José María Gil-Robles
EL FALLECIMIENTO de José María Gil-Robles, a los 82 años de edad, dejará quizá indiferentes a las jóvenes generaciones, pero suscitará un incontenible flujo de recuerdos y emociones en los españoles que participaron en la vida pública española durante la década de los treinta o pertenecieron a los grupos minoritarios que trataron de buscar una alternativa democrática y moderada al régimen de Franco tras la derrota del Eje.Durante el período republicano, la figura del que fue líder de la CEDA, una alianza de partidos de la derecha conservadora, desempeñó uno de los papeles protagonistas en el escenario político español. Diputado a las Cortes Constituyentes de 1931, el triunfo electoral de la CEDA y del radicalismo lerrouxista puso en manos de Gil-Robles el poder, pero no la jefatura del Gobierno. El temor de la izquierda a que el líder de Acción Popular fuera la versión española del canciller Dollfuss, el político católico que arrasó con las instituciones democráticas en Austria, lesionó tan gravemente su imagen democrática que el anuncio de la entrada en el Gobierno de hombres de la CEDA fue replicado por el movimiento insurreccional de octubre de 1934. Ministro de la Guerra en mayo de 1935, con el general Franco de jefe del Estado Mayor, la victoria del Frente Popular en febrero de 1936, el acceso al Gobierno de los republicanos, apoyados parlamentariamente por los socialistas, dejó sin espacio político a Gil-Robles. La insurrección militar del 18 de julio, pese al apoyo civil, previo o posterior, de los antiguos dirigentes y cuadros de la CEDA, condenó a Gil-Robles al exilio. El proyecto de Franco de convertirse en el caudillo de un Estado de corte fascista era incompatible con la presencia en España de un político como Gil-Robles, que ya había merecido el apelativo de jefe. El título de un libro de memorias de José María Gil-Robles -No fue posible la paz- resume a la perfección el balance que el líder democristiano realizó por su cuenta, de sus responsabilidades personales y políticas respecto al proceso de deterioro de las instituciones democráticas republicanas y la insurrección militar que desencadenó la guerra civil. Sea cual sea el juicio definitivo de los historiadores sobre este punto, es indudable que José María Gil-Robles luchó en vano, desde su exilio portugués, por conseguir la restauración de la Monarquía en la persona de don Juan de Borbón y por ofrecer una alternativa moderada al régimen franquista.
La vocación política del veterano líder, que reunía esas cualidades de perseverancia, equilibrio y temple que distinguen a la raza de los hombres de Estado, se sobrepuso al doble fracaso de su expulsión de España por el franquismo y de su incapacidad para forzar dicha alternativa antes de que el régimen se consolidara internacional y nacionalmente. Regresó a su patria, reabrió su bufete de abogado e instaló su legendaria figura en el panorama de la oposición. Su tajante negativa a colaborar con el sistema y su disposición para reanudar el combate político forman el monumento a su recuerdo durante estos años. Zaherido e insultado con ocasión del llamado contubernio de Munich, conoció de nuevo el exilio, para regresar, otra vez, a un país que era el suyo y en cuyo destino político se consideraba con pleno derecho a participar.
El fallecimiento de Franco sobrevino cuando José María Gil-Robles era ya un hombre demasiado próximo a la ancianidad para que los más jóvenes se movilizaran ante sus llamamientos y para que los centros de poder apostaran por su futuro. Los líderes de la democracia cristiana incrustrada en el franquismo -desde Martín Artajo o Silva Muñoz hasta Landelino Lavilla, Alfonso Osorio o Marcelino Oreja- se aprestaban a lanzarse a la arena en compañía de Adolfo Suárez o Fraga, y limitaban hasta el minifundio electoral el área de implantación social de cualquier otra alternativa democristiana.
En 1977, el patético naufragio ante las urnas de Gil-Robles -ni siquiera consiguió su escaño- demostró no sólo que su hora como líder nacional había pasado, sino también que la democracia cristiana colaboracionista con el franquismo, y ahora integrada en UCD, era la propietaria de la marca. Tras aquellas elecciones, José María Gil-Robles trató de influir en cada coyuntura política mediante sus colaboraciones periodísticas, escritas más con el brío juvenil de quien aspira a modificar la política cotidiana, o con el embridado entusiasmo de quien no renuncia a regresar, que con el distanciamiento y la perspectiva histórica de las personas instaladas en la última vuelta del camino. Hasta el último momento, su portentosa memoria selectiva, el talento para la narración oral de sus recuerdos y para la argumentación de sus opiniones y su sabiduría pragmática singularizaron su figura.
Toda esta meditación sugiere, en definitiva, que en realidad ha muerto un hombre del pasado. Gil-Robles, Azaña y Prieto fueron los hombres de Estado por cuyas manos pasó la delgada posibilidad de salvar a la República de su naufragio final. Mientras el recuerdo de Prieto se perfila como el punto de referencia obligado para un partido socialista democrático, José María Gil-Robles y Manuel Azaña quedarán como los símbolos de los dos proyectos políticos alternativos que se ofrecieron a la burguesía y a las clases medias españolas, en la década de los treinta, para sacar a España del marasmo e incorporarla a la modernidad. Los españoles del mañana juzgarán la actuación de José María Gil-Robles en comparación con la propuesta de Manuel Azaña, más que por su perseverante y admirable esfuerzo, por ofrecer una alternativa al franquismo durante la posguerra o por su tenaz y fracasada tentativa de reincorporarse a la vida pública española como protagonista tras el fallecimiento del dictador.
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