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Las residencias del poder

Juan Luis Cebrián

Ricardo Díez Hochtleiner, uno de esos pocos españoles brillantes con los que se puede discrepar sin necesidad de llegar a las manos, decía no hace mucho que en los tiempos que corren los Gobiernos -y no sólo el nuestro- merecen más compasión que envidia y son acreedores de la piedad de los ciudadanos. «Esto es así pienso yo porque a la pomposidad del poder y a la ceremonial reverencia de agasajos que comporta no corresponde para nada o para muy poco la efectividad o la factualidad de ese mismo poder. Por decirlo de otro modo, un ministro y un primer ministro, en las sociedades industriales, suele tener muchos y diversos poderes, pero -presionado por el corto plazo y condicionado por las bases electorales y las instituciones «fácticas»- cada día anda más escaso del único verdaderamente interesante: el poder de gobernar. Sin embargo, este poder existe en cualquier caso y si no se residencia en el Ejecutivo es porque está en otras manos, que lo emplean aun sin saberlo o sin reconocerlo.Esta meditación sobre dónde se encontrará en realidad el poder en la España de nuestros días me venía a la cabeza ante la contemplación del guirigay político que confusa y atropelladamente se está adueñando de nuestra sociedad.

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El nerviosismo ya no es el privilegio de un sector, sino la expresión inmediata de un miedo cada vez más generalizado. Una crisis de confianza ha hecho presa en las instituciones y las personas, y es convicción difundida de que «esto» no puede aguantar así mucho tiempo. «Esto», claro, en nuestro país es siempre el Gobierno o el régimen, y con frecuencia las dos cosas, después de que durante cuarenta años fueran una misma.

Para pintar un panorama de urgencia, la mayoría de las críicas se centran en lo mismo: «Aquí no se gobierna, porque Suárez no vale y hay que quitar a Suárez si queremos que se gobierne». En este punto coinciden casi todos los análisis o, por lo menos, los más relevantes. Lo dice Felipe González, lo dice Fraga, lo dicen los banqueros, los militares, y lo van a decir los curas en cuanto se apruebe la ley del Divorcio, si es que se aprueba y no quitan a Suárez antes. Lo más curioso es que el desconcierto y la protesta se han producido apenas un mes después de que el propio Suárez y su Gabinete ganaran una votación de confianza en las Cortes. ¿Dónde estará el poder en este país, me preguntaba yo, que un Gobierno gana por mayoría una votación de confianza parlamentaria y al mes entra de nuevo en crisis? ¿Qué es lo que ha hecho tan mal en octubre que hubiera hecho bien anteriormente, y cómo es posible que todos estos señores de la UCD que despotrican abiertamente de su jefe no lo cambiaran antes en vez de después? Sea como sea, el poder no está en el Gobierno, o está muy a regañadientes y de manera precaria. Pero tampoco veo yo que esté en la calle o en el arroyo. El poder navega difusamente por los meandros de las instituciones democráticas, y me parece a mí que sigue en manos principalmente de la derecha española, que apoyó el ascenso de Suárez y que se siente cada día más incómoda con el ejercicio de las libertades.

Por eso, si bien se mira, la oposición fundamental a la que se enfrenta el presidente del Gobierno desde hace meses está en su propio partido. El suponía que la podía aplacar o minimizar incorporando al equipo a los barones de UCD, e incluso sacrificó para ello a su más directo colaborador, en un acto que recuerda casi al de Guzmán el Bueno. La remodelación gubernamental de septiembre introdujo además factores de interés, supuso un inicial frenazo a la política reaccionaria del partido desde las elecciones de 1979 y ofrecía síntomas de lo que ha dado en llamarse una fuga hacia adelante: se prometía un avance resuelto en la cuestión autonómica, se mejoraban la gestión de la economía y la política exterior y se anunciaba que la Administración de justicia -desde las cárceles a los apergaminados rostros que ilustran las herencias franquistas de nuestros tribunales- iba a ser reformada. No todo el monte era orégano, claro; porque al mismo tiempo se descabezaban de un tajo las pensiones a los que perdieron la guerra civil -que medio siglo después volvían así a perderla sin necesidad de volverla a hacer-, se burlaba la Constitución en el intento de resolver la autonomía andaluza y se progresaba, ante la escalada creciente del terrorismo y el descontrol de la situación policial, en el recorte generalizado de libertades mediante la ley de Seguridad Ciudadana. Pero en cualquier caso el Gobierno estaba ofreciendo, por primera vez en más de un año, síntomas de durabilidad. La durabilidad en política, y más en un país que estrena régimen, es una condición de la estabilidad.

