El papel de los intelectuales
Bajo el título de Los intelectuales, ante el terror, un artículo editorial de EL PAIS, después de haber debatido, y en parte rechazado, las opiniones previamente vertidas en el mismo diario por Alfonso Sastre, ofrece sus páginas para que se discuta el tema en ellas planteado. Reconoce EL PAIS que, en efecto, los intelectuales españoles rehúyen el reto de afrontar el tema del terrorismo y entiendo que está en lo cierto: quizá sea este el único punto en que coincido con Sastre y con el periódico. Si he sido yo una de las excepciones a que el editorial se refiere, mi experiencia vendría a confirmar la regla. Pues es el caso que, habiendo enviado a Informaciones, donde solía colaborar, el original de un ensayo mío que cierta revista alemana insertaba en un número especial dedicado al terrorismo, el director de aquel periódico, Jesús de la Serna, lo dio a la estampa el 13 de enero de 1978, invitando a una serie de intelectuales eminentes a entrar en el examen de la violencia actual. Hubo varias respuestas, ensayos muy valiosos sobre diversas cuestiones relacionadas con la sociedad contemporánea; pero ni en uno solo de ellos se consideraba, ni apenas se rozaba, la cuestión del nuevo terrorismo. No obstante lo cual, todavía insistí, por dos veces, en proponer mis puntos de vista, que no merecieron ni la adhesión ni la repulsa de nadie; cayeron en el vacío. Ahora aprovecho la oportunidad que brinda EL PAIS para someter a sus lectores algunas reflexiones.Por lo pronto, no me parece justo suponer que el retraimiento de los intelectuales frente al tema de la violencia implique una dimisión de su responsabilidad para con la sociedad en que habitan. Si lo dejan librado al oportunismo de los publicistas políticos no será por abandono de su propio deber social, sino más bien, acaso, porque el sentimiento de esa responsabilidad suya les impie entregarse a la repetición mecánica de viejos tópicos y manidos conceptos que pudieron ser válidos en condiciones histórico-sociales del pasado, pero que carecen de funcionalidad en la situación presente -una situación tan intrincada como para sumirnos a todos en la perplejidad y el desconcierto. No otra cosa que desconcierto y perplejidad significa en el fondo el tan pregonado desencanto de la hora actual, que es la hora de la verdad. Expresa ese desencanto la pérdida de la inocencia en que el régimen franquista nos tenía acunados. Al desintegrarse éste definitivamente, se creyó que con romper todas las prohibiciones y dar rienda suelta, sin tasa ni medida, a cuanto teníamos reprimido, la soñada felicidad ya estaría con nosotros. Pero tras la borrachera de ingenua ilusión, despertamos ahora en el mundo real de 1980, para cuyos problemas -que son tremebundos y en gran medida nuevos- no estamos preparados en manera alguna. Nos faltan, sobre todo, los instrumentos intelectuales, las ideas y los conceptos con que poder entenderlos y manejarlos. Que los políticos, aplicados a bregar con esos problemas -perentorios e inaplazables como son- echen mano en su tarea de los viejos e inadecuados artilugios mentales, únicos disponibles, poco importa. Serán, sin duda, escasamente funcionales, pero -precisamente por el hiato que existe entre las verbalizaciones y la realidad sobre la que actúan- su empleo, muchas veces grotesco, no resulta a final de cuentas demasiado dañoso. La realidad, por mucho que se la tuerza, disfrace y falsee mediante el juego de palabras engañosas, obedece en último término a sus propias leyes. Y así vemos que, a trancas y barrancas, las cosas marchan adelante y, después de todo, no van saliendo tan mal. Pero no nos extrañemos ni nos escandalicemos de que, mientras en el terreno de la política y de los medios de opinión pública se sigue manejando el herrumbroso arsenal de conceptos del antifranquismo -y también, cómo no, del propio franquismo con sus inmarcesibles tópicos-, los intelectuales callen; pues más vale callar que proferir disparates.
