Algunas reflexiones sobre los gobernadores generales
La ruidosa polémica, todavía no zanjada, sobre el reciente decreto de 10 de octubre, por el que se regulan los delegados del Gobierno en las comunidades autónomas, se ha polarizado, como tantas veces sucede, en torno a dos puntos no esenciales del problema, con olvido de sus aspectos sustanciales.Se ha discutido, en efecto, fundamentalmente, la denominación que el decreto da a dichos delegados, así como la precedencia que les corresponde en los actos oficiales que se celebran en los respectivos territorios. Ambas cuestiones son, en mi opinión, triviales.
Que los delegados del Gobierno previstos por la Constitución en las comunidades autónomas se llamen así o se denominen gobernadores generales resulta. intrascendente, ya que lo importante de una institución no es su nombre, sino su régimen, los poderes que ejerce, las funciones; que cumple, los fines a que sirve, Dicho esto, hay que afirmar que: la denominación no es del todo afortunada, aunque tenga una. cierta tradición en la organización de nuestra administración. periférica. El propio Gobierno ha venido implícitamente a reconocerlo al corregir (¡por dos veces!) las erratas padecidas al publicar en el Boletín Oficial del Estado el texto del decreto, que en su primera versión llamaba por derivación gobiernos generales en las comunidades autónomas a los órganos de apoyo de los gobernadores generales. Lo cual resultaba, no sólo desafortunado, sino también de dudosa constitucionalidad, pues en las comunidades autónomas el gobierno corresponde, según la Constitución, a un consejo dependiente de la respectiva asamblea legislativa, por lo que la mención de otro gobierno general, como hacía el decreto antes de su corrección, era de todo punto improcedente.
El problema de la precedencia es también menor y se ha creado innecesariamente. El decreto atribuye al presidente del consejo de gobierno de la comunidad autónoma precedencia sobre el gobernador general, que a su vez la tiene sobre cualquier otra autoridad con jurisdicción en el ámbito de la comunidad. Sin embargo, al hacerlo subraya que ello es así en cuanto que a dicho presidente le corresponde la representación ordinaria del Estado, omitiendo que, de acuerdo con la Constitución, ostenta también, y antes que la anterior, la suprema representación de la respectiva comunidad. Con esta aclaración, que el texto del propio decreto facilita al remitirse a la Constitución, el problema protocolario surgido entre el gobernador general de Cataluña y el presidente de la asamblea legislativa de la Generalidad no se hubiera, probablemente, planteado.
En contraste con el interés mostrado respecto de ambas cuestiones, ha pasado, sin embargo, completamente inadvertida la significación que el decreto atribuye a la figura del gobernador general, situado en el mismo centro de las relaciones entre el poder central y las autonomías territoriales.
Separación de poderes y responsabilidades
Sabido es que nuestra Constitución primero, y a su imagen y semejanza los estatutos vasco y catalán despues, sancionan formalmente el principio de separación de poderes y de responsabilidades del Estado y de las comunidades autónomas como mecanismo de ordenación de dichas relaciones. A ello responde la técnica de atribuir competencias exclusivas a uno y a otras sobre determinadas materias, como instrumento de reserva de poderes plenos respecto de las mismas. Sirvan de ejemplo de esta técnica el artículo 149 de la Constitución («el Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias ... ») y los artículos 9 y 10, respectivamente, de los estatutos catalán y vasco, que atribuyen a estas comunidades autonómicas competencias también calificadas de exclusivas en relación con las materias que enumeran.
Sin embargo, como recientemente se ha puesto de relieve, ni los sistemas federales y regionales hoy vigentes en el mundo occidental siguen esa corriente, sino precisamente la contraria, la que sustituye la separación y la independencia por la cooperación y la interdependencia, ni faltan en nuestra Constitución, si se supera la interpretación simplemente gramatical de sus disposiciones, argumentos concluyentes en favor de la segunda orientación. Son varios, en efecto, los preceptos constitucionales que establecen zonas competenciales comunes, cuyo ejercicio por el Estado y las comunidades autónomas sólo es posible en base a un principio de mutua colaboración. El propio artículo 149 de la Constitución reconoce que el Estado comparte con dichas comunidades la competencia sobre materias tan importantes como la legislación civil y procesal, la ordenación de crédito, la banca y los seguros, la planificación de la actividad económica, la sanidad, la seguridad social, el régimen jurídico de las Administraciones públicas y de los funcionarios, el procedimiento administrativo, la pesca marítima, las comunicaciones, el régimen y concesión de los aprovechamientos hidráulicos y la autorización de instalaciones eléctricas, la protección del medio ambiente, la legislación sobre montes, el régimen de las obras públicas, el minero y el energético, el de la Prensa, radio, televisión y, en general, de todos los medios de comunicación social, la seguridad pública y, en fin, la regulación del derecho a la educación y de la libertad de enseñanza. Y lo mismo cabe decir de los artículos 9 y 10 de los estatutos catalán y vasco, que al enumerar las materias de su (aparente) exclusiva competencia lo hacen dejando siempre a salvo las facultades que al Estado correspondan, lo que evidencia el carácter conjunto o compartido que realmente tiene el ejercicio de dichas competencias.
