Una feria otoñal
A LA Feria del Libro instalada en el parque del Retiro y en algunas barriadas madrileñas no le está confiriendo su triste carácter otoñal la estación en que se celebra -más calurosa este año que muchas primaveras-, sino la orientación dada por la Delegación de Cultura del Ayuntamiento y por ese fenómeno de ventriloquia corporativista que es el INLE, a la vez entidad estatal y representante de editores y libreros ante la Administración Pública.La idea misma de convocar un «certamen local» del libro limitado « exclusivamente » a firmas «domiciliadas en Madrid» denuncia el ambiente de particularismo espeso en que ha nacido la iniciativa. En un momento en el que la industria editorial en lengua castellana aspira a un mercado común que cubra España y Latinoamérica, los responsables culturales de nuestro municipio prohiben participar en la feria a editores o libreros barce loneses, bilbaínos o sevillanos.
Por lo demás, el tono melancólico de este certamen contrasta vivamente con las habituales aglomeraciones en el paseo de Coches, a finales de mayo y comienzos de junio, producidas por la Feria Nacional del Libro. El único elemento común de las dos convocatorias ha sido que ambas han servido de escenario para el replanteamiento del tema de la libertad de expresión a propósito del injustamente célebre Libro rojo del cole, abocado a la fama no por sus ínexistentes méritos intrínsecos, sino por la persistencia exterior en convertirlo en fruto prohibido. En esta ocasión no se ha producido, afortunadamente, ningún allanamiento policial de las casetas, pero sí una razia de la ultraderecha contra el editor de esa inocente piedra de escándalo. En este contexto, el nombramiento como director general del Libro, y también de Cine, del antiguo presidente jefe de servicios del Consejo Superior de Protección de Menores despierta en algunos la sospecha de que la anterior experiencia administrativa del nuevo titular del cargo -a quien se confla las dos parcelas más importantes de nuestra industria cultural- haya podido, tal vez, influir decisivamente en su designación.
La ausencia de novedades, inevitable y previsible consecuencia de la preocupación de los editores y libreros por los textos al comenzar el curso escolar, la repetición ad nauseam de los mismos títulos en la mayoría de las casetas, la proliferación de vendedores de obras a plazos y la falta de especialización temática de las casetas contribuyen a privar de interés cultural al certamen y a convertirlo tan sólo en una forma institucionalizada de venta callejera y en un cómodo lugar de cita con sus clientes de los agentes que trabajanpuerta apuerta. Como decía Juan de Mairena, entre hacer las cosas bien o hacerlas mal existe la posibilidad de no hacerlas. Porque certámenes tan desangelados, repetitivos y aburridos como la otoñal feria organizada por el ayuntamiento madrileño constituyen seguramente el más eficaz mecanismo disuasorio para conseguir nuevos lectores.
Se diría que, tanto para la Administración central como para la Administración local, los problemas del libro se resuelven con estos remedos de la feria de la vendimia o de la flor, ocasión para que las autoridades inauguren un certamen y repitan año tras año idénticos discursos y declaraciones. Sin duda, las ferias del libro, no discriminadas, desde luego, por el empadronamiento municipal, podrían ser algo más que taparrabos vistosos de la desnudez cultural de nuestra vida política. Pero para lograrlo sería necesario renovar sus planteamientos, mejorar su organización y cambiar su diseño.
La industria del libro en España es, en la década de los ochenta, algo muy distinto de lo que era en 1933, cuando se celebró la primera Feria Nacional del Libro, tanto en cantidad y calidad de títulos publicados corno en implicaciones relacionadas con el comercio exterior y con la creación de puestos de trabajo. Sin embargo, los apoyos institucionales siguen siendo tan vergonzantes como esas 350.000 pesetas que la Diputación de Madrid, patrocinadora del Certamen del Libro de Otoño, ha destinado como subvención para esta feria. Por lo demás, los libros no pueden ser sacados a la calle en abigarrados lotes y confusas mezcolanzas, decenas de veces repetidas de caseta en caseta. Al visitante le puede interesar contemplar la producción de una editorial en su conjunto, pero también le pueden atraer ofertas monográficas -en géneros literarios, disciplinas científicas o temas de actualidad- que reúnan los títulos que versen sobre esas materias. Y, de añadidura, las ferias del libro tendrían que estar rodeadas por un círculo protector de actos culturales, conferencias, mesas redondas y exposiciones que, con la ayuda de la televisión y de los mediosde comunicación, sirvieran como resonadores de un acontecimiento que no trata sólo de mejorar las cifras de ventas de editores y libreros, sino, fundamentalmente, de propiciar el interés de la sociedad española por la cultura escrita.
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