Conferencia de Seguridad: diplomacia con jerez y bocadillos
En el interior del cinturón de seguridad montado por los hombres de la Operación Vikingo, destinada a garantizar la integridad física de los delegados, más de mil personas participan a diario en trabajos relacionados con la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa. El Palacio de Congresos, sede permanente de las reuniones, alberga a grupos y personajes muy distantes en sus ideas y en sus cometidos. Es un pequeño pueblo, donde las reglas del juego son totalmente ajenas a las de la ciudad exterior, el bocadillo de tortilla española ha sustituido al sandwich y el jerez es la bebida alcohólica más consumida.
Todos vuelven la cabeza en el gran vestíbulo principal del Palacio de Congresos cuando una música fina y ondulante como un hilo de algodón comienza a salir de los puntos de megafonía. Es la pavana de la Conferencia, una composición del siglo XVI que sustituye a los viejos timbres y a las campanitas de aeropuerto en la vida de los delegados. Tiene un tenue ritmo cortesano, y podía ser la orden real para el principio de un baile de debutantes. Pero es simplemente la señal. Todos los periodistas, azafatas, policías, secretarias, traductores y técnicos apuran los cigarrillos y las tazas, suspenden los diálogos, cierran los blocs de notas, y dos segundos después hay un chasquido general de platos y ceniceros y un gesto común a todos los obligatorios cambios de situación. Va a comenzar una de las sesiones diarias de la Conferencia, justo al final del cuarto tiempo de la musiquilla.En la oficina de la agencia Reuter, el corresponsal diplomático, Didney Westland, decide echar un vistazo, a impulsos de su olfato de viejo lobo de redacción. Cubre su portátil negra, bordea la mesa de la sala de Prensa, saluda con un gesto a un inspector de policía cuya cara ha comenzado a parecerle familiar y llega de pronto al gran vestíbulo. Es evidente que la pavana, en su segundo pase, ha desordenado todos los chismes del rompecabezas. No obstante, allí está todavía el honorable Max M. Kampelman, presidente adjunto de la delegación norteamericana, dando instrucciones a los hombres de Kampelman entre las hojas labiadas de las jardineras, muy cerca de los ventanales, de unos arcos de seguridad y de una cámara de televisión en circuito cerrado que desempeña funciones de vigilancia. Más allá, en la escalera, se cruzan Yuri V. Dubinin, embajador y jefe adjunto de la delegación soviética, y Jaroslav J. Verner, uno de los más relevantes asesores del equipo diplomático de Estados Unidos de América. Yuri Dubinin viste con una corrección inapelable, pero conventual; lleva traje oscuro, camisa blanca con el cuello un poco quebrantado por la plancha y una veterana corbata, sin duda curtida en mil y un congresos anteriores, para completar lo que, mirándolo fríamente, más podría ser un hábito seglar que un modelo de revista. En cuanto a Jaroslav, el poderoso portavoz norteamericano que alisa con una mano las guías de su barba cónica, una barba blanca y leninista, se dice que se curtió durante cuatro años en Afganistán. Puede ser un hombre clave para tareas de abordaje en los grandes debates... Jaroslav... Es curioso: en la delegación norteamericana han venido los consejeros Chaikin, Mavrinak, Bertalan, Gombos, Papanek, Mardigian, Sarocky, Smodorodsky y Zielinsky, además del jovial Jaroslav J. Verner, que acomoda su bolsa banderola sobre un hombro y que sonríe una vez más en el descansillo de la escalera, sobre las guías del único rasgo leninista que se le reconoce, su barba cónica. Los norteamericanos de apellidos eslavos son un subequipo al que en los mentideros se llama los disidentes, sin malicia alguna. Además, la delegación norteamericana, a la que también pertenecen los diplomáticos Paul Simon, Louis Núñez y Bernardette McCarron, no e s el grupo más llamativo por su genealogía o por la fonética de los nombres de sus componentes. En una delegación de once miembros, Grecia han traído a Menelaos, Constantino, Leónidas, Hannibal, Loucas, Juan, Apostolos, Christos y, sobre todo, a Cleopatra; a Cleopatra Fyta, para ser más exactos.
