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Tribuna
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La barbarie del especialismo

Ortega atinó en cosas muy trascendentes. Cosas que ahí están, en sus textos. Quizá las más significativas se encuentren como agazapadas, como encubiertas por la luminaria de su estilo, en frases de poca apariencia, pero de potencial y fuerte carga discursiva. Vayamos, si no, a uno de sus libros principales. Vayamos a La rebelión de las masas, obra toda ella empapada de energía profética -empezando por el título, hoy convertido en eslogan-. Título que sirve, justo por su universal uso indiscriminado, para reafirmar la masificación intelectual del individuo.Pero encaminémonos a lo que interesa. Uno de los capítulos del libro ostenta este encabezamiento: «La barbarie del especialismo». ¿Qué se sostiene en él? Sencillamente esto. El hombre de ciencia actual es el prototipo del hombre-masa. Las ciencias físicas y biológicas van suscitando cada vez más la especialización. La ciencia experimental ha ido progresando gracias «al trabajo de hombres fabulosamente mediocres, y aun menos que mediocres». De ahí un hecho notorio: «el especialista sabe muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto ». Y como se siente satisfecho «dentro de su limitación, esta misma sensación íntima de dominio y valía le llevará a querer predominar fuera de su especialidad».

Aquí asoma la certera veta del profetismo orteguiano. El científico aspira a ofrecer no una vista discreta de aquello sobre lo que trabaja, sino una panorámica del universo en el que su mínima propiedad asienta. Surgen los científicos «filósofos», los divagadores, los superentendidos. ¿Se desea un ejemplo? No hace muchos años, un gran alergólogo, Urbach, publicó una obra espléndida sobre las enfermedades alérgicas. En el prólogo escribió esto: «La alergia -fijémonos bien, la alergia- es una nueva concepción médica del mundo». Nada más y nada menos.

Naturalmente que con esto no queda colmada la condición profética del texto de Ortega. Lo principal viene después. Al pensador le parecen bien las profundizaciones de tipo general que la ciencia necesita en determinados momentos para subsistir y para renovar su aparato conceptual. Mas para ello será menester que el científico se apoye seriamente en la filosofía, o bien que sepa «escucharla», que la tenga en cuenta y que la respete. Que deje al hombre de pensamiento puro la encomienda de la generalización y la interpre.tación universales. El hombre de laboratorio aporta sus datos. El filósofo los ordena en su amplia retícula personal. O deja que el primero la construya, pero siempre con el rigor de ideas que la filosofía exige y necesita. Newton no sabía demasiada filosofía. Einstein necesitó -según el propio Ortega- «saturarse de Kant y Mach ». Ellos le agilizaron, le liberaron la mente y le dejaron «la vía franca para su innovación». En una palabra -añado yo- lo desespecializaron.

Pues bien, en este instante de su pensar, Ortega nos dice algo sumamente agudo, sumamente veraz, a saber, que la física está entrando en la crisis más seria de su historia y que «sólo podrá salvarla una nueva enciclopedia más sistemática que la primera». Si no es así, el especialismo no podrá avanzar. El especialismo precisa de nuevas concepciones generales, de nuevas ideas, en el sentido más riguroso del vocablo idea. O quedará estancado.

Pues bien, esto se escribía en 1930, es decir, en pleno florecimiento y auge de la investigación científica. En el momento en que predominaba la humildad positiva ante los hechos reales y la aceptación de lo que esos hechos forzaban a admitir sin buscar en ellos otras significaciones que las de su propia textura, a veces poco entendible. Era la época de la resignación epistemológica de los científicos (Einstein, Jeans, Dirac, etcétera), a la que seguiría la búsqueda de los fundamentos, la búsqueda de la realidad verdadera con la que la fisica opera, o de la realidad última que se oculta tras las perforaciones de esa misma física. Heisenberg publica en 1952 un trabajo con este sintomático título: «Positivismo, metafísica y religión ». En 1971, otro gran físico, Carl Friedrich von Weizsácker, confiesa abiertamente que no habría podido entender la teoría cuántica si antes no hubiera eritendido a Platón. En la astrofisica, los «agujeros negros» llevan de la mano a los cintíficos hacia los dominios de la metafísica. Otro tanto podría decirse de la biología. Adolf Portmann puede servir aquí de señal. O Tinbergen, o Brecher, o Von Holst, o Henderson, etcétera.

