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Las recuperaciones del exilio

En un artículo sobre A. M. D. G., del hoy centenario Pérez de Ayala, hace Ortega una glosa reverencial en el sentido escolástico del término; esto es, un reproche tan acerado como cortés del sistema educativo de los jesuitas. Su descripción de ciertas peculiaridades, entre divertidas y feroces, de la tal pedagogía, termina aupándose a niveles de sentencia general acerca de los exilios españoles, de los cuales los hombres de la Compañía de Jesús han sido en ocasiones varias las resistentes víctimas. «No soy partidario», dice Ortega, «de que se suprima a nadie ni de que se expulse a nadie de la gran familia española, tan menesterosa de todos los brazos para subvenir a su economía». Esta noble cautela orteguiana tiene fecha de 1910. Desde entonces se sucedieron en España, con profusión voraz, expatriaciones, destierros y confinamientos. Todos ellos contribuyen. a hilar la trama de lo que llamaría la España perturbable, ya que enfrenta en su cuerpo social el discurso de la cultura y el curso de la política.Ningún exilio devastó tanto, congeló a más grados bajo cero el clima de convivencia en la cultura española, su desarrollo libre y creativo, que el que se produjo en 1939. Cuando en los años setenta, lejanísimos por virtud de la transición y cercanos porque ésta es inacabable, ya que en su gestión política no se ha favorecido ruptura moral alguna; cuando acepté entonces, contra ciertos vientos y mareas, llevar a buen puerto la publicación de varios volúmenes colectivos sobre dicho exilio, pedí a Vicente Llorens un prólogo. En poco tiempo recibí del ilustre historiador y crítico todo un libro. La lectura del original me causó una impresión angustiosa. Apenas habla en él juicios, enfoques, ilaciones, de los que el autor se había acreditado altamente capaz en estudios sobre el exilio liberal y romántico de nuestro siglo XIX. Procuraba únicamente, a lo largo de sus abundantes páginas, un catálogo minucioso y, por su extensión, trágico de nombres de intelectuales españoles que, durante la guerra civil y a su término, se habían visto obligados a salir de nuestra patria. Se trocaba el catálogo en muchos casos en letanía, si los nombrados habían muerto o simplemente carecían de rastro.

Aquella publicación supuso un ademán de recuperación avant la lettre. Tuvo intenciones rigurosamente culturales, que son las que a medio y largo plazo fundamentan resultados políticos bien ajustados. Por el contrario detecto ahora síntomas de una recuperación del exilio con fines políticos inmediatos, o lo que es lo mismo, con objetivos de política patidaria. En consecuencia, no volverán los exiliados, sino a lo uno, sus fotografías, pasmadas en el color sepia de un recuerdo utilitariamente recortado de sus biografías completas. Se los quiere traer o hacer venir deteniendo ahora su tiempo en el de su dramática partida de entonces. Olvidan los que así lo están urdiendo que en la historia resulta nocivo empeñarse en un volver a empezar que puede acabar con casi todo.

Por fortuna, no pocos de aquellos españoles continuaron su obra en otras, tierras, empapándose y empapándola de la savia de otras culturas. ¿Cómo si no escribió Salinas El contemplado, que es el mar de Puerto Rico, o Cernuda sus Variaciones sobre tema mexicano? Les exiliados han hecho añicos el tópico de que somos reacios, impermeables a lo que no sea nuestro. Ellos han sido los nuevos propulsores de la Hispanidad. Recuperarlos es también incorporar a nuestro acervo nacional perspectivas distintas, hispánicas o no, que ellos supieron acoger en su obra. Se trata de no ser ciegos al lado claro del exilio, a esa riqueza nueva adquirida en el impuesto destierro, que hará más universal nuestra mirada. Darla de lado, achicar la obra de aquellos hombres, parándola en la que de sí habían dado al tener que cruzar nuestras fronteras, equivale a asomar una doble oreja; la de los políticos revanchistas, que tiñen y destiñen su pasado, tan sorda, por cierto, como la del provincianismo cultural. A don Américo Castro, intervenido quirúrgicamente y de gravedad después de nuestra guerra, le brotó gran cantidad de sangre negra. Ante el asombro de los médicos, supo él mismo diagnosticar el derrame. Expulsó, dijo, el odio entre los españoles. Si viviera, sentiría tal vez, ante esta vuelta de los suyos, manipulada vindicatoriamente, los mismos borbotones siniestros en sus venas.

