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El Trío Los Panchos: dicen que la distancia es el olvido

Hay ya cenizas pálidas en su saliva. Pero Los Panchos reavivaron el fuego en la memoria sentimental de cuantos acudieron a presenciar su primera gala en la madrileña sala de fiestas Windsor. Paladearon sus dulzonas canciones de siempre, acogidas con extremo fervor y escalofríos por un público predispuesto a corear que la distancia nada tiene que ver con el olvido.Los rotundos gemelos en los puños de las camisas blancas, el traje oscuro, la negra pajarita y una sonrisa muy desarrugada dan el primer perfume de Los Panchos, aves felices de un paraíso camp que siempre vuelve sin haberse ido, golondrinas-pingüinos de un ayer que reverdece al menor soplo, beso o pellizco a media luz.

No utilizan la plataforma levadiza. Se quedan allí atrás, distantes, como para marcar su lejanía en el espacio y en el tiempo, como para guardar el «cariñito amado», que «es todo lo que ansía su pobre corazón». Sin embargo, el gentío ve en ellos a los celestinescos responsables de muchos embarazos. Y hay millares de ojos que se dirigen en tropel hacia esas tres guitarras, hacia esas tres sonrisas acarameladas, hacia esos tres lamentos que se funden para decir: «No, ya no debo pensar que te amé ... ». Mas una cosa es el deber y otra la obliterada devoción.

El personal se pone ciego. A cada rasgueo y a cada frase con sabor a fresa hay parejas que luchan entre el rubor y el gustirrinín: manos que van de la manga a la rodilla, que titubean, que se agarran a un vaso para evitar la trasnochada tentación.

Los Panchos verdaderos son solamente dos de los presentes: «el chaparrito, Rafael, y el romántico eterno, Chucho». La nueva adquisición, «el jovencito mexicano, Gabi», aporta sangre nueva y timidez al mítico conjunto. Ellos se consideran, «aunque pueblerinos, los aristócratas de la canción». La aristocracia de Chucho utiliza el atajo en los romances: «Junto a la Cibeles la encontré, / en el Retiro la besé...».

Lo grave del mismo Chucho es que cuenta chistes terribles entre canción y canción. La cosa viene de lejos. Recuerda que una de sus primeras actuaciones en México se vio animada por los ladridos de un perro. Excedido, un espectador le gritó: «¡Chucho, canta una que no se la sepa el perro!». Imposible. Del Trío Los Panchos todo quisque se las sabe todas. De ahí que incluso los chistes desencadenen la ternura en lugar del espanto. A un abuelito hay que reírle las tres y las trescientas gracias.

Ellos también predican con el ejemplo: «Si tú me dices ven, / lo dejo todo». Y desentierran lo inefable: Basura, Nosotros, Sabor a mí. Abundantes lágrimas.

El ambiente se ha ido caldeando. Hay suspiros y roces de otra época. La yedra pone todo al rojo vivo; La malagueña rejuvenece al chaparrito, y Chucho, incansable en los chistes, aprovecha el equívoco de una pausa: «Nosotros seguimos viviendo de las viejas... melodías». Lo juro: hubo abundantes risas.

Llega, al fin, el desmadre: Como un rayito de luna, Alma, corazón y vida, Reloj, no marques las horas, Me voy pal pueblo... No logran irse. Los nostálgicos chillan: «iOtra! ¡Otra! ¡Otra! ». Otras dos: La barca y Vagabundo. Insuficiente dosis: «¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!». La otredad es ambigua: Pa todo el año y La media vuelta. Reverdece el clamor: «¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!». Chucho promete y cumple: « Interpretaremos Jamás, jamás y la canción más fina de las mías, La corriente, aunque tenga ese título». Todo se derrite.

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