emparentada con la fe de los fanáticos en los milagros que con la confianza de los sensatos en el cálculo de probabilidades- en favor de las enloquecidas recetas del ultraliberalismo, dispuesto a multiplicar el seguro desempleo de hoy contra la improbable esperanza de una reactivación mañana.
Parecería que una política económica más preocupada por beneficiar a la sociedad que por ajustarse a los libros debería huir de dos peligros opuestos. De un lado, el crecimiento de los salarios reales de la población empleada por encima de los aumentos de la productividad, estrategia demagógicamente propuesta por algunos sectores sindicales, llevaría inexorablemente a una elevación del nivel de desempleo a través de mediaciones tales como la reducción de la inversión, la quiebra de empresas y el relanzamiento de la inflación. Quienes se dedican a alimentar desmesuradamente las expectativas salariales de los trabajadores empleados no sólo se convierten en los portavoces corporativistas de la población ocupada, progresivamente segregada de los intereses de los parados, sino que además preparan, a corto plazo, un aumento del desempleo, pese a sus acaloradas protestas contra el paro. De otro lado, sin embargo, los apóstoles del desmantelamiento del salario mínimo y de las organizaciones sindicales, que desearían un ajuste de los salarios en el que no interviniera ningún marco institucional y fuera fruto exclusivo de las leyes de la oferta y de la demanda, están proponiendo una estrategia cuya instrumentación implicaría elevados costes sociales y, seguramente, una involución política hacia un sistema autoritario.
Por estas razones, el aparente impasse en el que han entrado las negociaciones entre la CEOE y UGT para la firma de un nuevo acuerdo-marco sólo puede suscitar la inquietud y la alarma. Los empresarios parten de la triste ventaja inicial de que más de millón y medio de trabajadores españoles se hallan en paro, circunstancia que puede aconsejarles, indebida e imprudentemente, endurecer sus posiciones más allá de lo razonable. Ahora bien, UGT, que ha ganado un considerable terreno. en las últimas elecciones gracias a su arriesgada apuesta, hace un año, en favor del AMI y del Estatuto de los Trabajadores, ni quiere dejar desprotegidos a los trabajadores a los que representa, ni se halla en condiciones de perder la cara ante CC OO, ni puede desguarnecer el flanco sindical del PSOE, primer partido de la oposición y serio aspirante a obtener el triunfo en los próximos comicios.
La ruptura o el indefinido congelamiento de las negociaciones para la firma del acuerdo-marco acarrearía desventajas y perjuicios tanto para los empresarios como para los trabajadores. El primer resultado de ese fracaso sería la reaparición de una elevada conflictividad laboral en un momento en el que la economía española ofrece síntomas de gran debilidad y una preocupante tendencia al incremento del paro. La situación financiera de muchas empresas es tan quebradiza que el calentamiento de los antagonismos tendría efectos dramáticos para su supervivencia. Tal vez las compañías con mayores recursos y capacidad de aguante pudieran sacar incluso ventajas de largas y endurecidas huelgas perdidas por los trabajadores, pero el resto de las empresas y la economía del país en su conjunto quedarían gravemente afectadas en una coyuntura en la que la competencia internacional y la elevación de los crudos hacen impensable cualquier salida neoautárquica.
A lo largo del pasado decenio, los salarios crecieron por encima de la producción, elevando así el nivel de vida de los trabajadores. Pero ese fenómeno se ha traducido en una sustitución de la mano de obra por equipos y maquinaria, pese a la existencia, en los últimos años, de una oferta laboral abundante y desempleada. Este mayor uso de la maquinaria, inducido por los costes crecientes de los salarios, no ha tendido, para mayor desgracia, tanto a aumentar la producción como a ajustar los costes empresariales. Ahora bien, esta evolución no es inexorable, como tampoco lo es la explosión de expectativas provocada por la instauración del régimen democrático. Los pactos de la Moncloa, primero, y el AMI, después, mostraron, pese a sus deficiencias, la voluntad de las partes sociales y políticas por corregir un comportamiento salarial situado abstractamente al margen de las condiciones creadas por la crisis económica, que ha afectado gravemente a la rentabilidad de las empresas al reducir sus ventas y aumentar sus costes.
No hay que tener miedo a las palabras. La economía española necesita una política de rentas, y ese acuerdo precisa inexcusablemente de la conformidad de los principales agentes de la vida económica. El año pasado, la CEOE y UGT corrieron sus riesgos, pero, a la larga, ganaron esa impopular, pero necesaria, batalla. Sería lamentable que, en esta ocasión, no sólo CC OO no participara tampoco en la firma del acuerdo-marco, sino que, además, la CEOE y UGT no alcanzaran los acuerdos razonables y posibles que nuestra economía permite y necesita. En cuanto al Gobierno, que ya entró como un elefante en la cacharrería al fijar por su cuenta la subida de las retribuciones de los funcionarios, lo mejor que podría suceder es que su oferta oficiosa de mediar en el conflicto a través del Ministerio de Trabajo resultara innecesaria.
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