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El concilio del amor

Fernando Savater

El autor de moda hoy en el Vaticano no es el laureado Milosz (ni su más o menos olvidado tío), pese a las conexiones nacionales que le unen con el máximo jerarca de esa minúscula teocracia; tampoco se habla en la Santa Sede de David Balfour ni del autor de La gloria de don Ramiro. El escritor del momento es -mejor dicho, vuelve a ser- Jacobo Benigno Bossuet, familiarmente llamado el águila de Meaux, pero que antes de esa sede episcopal ocupó la de Condom (¿predestinado?) y del que los estudiantes (le literatura francesa en el bachillerato sólo suelen recordar aquello. tan bonito de: «iLa reina se muere! ¡La reina ha muerto!». Además de sus celebradas oraciones fúnebres, empero, de sus lecciones providencialistas sobre la historia universal y de diversas polémicas con Malebranche Y Leiniz, Bossuet escribió también un Tratado de la concupiscencia, que, o mucho me equivoco, o es ahora libro de cabecera de más de un obispo y de, al menos, un papa. Escrito en el suntuoso estilo de finales del siglo XVII, ápice clásico de la lengua francesa, este tratado comenta en sus varias implicaciones estas palabras de la primera epístola de san Juan: «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida». Bossuet comienza describiendo los diversos horrores de nuestro cuerpo pecador, sus furores y vapores, la pasión y frenesí que nos agita durante el día y que turba nuestras noches. El mal se encuentra ligado a nuestra carne por ley inexorable, bien sea que nos resistamos a él o que nos dejemos arrastrar por sus solicitaciones. Detalla entonces la inaplacable menesterosidad de nuestros sentidos, bien representada por la glotonería insaciable, por la avidez de nuestros ojos, que nuncan se cansan de ver para poseer y de poseer para ver, por los desvaríos de la curiosidad exacerbada, por la soberbia y el amor propio, entre los que cuentan con plaza destacada, ay, el orgullo literario y filosófico...Pero, claro, en materia de concupiscencia lo más grave no puede ni mencionarse siquiera sin peligro. Vean cómo alude con precauciones y elipsis al quid del problema el santo obispo de Condom: «Y ahora, ¿quién osaría pensar en otro placer de los sentidos, en otros excesos que se declaran de una manera harto más peligrosa? ¿Quién, repito, osaría hablar de ellos y quién no piensa en ellos sin peligro hasta para execrarlos? Una vez más, oh Dios: ¿quién osaría hablar de esta profunda y vergonzosa plaga de la naturaleza, de esta concupiscencia que une el alma al cuerpo por lazos tan tiernos a una que tan violentos, de los que es tan difícil desprenderse y que producen en el género humano tan espantables desórdenes? ¡Tierra tres veces desgraciada, de donde surgen continuamente humo tan espeso y vapores tan negros como los que se desprenden de esas pasiones tenebrosas! ¡Tierra tres veces desgraciada, cuyas pasiones tenebrosas nos ocultan el cielo y la luz, de donde parten también relámpagos y truenos de la justicia divina contra la corrupción del género humano!». Esa «profunda y vergonzosa plaga de la naturaleza» ha tenido, entre otras nefastas consecuencias, el traernos a todos al mundo, y aquí no hay más remedio que concederle cierta razón a Bossuet en sus lamentaciones. Pero no crean que va a darnos más detalles cuando vuelva a mencionar el asunto, sino que aludirá de nuevo a él para decir que cuando se piensa en eso más vale pensar sin pensar. Excitante procedimiento que convierte los paradisíacos escarceos de nuestros primeros padres en una historia cochina (lo que probablemente fue): «El placer de los sentidos se experimentó muy pronto en todo el cuerpo, y ya no fue solamente el fruto prohibido, que placía a la vista y al gusto. Adán y Eva realizaron el uno con el otro una tentativa harto más peligrosa que todas las demás sensibles, y, obligados a pensar en ello nosotros mismos, preciso es que de ello desviemos nuestro pensamiento». Me imagino a los obispos reunidos en la capilla Sixtina en pleno concilio del amor, tratando de no perder los nervios al pensar sin pensar en la peligrosa tentativa de Adán y Eva, rodeados, para colmo, de los frescos de Miguel Angel... En verdad, hasta que no se frecuenta a los padres de la Iglesia no se sabe lo que es realmente pornografía.

Pero donde Bossuet se nos aparece como más a la altura de los tiempos es cuando comienza a hablar de los abusos del matrimonio; sí, del matrimonio y no contra el matrimonio. Que el matrimonio es un abuso, eso nadie lo duda: primero, un abuso de confianza; después, un abuso de paciencia: «¿Hasta cuándo, Catalina...?». Pasado cierto tiempo es ineluctable que se comience a bizquear hacia la mujer del prójimo y se busque «el amor de la hermosa desconocida que entrega su cuerpo sin dar su nombre», como decía el Miguel de Mañanara de Miloscz número 1. ¿Y en los felices casos en que eso no ocurre y el fiel marido sigue gustando de su mujer con frenesí de ius prima noctis? Pues peor que peor.

«Observa san Agustín que hay más personas capaces de guardar una continencia perpetua e inviolable que personas capaces de guardar las leyes de la castidad matrimonial, y un amor desordenado a la propia mujer es a menudo, según el mismo Padre, un atractivo secreto a amar a otras». Y luego grazna, acongojado, el águila de Meaux: «¡Oh flaqueza de la miserable humanidad que nunca se deplorará suficientemente!». De modo que ni descarás a la mujer de tu prójimo como si fuera la tuya ni desearás a 12. tuya hasta el punto de que parezca la de tu prójimo. ¡Temblad, mujeres demasiado amadas, porque nuestros hombres os engañan con vosotras mismas! Moraleja: la carne siempre miente..., y en esto no me extrañaría que Lacan acudiese en socorro de Bossuet. De modo que no parece quedar otro remedio, como recomienda a continuación nuestro obispo, que atenerse a aquello de san Pablo de que «los que tienen mujeres deben vivir como si no las tuviese, y las esposas como si no tuvieran por ende maridos, y unos y otras sin sentirse demasiado ligados a la carne». Nuevo maquiavelismo pornográfico: pensar corno si no se pensase, pasar de matrimonio estando casado... Quizá una nueva astucia para añadir secreto picante al matrimonio y lograr que éste pueda competir en condición de pecaminosa igualdad con las seducciones del divorcio y la promiscuidad ¿Para qué ir a buscar fuera morbosas maravillas que, bien mirado -o mal deseado-, también puede proporcionar la vida. conyugal? Animo, pues. Se medirá que todo esto es profundamente insano. Pero también aquí nos sale al paso Bossuet, poniéndonos en guardia contra el exceso de salud y felicitando a san Bernardo por deplorar la salud perfecta de los pocos de sus monjes que la poseían. En efecto, a salud es incompatible con la santidad, y mucho me temo que también con el cristianismo. ¿Será al menos reconciliable con la civilización occidental?

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