Premisas deleznables
Me imagino que, para afanarse por cumplir su deber social concitando en su ayuda las luces del siempre elusivo Espíritu Santo, no necesitan los intelectuales de la valiente incitación a pensar que, aun cuando no apoyada en su personal ejemplo, les dirige Alfonso Sastre. En todo caso, los artículos de este escritor no parecen ofrecer un estímulo bastante poderoso, antes. inducirían a la pereza mental. Dudo yo mucho, en efecto, de que constituyan un análisis intelectualmente valedero del fenómeno terrorista; y ello no porque sus conclusiones puedan ser objeto de fácil impugnación, sino porque sus premisas mismas son deleznables. De todo su confuso batiburrillo de citas mal digeridas y desarticuladas se desprenden unos cuantos axiomas políticos que, acuñados para situaciones históricas del pasado, poco o nada tienen que ver con la realidad del mundo presente. Tomemos, por ejemplo, el dogma de que «todos y cada uno de los pueblos tienen derecho a autogobernarse». Para empezar, cualquiera tenga siquiera una ligera noción de la historia de las ideas políticas sabe que este concepto de «pueblo», que establece la identidad pueblo-nación, fue una creación del romanticismo destinada a proveer de fundamento ideológico a la democracia burguesa frente a los estamentos nobiliarios.
Es, pues, un mero vestigio, un fósil mental, que sigue prestando servicio a los políticos prácticos, bien sea como vehículo y revestimiento de aspiraciones carentes de una formulación idónea (así cuando se habla de «nacionalismo» en los países musulmanes), bien como retórica convencional en las competencias de poder (así cuando oímos invocar el principio de independencia y soberanía nacional a propósito del Afganistán invadido por el Ejército soviético), Alfonso Sastre propugna tal principio en su aplicación concreta al pueblo vasco, y como político práctico tiene perfecto derecho a hacerlo; pero si quiere que le tomemos en serio como intelectual deberá explicarnos qué son «los vascos comopueblo», y explicárselo (él, sagaz semita salmantino-murciano) a aquellos que, «teniendo catorce apellidos vascos, todavía no han caído en la cuenta de que son vascos». Claro que si sus buenas razones no bastaran a convencerles, ahí estarían siempre las metralletas y las bombas terroristas para completar la obra de persuasión de los remisos.
En oscura conexión con el tema de la libertad «nacional» -camino probado hacia el totalitarismo- asoma ahí también el de la libertad o libertades de los individuos, cuando se alude al «terrorismo ejercido por el poder sobre la libertad de los otros», sean estos otros quienes sean, que la expresión resulta harto ambigua. Mucho me temo que ese concepto de libertad individual, tal cual fuera elaborado por la filosofía política del liberalismo clásico y articulado en las constituciones de la democracia burguesa, sea también a la hora actual un mero fósil, y que, aún bajo la fórmula sentimental y bastante vacua de los «derechos humanos», funcione dentro de la sociedad contemporánea en una dirección negativa; pero justificar este temor mío me llevaría demasiado lejos: baste, como rápida abreviatura, con recordar la realidad de Estados Unidos, donde esas garantías jurídicas están operando casi exclusivamente a beneficio de los facinerosos. Por cuanto a España se refiere, encuentro que en este aspecto no ha sido superada aun la fase de euforia que siguió a la muerte de Franco. Su régimen, opresivo por definición, había despertado entre los españoles el apetito de una incondicionada e ilimitada libertad, unido a la aversión sistemática contra el poder público, contra todo poder público, contra el poder público en sí mismo; y con este ánimo, llegada la oportunidad, se produjo en los más varios terrenos de la vida social un destape desenfrenado, olvidándose por un momento de que el poder público constituye la garantía de libertad para los particulares, quienes, sin su control, quedan expuestos, inermes, a los desmanes de la violencia privada. Por un momento, digo, se pasó por alto algo que es elemental y archisabido: que el principio abstracto de la libertad necesita, para hacerse efectivo y alcanzar un contenido concreto y real, insertar dentro de las márgenes de un orden legal sancionado y respaldado por la fuerza. Y si bien el cuerpo social empieza ya a dar señales claras de impaciencia frente a la impunidad de los desmanes que sufre el ciudadano común, muchos orientadores de la opinión pública no parecen advertir todavía las graves consecuencias que esta reacción, sana en sí misma, pudiera tener si se la abandona a la capitalización de quienes son adversarios de las libertades públicas.
