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Festival Mundial del Circo: nerviosismo y sobresaltos

Ya era llegada la hora prometida para la inauguración del Festival Mundial del Circo cuando las verdaderas escenas circenses acontecían, por causa del tráfico, en las inmediaciones del madrileño Palacio de Deportes. El azar exterior rivalizaba, pues, con la necesidad interior. Pero esta última fue generosa en emociones, no aptas para enfermos del corazón.Las muecas zalameras de los galgos rusos prometen apacible deshielo. Sin embargo, todo retiembla con la llegada de una pandilla de mexicanos, acróbatas a la balanza y chilladores escarmentados: « ¡Ay, mamá, por Dios! ». En seguida reclaman el alarmismo, relevándose unos a otros en los triples saltos mortales al sillón, donde no hallan asiento ni reposo, sino empinado clavo ardiendo desde el que están a punto de romperse la crisma.

Los espectadores, a excepción de los niños más perversos, comienzan a cerrar los ojos. La ceguera es casi total cuando aparece Juan Colorado, dispuesto a realizar el salto mortal sobre zancos de más de dos metros de altura. Los escasos videnges pagarán cara su curiosidad: el personaje altivo falla el salto, cae con lento estrépito, se retuerce de dolor. Salvaje o valeroso, se dispone a reincidir, aun cuando lleva en el rostro la marca más patética de susto y sufrimiento. Griterío en el estadio: «¡Nooo!». El valeroso Juan Colorado logra salir airoso. Pero deja ya en el recinto un clima inmarcesible de horror.

Un ballet ecuestre establece la calma. Los caballos bailan entre la niebla al son de un tema en honor de Brigitte Bardot, que la orquesta concluye con «Azul, la mañana es azul ... ». Morada, en cambio, se pone la contorsionista, en lo alto de una escalera amarilla, bordando posiciones imposibles. Un vaquero torea a un caballo fogoso y juguetón. Unidos con estrecha torpeza, Los Torpes hilvanan unas cuantas payasadas; uno de ellos, nervioso, da una en el clavo cómico y ciento en la aburrida herradura.

Entre los equilibristas sobre bolas, el único representante varón hace alarde de histeria y está a punto de destrozar el equilibrio de las damas. Los elefantes son mucho más sosegados que los humanos, acaso por vivir en Suiza; columpian a una moza, hacen el pino o accionan la balanza con parecida firmeza. Eso merece un descanso.

Durante el entreacto, anuncios de unos grandes almacenes, fotografías junto a un lobo pacífico y venta belicosa de globos. Lo mercantil da paso a una competición de dos familias mexicanas, los Ramos y los Padilla, instaladas en dos trapecios volantes. La exhibición es prodigiosa, en especial por parte de la familia Padilla, a la cual pertenece Romerito, de siete años de edad, «el más joven trapecista del mundo». El cosecha el aplauso más fuerte de la noche.

Quien cosecha escasos aplausos es José Luis Muñoz, el representante español, hábil en tijeretazos volatineros sobre el alambre, en saltar a la comba y por encima de dos banderas españolas, pero incapaz de lograr el salto mortal pasando el cuerpo por el aro. El pasodoble de fondo se convierte en marcha fúnebre.

Repleto de lentejuelas, aspavientos y nervios, otro participante de aspecto mexicano se contorsiona en las alturas. Los payasos, los Hermanos Moreno, consiguen romper más platos que provocar sonrisas.

El ambiente se va haciendo angustioso, tanto por los frecuente sobresaltos padecidos como por la excesiva duración del espectáculo. Asimismo, el Palacio de Deporte es demasiado grande; hace añorar la carpa, la proximidad con la magia. El broche final -«un ejercicio sumamente peligrosísimo»consiste en un triple salto mortal en el espacio, a cargo de un piloto en cerrado en un minicoche. Es más el ruido que las nueces.

El desfile final tiene un aroma navideño. El cartero real dirige un cándido mensaje a los chavales. Tal vez alguno de ellos se dirija los Reyes Magos pidiéndoles un poco de amnesia para olvidarse de los sustos

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