Ángel Cristo, zar del Circo Ruso
El Circo Ruso se ha instalado en las proximidades de la madrileña plaza de toros de Las Ventas. Millares de personas, aguantando a pie firme el frío intenso del atardecer, hicieron cola durante horas y horas para asistir al estreno. Aquello parecía la plaza Roja de Moscú, repleta de un gentío deseoso de visitar el mausoleo de Lenin. Pero, bajo la carpa, sólo los saltos eran mortales. El zar del circo, Angel Cristo, impuso un optimismo vivo a todo su espectáculo.Luces multicolores y guiñadoras. Centenares de estrellas anaranjadas en el cielo morado de la carpa. Griterío jovial: palomitas y perritos calientes, bebidas refrescantes, papeletas para una rifa, peticiones de autógrafos al cantante canario José Vélez. Este último dice sin cesar: «A mí me encanta el circo». El desfile ya empieza como por encanto, entre burbujas de jabón de olor, redobles sin conciencia y sonrisitas circulares. Brillan las iniciales del zar y la zarina. Otro tanto ahora inician los ojos imantados de los niños.
El presentador chilla bajo su cabellera cardada: «¡Sen-sa-cio-nal!». Los elefantes, sordos a ese chillido de la estepa, se vuelven mansos corderos por obra y gracia de Angel Cristo. Tras la carga pesada de los paquidermos la descarga ligera de dos chinos juegan a combatientes de goma, a maceteros milagrosos, a rufianes de espada entre los dientes. Juegan, además, con fuego.
Y, de pronto, se escucha entre el público: « ¡Fuego! ¡Fuego!». Alarma general. El presentador pide calma: «Por favor, que nadie se vaya. Es el calor de la calefacción». Alivio casi general. Pasado el alboroto, siguen los chinos con sus tribulaciones incendiarlas. Hasta que una rubia realiza un festival de volteretas, dejándole libre el aire a Rogana, india comanche maltratada por los focos Y por el gran despiste de la orquesta. El payaso Popei emite lo que puede: Aquí hay mucho extranjero. A los chinos nos los trajo Carrillo».
Nadie sabe quién ha traído a la familia Mafy, pero el rapto merece la pena. Los chavales son como monitos amaestrados, bajan Y suben las escaleras de cabeza, logran que los espectadores abran la boca a tope. El público, entre atónito morboso, les pide más y más.
Los acróbatas Fornasari bordan el triple salto mortal al término de una emocionante serie de intentos fallidos. Los Diablos Blancos organizan una zarabanda infernal sobre el alambre a gran altura. Y llega el purgatorio del descanso.
Angel Cristo inaugura la segunda parte del espectáculo. Encerrado en la jaula con sus leones, el domador deja turulato al gentío. Dialoga roncamente con las fieras, lucha con ellas, las acaricia. Y sale siempre vencedor. Su número es una tragicomedia de irresistible efecto, adobada de ternura, heroismo, inteligencia y delicadeza. Todo cuanto surge después -trapecistas, osos o magos-, aunque posee indudable calidad, no logra disipar la gran fuerza y el talento de Angel Cristo como domador de elefantes v leones.
El zar es un maestro en el latigazo y en la caricia. Adolfo Suárez debiera convencerle para que, abandonase el Circo Ruso y se dedicara a ejercer su arte en las selvas residenciales del poder.
Babelia
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