En realidad, dicen unos y otros, todo son «modelos». Con ellos opera la física. Pero estos modelos resultan, a su vez, mitos. Mitos cuya disección los sabios practican ceñidamente. Para quedarse, en último término, con su dimensión de metáforas. En otros términos, con su dimensión de intentos de expresar lo inexpresable. La «realidad velada», la «realidad lejana», la «objetividad débil» y la «objetividad fuerte» son, entre otros muchos, los síntomas de una inquisición que va más allá de lo estrechamente positivo. La metafísica del mundo. La inquisición de la cosa en sí.

Hegel combatía la matematización de toda la realidad. Y se opuso a la concepción newtoniana del tiempo. Ahora, los nuevos físicos tratan de hacer posible una concepción que sea capaz de abrir el mundo a su interpretación universal y, al tiempo, les deje el campo libre para sus metódicas de pesquisa positiva. «Conciencia de los límites, pero no resignación ante esos límites. En definitiva, ansia de construir la "nueva enciclopedia" que Ortega anunciaba hace cincuenta años». No es mala profecía. No es pequeña profecía. Sobre todo si se contempla en sus entresijos mentales, pues no nació de una vaga intuición -ni tampoco únicamente de un conocimiento detallado de lo que por aquellos tiempos acontecía en la física-. Esos conocimientos eran indudables. Pero no era Ortega el único que los poseía. Muchas otras cabezas europeas manejaban con igual destreza los datos concretos y estaban al tanto de sus últimas consecuencias. Pero Ortega tenía una virtud muy específica. ¿Cuál?

Sencillamente, la de su extraordinaria sensibilidad cultural. Ortega siempre fue un poderoso resonador de lo que ocurría fuera de las fronteras de sus propios saberes. Pienso que esa sensibilidad no ha sido estudiada como se merece. Algún día alguien tendrá que hacerlo. Esa sensibilidad cultural estaba al servicio de unas ideas generales bien maduradas y diáfanamente expuestas. El foco intelectual de Ortega iluminaba estratos del saber que ni siquiera sus cultivadores habían sospechado. C. F. von Wiezsäcker decía que es más fácil hacer ciencia que entenderla. Ortega no hacía ciencia, claro está. Pero la entendía. La entendía de raíz, porque se colocaba ante ella pertrechado con un andamiaje conceptual nuevo, sugeridor y abierto. Y desde esa atalaya emitía, con sus diagnósticos, sus profecías esenciales. Ahí quedan.

Hay ocasiones en que algo puede entenderse con total claridad -ha escrito Heisenberg- y, sin embargo, sólo puede hablarse de ello mediante imágenes y metáforas. Por ahí anda hoy la física. Y la biología. Ortega lo advirtió en su tiempo. Pero sus, advertencias venían arroipadas en brillantes imágenes y en deslumbradoras metáforas. Nos parecía aquello una excelsa literatura, pero no otra cosa. Ahora comenzamos a comprender que allí había algo más. En España -solía decir el filósofó-, para convencer, es necesario seducir. Así sedujo él con sus prosas. Y en la seducción se quedó la ingente obra. Nadie quiso ver otra cosa. La efectividad del pensamiento orteguiano, su vigencia, va surgiendo poco a poco del seno estético en que yacía como hipnotizada. Bueno es dedicarle nueva atención. Porque Ortega nos sembró un camino y nos lo hizo transitable. Incluso nos aleccionó sobre sus peligros, sobre sus recovecos, sobre los falsos atajos, hoy tan en boga. Por eso es pensamiento vivo.

Dejemos a un lado lo demás. Lo demás, esto es, los reparos, las salvedades, los recortes críticos a posteriori. Los fáciles desdenes. En una palabra, dejemos a un lado la cicatería hispana. Esa desabrida tendencia a arañar en la obra ilustre para restarle una mínimacorteza de valor, a ver si de ese modo concluye por desmoronarse.

La cicatería hispana. Por desgracia, una constante histórica.

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