La noche de los pocillos largos
Comienza el segundo pase de la pavana, que anuncia el inminente comienzo de la sesión. En un ángulo favorable del vestíbulo, Didney Westland comprueba el momentáneo desorden de las piezas mientras juguetea con su eterna colilla de habano, un cucurucho incombustible cuya longitud nunca es mayor ni menor de tres centímetros. Luego se dirige a la cafetería. Junto a la caja de caudales y detrás de la barra, Benito Torrejón, «veintiún años en el Hilton y actual jefe de comedor del Palacio de Congresos», sugiere a un camarero que atienda al recién llegado. Apostaría que va a pedir café, porque el café es la bebida-patrón de la Conferencia, y la. tiene in mente, como una obsesión, desde la noche del día 11 de noviembre, fecha tope para la preparación de las reuniones propiamente dichas.
Benito no se olvidará fácilmente de aquello. Llama a un segundo camarero y recuerda. A las 11.58 del día 10, los asambleístas, que agotaban los plazos previstos hace dos años en Belgrado para llegar a un acuerdo sobre los esquemas esenciales, decidieron parar los relojes del edificio con la misma intención con que el doctor Fausto había pactado con Mefistófeles ganar tiempo. Dos minutos después, cuando era día 11 en la calle, los quinientos delegados seguían a 10, y así continuaron más de veintitrés horas, como nuevos magos del consenso.
Durante todo ese tiempo, recuerda Benito, las tripas le echaban fuego ala cafetera, «para hacer una taza de buen café exprés son necesarios siete gramos; en ese extraño día 11 invertimos veinte kilos, servimos, pues, casi 3.000 tazas». Fue un paroxismo, una especie de glaciación a la que nadie se atrevía a poner final. Si se llegaba a día 12 en los relojes de afuera y los de dentro seguían parados, España podría sentirse relevada del compromiso que había asumido en Belgrado y negarse a ofrecer la sede a un acto paradójicamente titulado Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa. Si se rebasaban las doce de la noche con los relojes interiores parados, en el mejor de los casos podría decirse que a la Conferencia se le había perdido un día. El día 11.
Nadie dio con la solución a la inmovilidad diplomática, salvo Franz Ceska, ministro plenipotenciario y jefe de la delegación austríaca, un hombre de mente precisa y un enamorado de la Conferencia. «Cuando se le hace una pregunta, responde, tac, tac, tac, sólo con las palabras necesarias, como un deliberado robot», dicen algunos periodistas. A Franz Ceska le funcionaron muy bien sus segunderos suplementarios y sus resortes de alarma, y gracias a eso, la vieja Europa le debe hoy el documento Ceska, un desatascador en papel, tamaño folio, al que los seis traductores simultáneos pudieron decir sí en ruso, inglés, francés, alemán, italiano y español. Entretanto, junto a la caja de caudales, Benito Torrejón pedía tila para sí mismo y ordenaba que en toda aquella noche, la noche de los pocillos largos, los cafés pudiesen ajustar la taquicardia a la ansiedad de los conferenciantes.
Y ahora, cuando Didney Westland, el sabueso de la Reuter, decide pasar de largo y seguir su rastreo, Benito repara en que las costumbres han cambiado un poco, como si todos estuviesen aprendiendo a vivir y a convivir. Honorables, excelentísimos y doctores han descubierto, por ejemplo, que los bocadillos de jamón y de tortilla pueden reemplazar favorablemente a los sandwiches fríos y cartesianos que venían consumiendo, «así que reclaman bocadillos españoles y copas de jerez, porque el jerez es casi, casi, la única bebida alcohólica que piden»; últimamente los hombres del Este parecen ser muy compatibles con las bebidas de cola, y ya nadie se extraña de que un norteamericano llegue al apacible saloon y pida un plato de ensaladilla rusa.