Rechazo del poder público
Sobre el tema de éstas y de su garantía parecería haber algún punto de coincidencia entre la posición sostenida por el editorial de EL PAIS y la que reflejan los artículos de Sastre; pero, bien mirado, tal coincidencia sería sólo aparente, pues lo que estos artículos muestran es, según yo lo entiendo, no una desconfianza vigilante ante posibles extralimitaciones de los agentes del poder público, sino un rechazo del poder público mismo en cuanto encarnación de la violencia institucionalizada, al afirmar literalmente que ejerce el terrorismo sobre la libertad de los otros. Leyéndolos, creeríamos estar en presencia de una concepción anarquista, si no fuese porque, de otra parte, sostienen la legitimidad de un terror que aspira a constituirse a su vez en poder público montado sobre el país vasco, quiéralo o no la mayoría de su población, un Estado socialista independiente.
Este proyecto político, al que se intenta prestar respetabilidad, podría ser tan respetable -prescindamos de juzgar sus métodos de actuación- como otro cualquiera, si tuviese al menos condiciones de viabilidad. Muchas estructuras de poder establecidas mediante la violencia se han cohonestado y legitimado a posteriori en el curso de la Historia. Lo peor -y lo típico- en el caso que nos ocupa es que, obviamente (y cualquiera que tenga dos dedos de frente, como Sastre diría, puede comprenderlo), dadas las condiciones objetivas del mundo en que vivimos a la fecha de hoy, carece de toda viabilidad, de modo que la tortura impuesta por los terroristas a la población del País Vasco constituye un sufrimiento absurdo.
En suma, y para no prolongar más el argumento: los artículos de Alfonso Sastre sobre la violencia, que procuran hacerse pasar y han sido aceptados como apertura de un diálogo intelectual, dejan más bien la impresión de ser un alegato ferviente -en realidad, un acto de violencia verbal- a favor de determinada posición política: la del independentismo radical vasco. De ser cierta esa impresión, y si dichos artículos perseguían, como puede suponerse, no tanto un esclarecimiento intelectual como un efecto de propaganda política, deberá reconocerse que lo han logrado de lleno: fueron el trapo rojo a cuyo engaño hemos acudido, por lo pronto este periódico.
Con todo lo dicho, nada se ha dicho todavía acerca del tema de la violencia en la sociedad contemporánea, considerado en términos generales y básicos. El terrorismo etarra es, incluso dentro de España, tan sólo un caso más. En la misma ETA se encuentran varias ramas o grupos divergentes, y fuera de ETA existen otras organizaciones terroristas, como el GRAPO, o como ciertas agrupaciones de ideología ultraderechista, sin contar las bandas que, despreocupadas de asumir algún disfraz político, se dedican sin más al asalto de bancos o al secuestro de personas con fines de rescate. El terrorismo presenta en España las mismas características que en los demás países,
Paremos nuestra atención, por ejemplo, en las atroces hazañas cumplidas en Italia por las Brigadas Rojas: ¿es que acaso se proponen con ellas alcanzar una meta, llevar adelante un proyecto más claro, más congruente, más factible que los etarras en nuestra Península?... Cuando, a propósito de estos últimos, he caracterizado como típico el hecho de que esa utopía suya que tanta sangre está costando sea a todas luces de imposible implantación práctica, quería apuntar a la peculiaridad del nuevo terrorismo que, bajo tal o cual revestimiento ideológico o sin ninguno, viene a ser en el fondo una actividad gratuita, la acción por la acción, la violencia por la violencia, una violencia porque sí, por desesperación del vacío vital, por puro aburrimiento -fenómeno conectado con tantos otros, típicos de nuestro tiempo: el gamberrismo o vandalismo, las drogas, las sectas seudorreligiosas que tanto proliferan, los suicidios colectivos, etcétera- y que en conexión con ellos debe estudiarse.
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