Pues bien, el decreto de 10 de octubre, después de conferir a los gobernadores generales autoridad sobre todos los órganos de la Administración civil del Estado en el territorio de la comunidad, les convierte en el instrumento fundamental para hacer posible esa concepción cooperativa del Estado autonómico, atribuyéndoles la función de «mantener las necesarias relaciones de cooperación entre la Administración del Estado y la de la comunidad autónoma, especialmente en los supuestos de competencias conjuntas o compartidas».
Unidad de acción
En cuanto superior autoridad de la Administración civil del Estado en el territorio autonómico, los gobernadores generales dirigen, impulsan, coordinan e inspeccionan los servicios y organismos autónomos correspondientes. El decreto pone especial énfasis en esta función con el fin de lograr la unidad de acción y la máxima eficacia posible en el desarrollo de la actividad administrativa, evitando así las contradicciones, superposiciones y disfuncionalidades, que son defectos endémicos de nuestra vieja Administración.
Por otra parte, como responsables de las relaciones de cooperación entre la Administración del Estado y la de las comunidades autónomas, el decreto encomienda a los gobernadores generales el cometido de coordinar las acciones respectivas en los términos previstos en la Constitución y en los estatutos de autonomía. Ello significa, ante todo, reconocer que la articulación entre el poder central y las autonomías no puede hacerse separando rígidamente los ámbitos respectivos, concebidos como reductos exentos de toda otra participación, sino por la vía de su recíproca integración. La circunstancia de que el decreto, al igual que el artículo 154 de la Constitución, utilice un término ciertamente equívoco, como «coordinación», para describir esa acción de cooperación que los gobernadores generales han de cumplir respecto de las comunidades autónomas en las materias de competencia compartida, es una cuestión que carece en sí misma de trascendencia y que, desde luego, en nada puede afectar a la constitucionalidad de la norma.
Por lo demás, las técnicas de colaboración son especialmente necesarias en el orden económico, cuya unidad debe mantenerse por imperativo constitucional y como exigencia derivada de su propia naturaleza. No debe extrañar, por ello, que el decreto reitere la necesidad especial de cooperación en las materias que atañen a la ordenación general de la economía, cuya fragmentación en tantas partes estancas cuantas comunidades autónomas puedan constituirse es una tentación tan irresponsable como suicida. En este campo sólo quedan expresamente exceptuadas de la órbita de los gobernadores generales las materias relacionadas con la financiación de las comunidades autónomas, en las que la coordinación de estas últimas con la Hacienda pública estatal se realizará de conformidad con la Ley Orgánica de 22 de septiembre.
Por último, el decreto otorga a los gobernadores generales el papel de garantes de la unidad del Estado, sin la que ningún tipo de federalismos o autonomismos puede tener sentido.
A este importantísimo objetivo responden, por un lado, las funciones que el decreto les confiere de proposición al Gobierno de interposición del recurso de inconstitucionalidad contra las leyes, disposiciones y resoluciones de las comunidades autónomas, de promoción del ejercicio de los recursos y las acciones legales que procedan contra los acuerdos y las disposiciones reglamentarias de dichas comunidades y, en fin, de información al Gobierno para que éste pueda hacer uso de la excepcionalísima facultad que le confiere el artículo 155 de la Constitución. En los tres casos se trata de que el ejercicio por las comunidades autónomas de sus poderes y competencias se lleve a efecto dejando a salvo siempre la vigencia de la Constitución y de los valores superiores a los que esta sirve,
El mismo fin persigue también la atribución a los gobernadores generales de la facultad de «adoptar las medidas oportunas para preservar el principio de igualdad y proteger el ejercicio de los derechos y libertades públicas de los españoles reconocidos en la Constitución y en las leyes». La igualdad de derechos y libertades de todos los españoles y la proscripción de toda discriminación son garantía inexcusable de la unidad del Estado, y sólo a partir de esta unidad, y no a costa de ella, reconoce y garantiza la Constitución el derecho a la autonomía.
En conclusión, el decreto por el que se regulan los gobernadores generales opta por el único camino racional y realista para la construcción de un moderno Estado autonómico.
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