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El tratamiento del exilio que denuncio, y que es obra de políticos que no merecen más que sus cargos, sigue además otras pautas aviesas. Si poco se interesa por la obra del exiliado después de nuestra tragedia civil, lo hace aún menos por la que elaboró antes. Sólo quiere su instantánea bélica, inevitablemente crispada, para fabricar su propio cartel de propaganda. No de ideas, sino de carteles parecen querer vivir estos políticos. Hace un año, Ricardo Gullón, que, porque vale mucho, es estimado más fuera de España que dentro de ella, fue invitado en Madrid a dictar una conferencia sobre el Machado simbolista, Llegado, tras su exposición, el turno del coloquio, le increparon los profesionales destemplados de la ignorancia, por qué no había hablado sobre los cantos del poeta en guerra. Anécdota que plasma una coacción peligrosamente simplista que sufre nuestra ya de por sí más que sufrida cultura.

Cuando se malversa la significación de un fenómeno, se empieza por hurtarle a éste su realidad, ya denigrándolo, ya re tocándolo con afeites. De ambas variantes padecemos lamentables ejemplos. Tras la edición de los Diarios de Azaña, las huestes entonces oficiales se apresuraron a proclamar estentóreamente cuánto rencor se tenían entre sí los notables republicanos. Hoy, en cambio, se pretende ofrecer nos una imagen idilíca, de familiar mesa camilla, de los exiliados. Ni hay por qué agigantar las que fueron vitales divergencias, ni tampoco, porque a algunos les convenga, trasponer éstas burda mente a claves de sones arcangélicos. El exilio fue real, vivido intensamente por sus protagonistas y, por tanto, sosegado a veces y a veces pendenciero. Ortega mantuvo en él la actitud distante respecto a sus compañeros de suerte infortunada, que ya había iniciado, más. discutible mente, en los estertores de la República y durante la contienda. Si más cordial, porque ese era su ánimo, tampoco Marañón se avino a las polémicas que atizaron los «españoles» (entonces) «fuera de España». Y Juan Ramón Jiménez, tan implacable consigo mismo en su poesía como lo era con los demás en su crítica, afila dicterios que son crueles porque hieren la diana que tal vez aciertan. En unas notas para una lección universitaria, que dictaría en 1943 en EE UU, carga asi las tintas: «Los hombres políticos de la República han sacado de España una España de burguesía romántica del siglo XE X, con toques idealistas de opereta, en el mejor caso, o de melodrama o de tragicomedia en los casos peores, que no puede volver, y por eso ellos no pueden volver a una España futura. La España más o menos imperialista que está ahora en España se parece mucho a la España republicana democrática del destierro». La animosidad de este apunte juanramoniano tiene acaso sus raíces en los graves desacuerdos que agrietaron anteriormente el solar republicano. Por desgracia, es la discordia, ya desde los griegos, madrastra de todas las cosas.

Si obra y persona son complementarias, no ocurre lo mismo con obra, y personaje. La cultura se dinamiza en el primer binomio y degenera, en cambio, en el segundo por los derroteros sinuosos de la propaganda. La atención a la obra debiera primar en las recuperaciones del exilio. Llegaríamos, entonces, a disponer de edicíones críticas que nos faltan clamorosamente; la de Castro, por ejemplo. Se tiende, muy por el contrario, a recuperar a golpe de homenajes, que bien estarían si coronasen en fiesta jornadas anteriores de trabajo, pero que son inútiles culturalmente, ya que nada les precede ni les sigue, si no es el cabildeo de quienes los organizan por el prurito de ponerse ellos en el centro de la efímera fotografía o nota de Prensa al caso. La mayoría de las Magdalenas (personas públicas, por tanto) que se agitan en estos menesteres no están, al revés que la de D'Ors, sino para tafetanes.

El retorno de los exiliados incierta también a una reflexión auste ra acerca de la España a la que vuelven y a una comparación con la que tuvieron que dejar. ¿De aquella España en guerra regresan a una España en paz? ¿De aquélla desmembrada, a otra integrada en sus tradiciones y en su futuro? ¿Sigue siendo «confusa la historia y clara la pena»? Para seguir con Machado, esta vez entornándole: ¿A qué distancia moral estamos hoy de una Es paña con rabia y sin la idea? ¿Está España o no en trance de exiliarse de sí misma? En la voz de aque llos hombres, que la muerte en muchos casos ha convertido en eco, podríamos escuchar la música de una España que aprendie ron desde el deseo. Acopiaríamos así motivos para la esperanza; hoy no podemos ser optimistas, pero debemos, sí, mantenernos esperanzados.

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