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Exigencia y recusación

Desde hace un cierto tiempo, determinadas plumas del otro lado del océano están reclamando nuestra atención, tanto de una manera explícita e inequívoca como por algún método indirecto, a fin de que se adopte la denominación de América Latina o Latinoamérica para referirse a un conjunto de países que hasta ahora, en nuestra lengua, ha soportado un buen número de apelativos ambiguos y, seguramente, incorrectos. Las razones que se aducen para la adopción de ese nombre son muy diversas y, con toda probabilidad, casi todas justas; pero, por justas y variadas que sean, todas ellas me parecen de poca monta ante una primordial: la voluntad de los interesados -los nativos de aquellos países- de elegir el apelativo que mejor les parezca o más les conviene. Todo el mundo tiene derecho a ser llamado como quiera, y si, por lo general, tanto para las personas como para los países, prevalecen los apelativos heredados, ello se debe a que raras son las veces en que se encuentran razones para cambiar una arbitrariedad por otra. Lo arbitrario tiene la enorme fuerza de que no se opone a nada y su carácter -decía Saussure- pone a la lengua al abrigo de toda tentativa de modificación. El uso es el único -título de validez, Y es ese uso, en el caso de la América Latina, lo que se trata de consolidar.En contraste con la provincia de Santander -que contra un uso histórico y extenso unos cuantos hombres (investidos de ese poder político que embriagado de sí mismo se cree que puede administrar hasta la lengua) quieren llamarla por la conchaespinesca Cantabria-, América Latina tiene cómo nombre una historia exígua y puede muy bien competir con sus antagonistas, aunque sean más antiguos. Desde luego, los conceptos de América del Norte, del Centro y del Sur han quedado arrinconados a una clase de geografía para párvulos, tan sólo para saber a qué atenerse a la vista del mapa del continente y poco más. Me parece que Iberoamérica o Hispanoamérica se siguen usando -y probablemente, por abulia- en algunos despachos y departamentos visitados todavía por el espectro de Cervantes, apresuradamente llamado a salvar al equipo imperial en su gira americana, tras el fracaso de Cortés y Pizarro, sus anteriores preparadores. Así, pues, sólo queda América Latina o Latinoamérica en su versión sajona, o bien nada.

Lo de menos es que la denominación la impusieran los americanos del Norte, para quienes América, sin más, es sinónimo de Estados Unidos. Es privilegio de los fuertes, o tal vez de los primeros en llegar a la fortaleza y a la influencia sobre los más débiles, recabar para sí los nombres más contundentes, simples y eficaces. Nunca pudo Constantinopla, tras la segunda capitalidad y antes del cisma, ser llamada Roma, y por supuesto que aquel artificioso Roma de Oriente nunca cundió. Y todo parece indicar que los latinoamericanos, mal que les pese, han de aceptar que el mundo entienda por «americanos» a los yanquies y que, al exigir la adopción universal de un prefijo, en cierto modo, están reconociendo la condición de una hermandad segundona, constituida en oposición aun primogénito todopoderoso.

Por América Latina, nos repiten, se entiende todos los países y pueblos del continente al sur del Río Grande, esto es, desde los mexicanos hasta los fueguinos. Tampoco esa denominación es muy precisa, pues, que yo sepa, a nadie se le ocurre, por ejemplo, extenderla hasta incluir en ella la provincia de Quebec. Pero, de todas maneras, resulta la menos imperfecta. No es una denominación con un fuerte aval geográfico, mientras el Río Grande no crezca; no es política, mientras no se homogeinicen los países del área, al menos hasta aproximar regímenes tan polarmente opuestos como Chile, Cuba o Belize; no es lingüística ni cultural y menos lo será en el futuro; no es económica y, por último, no es histórica. Al Río Grande le ha tocado en suerte ser investido como una superfrontera elegida por una hermandad que se define por su oposición a Estados Unidos. Así que esa oposición es el primer vínculo de unión de los países que forman la América Latina.