La ETA parece haber hecho el análisis correcto de la situación y emprendió por eso una ofensiva de terror inusitada. Para la ETA el triunfo de la democracia y la autonomía política en Euskadi es el fracaso de toda su estrategia. La ocupación militar del País Vasco, la suspensión de garantías constitucionales y la represión generalizada de la población serían, en cambio, el mejor camino para convertir a lo que hoy es cada vez más una banda de manosos en un movimiento de liberación popular.

Respecto a esta ofensiva terrorista hay que añadir algo, y es que la policía cuenta hoy con más medios legales y técnicos que nunca para combatir a ETA, y que el apoyo popular a esta organización comienza a deteriorarse, pero puede verse inmediatamente rearmado si las autoridades pierden los nervios en la aplicación de esos medios. Conspicuos representantes de la derecha española ya los han perdido: piden la intervención del Ejército, el restablecimiento de la pena de muerte, la sangre y el fuego como solución (pero no fue de veras ésta la solución cuando se aplicó, sino el origen del problema). Han abdicado de la voluntad que nunca tuvieron de hacer una oferta política y democrática al pueblo vasco.

El nerviosismo de la derecha ha contagiado a sectores de la izquierda. que han pedido insistentemente un Gobierno de coalición -con UCD, pero sin su presidente- Los diputados socialistas inmersos en esta estrategia han explicado sus razones de fondo: existe un temor cada vez más extendido a algún tipo de golpe militar o de intervención del Ejército, y el Gobierno de coalición sería un sistema de parar cualquier intento de esa especie.

De lo del golpe se habla ya a las claras en todos los cenáculos madrileños, con el aparente consuelo de que en todo caso sería un golpe blando, basado en cartas y presiones más que en los tanques, aunque con el respaldo de los tanques. Un golpe de Estado militar es, sin embargo, siempre negro y siempre criminal en un país democrático. Y nadie es capaz de graduar de antemano la aplicación de la fuerza cuando está dispuesta a emplearla, porque lo que resulta del todo incalculable es la resistencia que obtendrá por parte del otro.

En cualquier caso, los regímenes constitucionales tienen salidas constitucionales para una situación dramática, y yo no creo que este sea el calificativo que merezca el momento español, por graves que se presenten nuestros problemas. Dicha salida constitucional pasa en nuestro caso por el voto de censura, fracasado en la pasada primavera, o por la disolución de las cámaras y la convocatoria de elecciones generales. Estas parecen las únicas maneras sensatas y legales de destituir al presidente. Seguir en la tarea de la conspiración es hacer el juego a los enemigos de la democracia.

Este Gobierno puede entonces, también, ser objeto de lástima o conmiseración si se quiere, pero en vez de lamerse sus heridas será mejor que se enfrente con su inmediato futuro. Se concreta el reto en las posibilidades que tendrá de permanecer sin necesidad de adelantar las elecciones y en la autoridad que sabrá ejercer frente a sus propias bases electorales, trufadas de añoranzas franquistas y, de falta de respe lo a la libertad. Hoy tiene a gran parte de la Iglesia en contra, porque ha habido un giro espectacular, conservador e involucionísta, en la política vaticana que coincide con el debate sobre la ley de Divorcio. Tiene irritados a amplios sectores del Ejército, que ven en la escalada de violencia la confirmación de sus ideas integristas respecto a la ingobernabilidad del español. No cuenta con el mundo de las finanzas, que se siente agredido incomprensiblemente, toda vez que en la crisis económica,es quien menos está soportando el peso en términos tanto absolutos como relativos. Y tiene enfrente a la burocracia política que se resiste al sancamiento y la lucha contra la corrupción, y protesta al mínimo intento de que se le apliquen las incompatibilidades.

El poder está ahora ahí, en todas y cada una de esas cosas, más que en el Ejecutivo, pero el Ejecutivo puede y debe reclamarlo con la energía y la convicción necesarias para tratar de gobernar este país antes de que sea verdaderamente tarde. Verdaderamente tarde será cuando la lástima que nos inspire el Gobierno sea en realidad lástima por nosotros mismos, y cuando el empeoramiento de la situación internacional haga entrever que el apoyo exterior que cualquier militarismo a la turca necesita para hacer triunfar sus planes, Y que ahora no existe, pueda venir solapada o abiertamente de la mano de naciones llamadas amigas.

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