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Hollywood despide hoy a Mae West, su "heroína" de los años treinta

Mae West falleció a los 88 años, el pasado sábado, en su apartamento de Hollywood (Estados Unidos), la meca cinematográfica, de la que fue inolvidable heroína. La noticia (véase EL PAIS del pasado domingo, en su segunda edición) sorprendió a quienes la conocían, que sabían que la salud de la actriz era delicada, pero que habían asistido a su asombrosa mejoría en las últimas semanas. Hollywood no tendrá el honor de ser el escenario de su entierro: Mae recibirá hoy sepultura en su tierra natal de Brooklyn, en el Estado de Nueva York. Antes del sepelio, se celebrará un funeral en la iglesia presbiteriana de Beverly Hills, en Hollywood, que así podrá decir adiós a la que fue su sex symbol de los años veinte y treinta.

Había dicho: «El sexo, en cualquiera de sus vertientes, no molesta a nadie. Las guerras, en cambio sí ». Una declaración de principios que llevó escrupulosamente a su obra, ganándose así las iras de hipócritas y timoratos que la amenazaron y persiguieron hasta conseguir, al borde de los años cuarenta, que los estudios de Hollywood la despidieran, impidiéndole hacer más cine. No eran tolerables películas; que se reían de los valores morales establecidos; era inconcebible que una mujer adoptara el papel de varón y tratara a los hombres como muñequitos manejables de simple valor erótico; no se podía aceptar que una mujer, en plenos años treinta, dijera cosas como éstas: «Prefiero a un hombre en casa que a dos en la calle» o «No tengo nada en contra de que la gente fume o beba; ya comprendo que no se puede estar haciendo siempre el amor».Mae West había nacido, según dicen algunos de sus biógrafos, en 1893. Al cabo de muy pocos años comenzaría ya a actuar en teatros y revistas ajenas hasta que decidió ser ella misma la autora de los textos, convirtiéndose así en la primera estrella del espectáculo responsable absoluta de cuanto se hiciera y dijera en él. Consiguió hacerlo igualmente en cine, escribiendo los guiones de sus películas, base fundamental de su humor y su erotismo. Mae West, rechoncha, ordinaria, con mirada canalla, aprovechó esas características para componer un tipo de vamp que eludió la insinuación elegante para coger directamente el toro por los cuernos: « Querido, ¿vienes armado o es que te has puesto contento al verme?».

Le entusiasmaban los hombres y lo pregonaba a los cuatro vientos; le fascinaban los gimnasios masculinos, los espejos («me gusta siempre saber lo que estoy haciendo»), los trajes delirantes y las camas complicadas. Desde su primera obra teatral, significativamente titulada Sex, estrenada en 1926, se dedicó a propagar la necesidad de una libertad total en las relaciones sexuales, fueran del tipo que fueran.

Escribiendo textos en defensa de los homosexuales -¡en 1927!- y jugando siempre con la ironía y el absurdo para desvelar las miserias de quienes entienden el sexo sólo como una triste misión reproductora, llegó al cine aupada por un público de marginados que veían en ella el símbolo de una posible libertad.

Fue una libertad breve. Las ligas de decencia la calumniaban. No era el momento de proponer libertades individuales. El cine y el teatro, en los últimos veinte y en la compleja década de los treinta, tenía como fin principal el de abastecer de ilusiones ortodoxas a un público machacado por la crisis económica y en puertas ya de una guerra larga y cruel. Las películas debían ser, por tanto, totalmente ejemplares y no atreverse a distorsionar ninguno de los valores establecidos desde el poder. Mae West, no obstante, se atrevió a ir a la contra en películas como Lady Lou (versión de su comedia Diamond Lil, donde ya compuso el personaje de mujer victoriana cachonda que, con una mano en la cadera, contempla descaradamente a los hombres, calculando a ojo el valor de sus atributos viriles), No soy un ángel, Todos los días, una fiesta; La bella del novecientos, Ven al Oeste, muchacho; La hermana Annie... Escritas y casi dirigidas por ella, fueron películas únicas, irrepetibles en la historia, si exceptuamos algunos títulos de Marilyn... Ganaron de nuevo los reaccionarios y Mae West tuvo que abandonar el cine. Como una nueva provocación, se había retratado vestida de estatua de la libertad. Ese documento es hoy una joya de mayor valor simbólico que la propia estatua en sí.

Regresó al cine, en 1970, para interpretar un papel en la mediocre Myra Breckenridge. Cinco anos más tarde, en su última película, fue la protagonista de Sextete, que ya había intentado llevar al cine en los años treinta. En esta película, rodada cuando tenía ochenta años, Mae West aparecía vestida de novia como sí fuera una jovencita de veinte, rodeada de hombres que la deseaban, perseguida por gimnastas, disputada por famosos. Sextete, como despedida del mundo cinematográfico, es, como puede imaginarse, un autohomenaje divertido donde ella misma es tomada a broma. Por primera vez, sin embargo, pudo abandonar la época victoriana y situar la acción en nuestros días. La censura ya no le exigía esos rodeos, quizá porque los mismos que la persiguieron en su momento son los responsables actuales de un cine pornográfico sin imaginación, humor ni talento: la antítesis de aquellas obras de Mae West, que pregonaba sin rubor: « Me gustaría hacer todo el día lo que hago toda la noche» o «Personalmente, me gustan dos tipos de hombres: los extranjeros y los indígenas» o «Una emoción diaria mantiene el espíritu elevado».

Vilipendiada por la famosa revista Variety, ejemplo de conservadurismo en la prensa cinematográfica americana, insultada por Mary Pickford, fue admirada, sin embargo, por Dalí, que compuso para ella la más bella decoración que pudiera sintetizarla: sus labios, un sofá; su nariz, una chimenea; sus ojos, unos cuadros del pintor; su pelo, el complicado cortinaje que abre la entrada como una invitación a la libertad. Exactamente lo que Mae West quiso ser, tanto en teatro, en cine, como en sus también prohibidos programas radiofónicos. Una feminista insólita que ha muerto ahora, recordada sólo por fans incondicionales, cinéfilos o marginados; desconocida por un público joven que podría seguir riéndose con su osadía y desparpajo si tuviera ocasión de conocerla. Mae West ya lo había dicho: «Cuando soy buena, soy muy buena; cuando soy mala, soy mejor».

Quizá ahora se la empiece a respetar. Es inmortal.

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