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El afán por una apelación universal no puede dejar de tener un trasfondo. Hace cuarenta años esa apelación no preocupaba a nadie; si entonces se conformaban con ser argentinos o colombianos, hoy, sin abandonar su condición nacional, parecen reclamar otra condición supranacional que les otorgue un reconocimiento y una voz a la que no pueden aspirar si se mantienen inscritos en sus límites fronterizos. En un reciente artículo, Gabriel García Márquez, atribulado por la victoria de ese Reagan que puede convertir la Casa Blanca en un «funeral home», repleta de postizos, protésicos y despojos, se quejaba de la nula atención que el presidente electo ha prestado, en sus programas de política internacional, a la América Latina. Y con toda la razón. Pero, ¿se habría atrevido a reclamarla para Colombia? Lo cual quiere decir que considera a la América Latina como merecedora de una política de conjunto, cosa impensable para Europa, Asia o Africa. Y más aún: que esa política, saltando por encima de todas las diferencias de todo orden que median entre los países al sur del Río Grande, no sólo se dirija al vínculo común que los une, sino que tal solicitación sea para reforzarlo, nunca para debilitarlo, pues de su robustecimiento depende, en buena medida, el progreso de la América Latina. Por consiguiente, si todo el razonamiento anterior no hace agua, lo que García Márquez está pidiendo al presidente electo de Estados Unidos es que incremente la oposición de su país hacia Latinoamérica; lo cual -todo parece indicarlo- nadie podrá hacerlo mejor que ese vaquero de repostería.

Todo apunta a que en la América Latina está naciendo un nuevo patriotismo, el patriotismo latinoamericano, naturalmente, al que tan poderosamente ha contribuido una narrativa con sello propio y caracteres de oleada, cualquiera que sea el estado actual de la marea. Está ocurriendo allí -y ahora me refiero tan sólo a un fenómeno limitado a los portavoces del alma colectiva- algo perfectamente opuesto a lo que pasa en España por obra de unos cuantos resentimientos. Si allí, con tenacidad y pulso, se está tratando de dar vida (y dar el nombre es dar la vida, decía el Eclesiastés) a un ente supranacional que sea capaz de ampliar hacia el futuro los límites inmanentes que padece toda nación tal cual es, aquí se ha tratado de borrar del léxico un nombre que para algunos ha dado todo lo que tenía que dar y ya no sirve sino para mermar la vitalidad de otros que latían bajo su férula, en una existencia -Por así decirlo- subsidiaria. Entre la gente de España más atolondrada, resentida e intratable se cuentan aquellos que han querido suprimir su nombre, tanto en el lenguaje oficial como en el popular, para sustituirlo por una locución. Desde luego que no han leído a Saussure, por suponer que han leído algo. Pues, ¿para qué sustituir un nombre con tan extenso uso? ¿Para llamar a lo nombrado de otra manera cuando la sustitución, precisamente, demuestra la necesidad de ese nombre? Cuando oigo decir algo así como «los pueblos que integran el Estado español», se me cae la cara de vergüenza ajeria: de esas siete palabras que intentan sustituir a una, solamente «español» es específicamente calificativo y hay que esperar su llegada en última posición para saber lo que la frase quiere decir. Pero «español», como todo derivado, no tiene sentido sin España.

Nada como un contraste externo para aglutinar un nombre propio. El primer motor espiritual de esa América Latina será su contraste con Estados Unidos; entiéndase, ese contraste ha cambiado con el tiempo. Supongo que, todavía no hace muchos años, una gran mayoría de americanos, de todo el continente, aspiraban a ser como sus herrnanos del Norte, por ser más poderosos e influyentes, por ser más ricos y armónicos, por ser los creadores de tantos modelos y encarriadores de tantos mitos de nuestro siglo. El mismo progreso tenía un modelo, no hace ni siquiera. cuarenta años. Los propios yanquies se han encargado de desmantelarlo; fuera de Estados Unidos nadie quiere ya ser corrio un americano, excepto algún que otro empresario y Antonio Garrigues. Pero el progreso -que en aquel país ha sido de tal índole que está limitado a los avances de la tecnología, y en sus dimensiones más estimulantes casi detenido- no dejará de ser una radical aspiración tanto para América Latina cuanto para España, que tendrán que buscárselo cada cual a su manera. Según numerosos portavoces, en América Latina despunta una clara conciencia de la necesidad de una transición y avance hacia una condición más igualitaria, que no sólo de alguna forma homologue a todos los países al sur del Río Grande, sino que homogeinice a tantos pueblos que hoy bien pueden presumir de formar el conjunto más heterógeneo del planeta. De que ese progreso no se debe dejar conducir por el modelo yanqui, es buena prueba la pretensión de un nombre común. Ese nombre ya lo tiene España, y, además, si no me equivoco mucho, también un modelo que le apetece bastante igualar. Pero, para incrementar el contraste y a causa de un cúmulo de circunstancias, los españoles han pasado y están pasando por un momento de desvarío, timbrado por la pretensión a lieterogeneizarse y marcar las diferencias. Si esa pretension es menos fuerte que el afán de progreso y los atractivos de una vida tanto mejor cuanto más compleja, a la postre no servirá de nada. Se tratará tan sólo de una ventolera.

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