Larga y tensa espera de veintidós familiares de los liberados por el Polisario, en un hotel madrileño
Nerviosismo, desesperación e inquietud eran las notas dominantes de la tensa y larga espera a que se vieron sometidos durante todo el día de ayer los veintidós familiares de los pescadores liberados por el Frente Polisario, la mayoría mujeres, que, cegados de satisfacción el día anterior por la noticia de la puesta en libertad, no dudaron en viajar a Madrid con lo puesto para estar en el recibimiento. Un recibimiento que nunca llegaba...El hotel Barajas, improvisado cuartel general de estas personas venidas de Las Palmas, Huelva y Galicia, presentaba a media tarde de ayer un aspecto cruel y nada acompañante de la tensa espera de los familiares.
Arrinconados en un salón, dormidos unos y nerviosos otros (tuvieron que abandonar las habitaciones a primera hora de la mañana), los familiares de los pescadores se vieron sorprendidos súbitamente por la presencia de centenares de ejecutivos y hombres del motor que acudían a una convención de la multinacional Michelín, y por las notas eléctricas del órgano del hotel que amenizaba con melodías la entrada de los convencionistas. Tres hombres -Michelin se entremezclaban con ejecutivos, familiares de pescadores y viajeros de paso que abarrotaban el hotel
Una asistente social y un sacerdote canario del Apostolado del Mar, que viajó desde Las Palmas con la mayoría de los familiares, intentaban, a veces sin éxito, servir de barrera entre lo que se plasmaba como un desequilibrio de dos situaciones contrapuestas.
José Dieppa, padre de uno de lo liberados, con voz cansada y sin afeitar, se quejaba de las 55 pesetas que le costaba tomarse un café y enseñaba a EL PAIS una factura de 370 pesetas qué había pagado a cambio de un bocadillo, un café con leche y una manzanilla, su única cena del miércoles. «Estoy por desgracia fuera de mi tierra y por eso no puedo hablar...», decía con tono de rebeldía.
Una larga lucha contra el tiempo y los nervios
En un rincón, María Duque, esposa de Juan Garrido, el tripulante ayamontino del Cabo Juby II, agarrada a dos de sus hijos, recordaba insistentemente: «Estoy nerviosísima. Las horas se van juntando y no tenemos ninguna noticia» Margarita Blanco, la esposa del gallego José Pastoriza, le respondía observando el reloj: «Aquí hay gato encerrado... Esto no es el tiempo. No nos quieren decir lo que pasa».Marisa Vernacci, asistenta social, atendía mientras a una joven, esposa de uno de los liberados, que estaba al borde del desmayo, y el padre Hernández Francés, capellán del Apostolado del Mar resolvía en recepción la concesión de nuevas habitaciones para estas dramatizadas familias. Una mujer del grupo, con acento canario, comentaba a sus compañeras: «Más vale que vengan bien y tarde, que no ocurra una desgracia».
En el fondo del tenso ambiente de espera, la otra espera, como la bautizó la esposa de uno de los pescadores, continuaba el incesante paso de ejecutivos, las notas eléctricas del órgano del hotel y el exhibicionismo publicitario de los tres hombres-Michelin
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