El PSOE y la señora Simpson
TRAS LA serpiente de verano de la defenestración de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, el culebrón del otoño es el Gobierno de coalición con UCD, insinuado, propuesto o exigido por sectores del PSOE. Lo inequívoco de algunas declaraciones de sus líderes sobre la oportunidad de que dicho Gabinete de coalición se lleve a cabo está exigiendo ya que el comité federal del partido, su comisión ejecutiva y su secretario general clarifiquen ante la opinión pública sus actitudes al respecto y determinen con precisión cuál es la posición que les compromete oficialmente. En concreto, Felipe González -acaso la más prometedora figura política de las izquierdas que nos ha deparado la democracia- no debiera caer en la tentación de dar sus propios pasos demasiado aprisa. Sus móviles éticos son indiscutibles, pero sus recientes urgencias políticas pueden llevarle al error.Durante los últimos días, el desconcierto en torno a este supuesto Gobierno de coalición al que pretenderían incorporarse a corto plazo los socialistas ha crecido de tal forma que resulta ya casi inadmisible mantener por más tiempo oculta la solución del acertijo. Las sensatas opiniones expresadas ayer por Alfonso Guerra, quien ha venido defendiendo de forma consecuente la inconveniencia de que el PSOE entrara en el Gobierno por la puerta falsa y sin una previa consulta a los electores, no privan, sin embargo, de fuerza a las apuestas en favor de esa opción expresadas por otros dirigentes socialistas. Las declaraciones de Felipe González a apropósito de un eventual Gobierno de coalición con UCD han sido tan abundantes en matices, que ni los mejores expertos en descifrar mensajes codificados podrían extraer una conclusión inequívoca.
Con independencia de que el PSOE deje de jugar a la señora Simpson y muestra a las claras sus intenciones sobre sus esponsales con UCD, conviene adelantar que el programa de cinco puntos, avanzado por los socialistas, sobre el que podría basarse ese hipotético matrimonio de poder con los centristas, es tan vago e impreciso que, difícilmente podría pasar un benévolo examen.
Para la construcción del Estado de autonomías -uno de los acuerdos necesarios que los socialistas señalan- están las Cortes Generales, a quienes el respeto debido a la Constitución exigiría la modificación del Título VIII y prohibiría actos tan evidentemente inconstitucioriales como los que se están perpetrando para eludir esa seguramente inevitable reforma constitucional. Los buenos propósitos de planear una política exterior de Estado deberían ir precedidos, igualmente, de un debate parlamentario para establecer cuál es ese máximo común divisor de los programas centrista y socialista. Respecto a la lucha contrael paro, la insistencia de los socialistas en el endeudamiento exterior como fórmula mágica para salir de la crisis es contemplada con profunda y justificada desconfianza por un buen número de expertos.
La suposición de los socialistas de que su eventual entrada en el Gobierno sería decisiva para la erradicación del terrorismo no tiene, clesgraciadamente, más fundamento que los buenos deseos. En las elecciones de junio de 1977, el PSOE logró una posición hegemónica en el País Vasco que luego se erosionó dramáticamente debido a su incapacidad para traclucir en influencia política, en implantación social y en eficacia organizativa su triunfo ante las urnas. Los socialistas desaprovecharon hace tres años una oportunidad hisiórica para contribuir a la pacificación de Euskadi, y es incomprensible que presenten ahora su coalición en el Gobierno con los centristas, que despertaría enormes suspicacias y recelos del PNV, como una garantía para conseguir ese objetivo. En cualquier caso parece inexcusable que los socialistas sean más explícitos acerca de su estrategia antiterrorista y de su programa para frenar las corrientes involucionistas aplicando, llegado el caso, medidas de excepción.
El motivo decisivo para esa oferta, exigencia o deseo socialista de entrar en el Gobierno, menos de dos meses después de que Suárez Iograra apuradamente que el Congreso le ratificara su confianza, sería la situación de emergencia por la que atraviesa el país y los peligros que amenazan al sistema democrático. Santiago Carrillo se ganó más de un rapapolvo de los socialistas por su insistencia, durante el período constituyente, en proponer un Gobierno de concentración como remedio preventivo de un supuesto golpe de Estado. Ahora los socialistas hacen suyo ese temor y también, aunque con una variante que excluye al PCE, esa receta. La conocida fábula del pastor, que de tanto simular a gritos la presencia del lobo hace que nadie te crea cuando la amenaza se convierte en realidad, tal vez pueda aplicarse en el futuro a nuestra vida pública.
Los socialistas tuvieron la oportunidad -y quién sabe si el deber-, tras las elecciones de junio de 1977, de exigir su entrada por la puerta grande en un Gobierno constituyente, con la fuerza de su elevada votación y con el argumento de que la construcción de las paredes maestras del Estado democrático hacía indispensable su participación en el poder ejecutivo. No lo hicieron. En los comicios de marzo de 1979, normalizada ya la vida pública española, no lograron desbancar en las urnas al Gobierno. En las elecciones de marzo de 1980 en el País Vasco y Cataluña, los socialistas sufrieron un fuerte revés en las urnas. En mayo de 1980, su imaginativa y audaz maniobra parlamentaria del voto de censura no pudo desembocar, sin embargo, en una alternativa de gobierno. No terminan, así pues, de verse las razones, como no sean motivaciones alimentadas por el deseo de llegar cuanto antes al poder, por las que los socialistas puedan ahora pretender o exigir su entrada en el Gobierno por la puerta falsa de las maniobras extraparlamentarias, incluidos documentos firmados por altos mandos militares.
Marzo de 1983 no está tan lejos. Como ha dicho Alfonso Guerra, cualquier nueva mayoría con participación socialista debe salir de las urnas. Ganar las elecciones o acortar al menos distancias respecto a UCD parece la única vía para que los socialistas lleguen al Gobierno sin deteriorar irreparablemente no sólo su propio prestigio, sino también el de las instituciones democráticas. Una real política de oposición, una alternativa posible a los fracasos de UCD, un rayo de esperanza y no una petición de mano al poder es lo que la sociedad española espera de un partido que merece mejor imagen y tratamiento que el que algunos de sus líderes le están proporcionando últimamente.
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