La noche más feliz de Raphael
Recital conmemorativo de veinte años de canciones
Celebra Raphael su vigésimo aniversario como cantante en el madrileño teatro Monumental. Escenario al desnudo: estructura metálica, luces aisladas de colores y cálida penumbra. Tras una larga espera, él abre el gran paréntesis. Y él lo cierra. Todo lo demás -músicos, coros, bailarines, efectos especiales- es un monte de orégano sin fuego, donde él, el Niño, libra y gana su solitaria, desmedida y personal batalla.
Solitario, enlutado, manos en jarras, se funde hacia adelante. Saluda, se inclina, viene de muy lejos, forma cruz con sus brazos, balancea sonrisas, amanece en la noche y escucha una ovación que inunda de estupor la memoria sin grietas del teatro. Raphael -él así lo proclama- vino sólo a este mundo para cantar. A su manera, señores, a su manera. Herencia de un laurel siempre verde, pese a la dura marcha, se promete su noche más feliz tan sólo con decir: «Aquí estoy». Ahí está: celebrando su vigésimo aniversario, con los ojos en celo, fiel a todas las cosas que le reprochan, arrebatado e inocente.Parece un párpado de niño en mitad de una jaula de serpientes: No me comprendo. Parece la apariencia del límite: Amor, adiós. Parece un chulo triunfal: El año entrante. Parece nieve derretida: Se fue. Parece blanca flecha que atraviesa un reflejo: El indio. Parece que fue ayer: Te voy a contar mi vida. Y, puño sobre puño, aparece el remanso lejano: Inmensidad. O un muro azul que se desploma, que se despluma: «Viejas cicatrices / que dejó el ayer ... ». Su conciencia: de espaldas, sentado junto a un atril de plástico transparente, mostrando que no existe la apariencia, huésped de aquella vieja melodía. Su mensaje lo enseña: «Quiero que me quieran, sí». Aunque no sea perfecto, aunque toque el tambor d-e hojalata, aunque vuele en sueños de nácar o aproxime las manos a la bragueta para seguir el ritmo carnavalesco de la negra María.La hora suprema de la cosecha llega con Como yo te amo. Es una apoteosis sin precedentes. El público se levanta, aplaude, chilla, vitorea. Rapliael gime y llora. Apaciguado a duras penas el auditorio, el cantante pasa de Brel a los aplausos, a las carcajadas, al enloquecimiento, a las muecas sollozantes, a los lamentos de trompeta. El público, otra vez, en pie. Raphael, de rodillas.
En la segunda parte, Raphael reaparece a la manera de Eldorado, baila, evoca Payaso en camiseta negra, resiste el oleaje de Hair, enloquece de nuevo con La noche, aborda una irrisoria canción -que pudo ser parodiá de cantautores comprometidos-, atraviesa el olvido, osa exclamar -en plan castigador-: «Qué duro ser tan duro», revolotea con el gavilán y dedica el espectáculo a un obrero que se accidentó la víspera del estreno.
Recuerda, en fin, que él es aquél. Es decir, el mejor en su género. El es el espectáculo. Y no necesitaba aguar el fin de fiesta con Jesucristo Superstar, colgado cual murciélago de una cruz-trapecio, rodeado de romanos televisivos pasados por lejía para merecer el diluvio de flores que su público le arrojó. Pero, haga lo que haga, siempre quedará a flote, más allá de toda miopía progresista, la desmesura invencible de un auténtico profesional.
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