El congreso se divierte
Al tercer pase de la pavana, Didney parece convencido de que las cosas van sobre ruedas. El Palacio de Congresos o Ciudad de los Diplomáticos ha entrado en una fase de convivencia tranquila. Si acaso, con algunos pequeños encontronazos domésticos. Sólo volvió la tensión en aquel inolvidable momento en que el excelentísimo Leonid F. Illichyov, viceministro de Asuntos Exteriores y jefe de la delegación soviética, ocupó su puesto en el estrado, probó el agua del vaso de: oradores y pidió que se le sirviera té. Por fortuna, las azafatas del auditorio uno o sala de plenarios, Coro y María Navarro, dijeron: «No hay té, no hay té», y lograron persuadirle de que se resignase al agua mineral. Y fue tenso también el momento en que Evarist Saliba, un fogoso delegado maltés, cuya obsesión natural es la seguridad en este Mediterráneo surcado por la Sexta Flota y por la Rusoflot, estuvo a punto de forcejear con un delegado húngaro. Sin embargo, la distensión ha llegado y se han hecho viejísimos los chistes que siempre se hacían cuando desde los altavoces se reclamaba la presencia del Saliba en alguna parte.
Comienza el cuarto pase de la pavana. De vuelta a la oficina de la Reuter, el incansable Didney se cruza con los que van y vienen. Está claro que las cosas a su alrededor están entrando en un aire apacible y casi rutinario. Los policías secretos de la Operación Vikingo, que garantiza la seguridad de los prohombres, tienen tiempo de hacer cuentas y diabluras para sobrevivir con sus 2.200 pesetas diarias de asignación, porque el actual precio de los hoteles y las comidas exige mucho ingenio. «Algunos hemos tenidos que asociarnos para alquilar un apartamento y para ir tirando». Las chicas elaboran un hit parade, al paso de los oradores hacia el auditorio. «Ceska, Kapelman, Rupérez, o Rupy, como decimos nosotras cariñosamente, Dubinin y Saliba son, por el momento, los cinco principales, pero hasta marzo puede haber muchas variaciones».
Pase de modelos
Pasan los delegados españoles, perfectamente vestidos con sus trajes de lanilla inglesa y sus mocasines sebago, haciendo compañía a los inseparables maletines de cuero y metal; pasan los cuatro monseñores y el reverendo que forman en la delegación de la santa sede, y pasan el príncipe Henri y los dos condes que encabezan la delegación de Liechtenstein.
En la cafetería, la señora Ceska, que acaba de llegar a Madrid, retiene siquiera un segundo más a su marido. «He venido a España porque me he dado cuenta de: que, con la Conferencia, mi marido empezaba a olvidarse de mí. No tengo celos de Otras mujeres, sino de la Conferencia», dice sonriendo. Un segundo después, Franz Ceska, cuyos zapatos claveteados marcan el paso como un último segundero, marcha a. toda velocidad hacia la sala de plenarios. Llega también un delegado canadiense que hace jogging a primera hora en la calle de Bravo Murillo, y la ruta del vino en Cava Baja, de madrugada. En el vestíbulo, Cleopatra Fyta trata de convencer a un periodista de que la belleza no es lo más importante, y le confiesa que cualquier ¿lía escribirá, tal vez mirando al Partenón, un tratado con los elementos sociológicos apreciables en el palacio. Los seis traductores se acomodan en sus cabinas. Todo marcha bien. Sólo algún imponderable puede sacar la conferencia de su ruta. Al final del último tiempo de la pavana, formulan el deseo de que, en el gran saloon de conferencias, nadie se atreva a decir la temida frase: «Ya'v twoyom sluchaye, ñe postupal bi tak, inostrañets», o bien «If I were you, stranger, I wouldn't do it". Es decir, «Yo, en tu lugar, no lo haría, forastero ».
Didney Westland limpia sus lentes en la oficina. En la terraza de un edificio póximo un tirador selecto de la Operación Vikingo aclara el visor de su mira telescópica.
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