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Tribuna:En el segundo centenario de madame Du Deffand
Tribuna
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La vieja dama indigna recibe visitas

Fernando Savater

Libertina: si alguien mereció ese calificativo, a la par provocativo y filosófico, picante por igual para los sentidos y la cabeza, fue, sin duda, ella. El libertinaje, como condición del libertino, consiste en saber aunar la transgresión práctica de los tabúes morales con un perpetuo desafío vigilante de las razones que sustentan el prejuicio y le buscan fundamento trascendente religioso: tiene tanto de exceso como de reflexión sobre el exceso. Pero ella fue todavía más allá: su libertad no se contentó con enfrentarse a los dogmas y tradiciones periclitados, aunque todavía vigentes, sino que repudió también los nuevos dogmas y las tradiciones en agraz que comenzaban a sustituirlos en nombre de una pretendida iconoclastia que no era quizá más que un relevo. Fue pesimista en un siglo optimista; se burló por igual de los obispos y de los philosophes, de los mojigatos y de los disipados, de la buena sociedad y de la plebe, de la ilusión del amor y de la de la ciencia, del futuro y de la eternidad. No ocultó que detestaba la vida, pero tampoco dio a entender que esperase otra; aunque fue elocuente, jamás pretendió convencer a nadie ni se rebajó a polemizar sobre ningún tema o a enarbolar ningún estandarte, aunque fuese el de la decepción. No quiso a nadie, ni siquiera a sí misma; admiro a pocos y toleró sólo a quienes pudieran aliviarle algo su aburrimiento crónico. Ese fue su enemigo, su único temor, su obsesión: el hastío. Si no se hubiera aburrido tanto, habría podido prescindir de toda compañía, de los goces de la carne y de los del espíritu, y, abismada sin irritación ni consuelo en su ceguera, quizá hubiese alcanzado la auténtica cumbre del desapego. Pero no fue así. Al eterno acicate del tedio, ese abejorro de zumbido monótono que jamás dejó de hostigarla, debemos su extensa y prodigiosa correspondencia, monumento estilísticamente incomparable del siglo XVIII.Marie de Vichy-Champrond, marquesa Du Deffand, nació en 1697, y este mes de septiembre se cumplen los doscientos años de su muerte. Avida de la experimentación con el placer más que del placer mismo, tuvo una juventud tan disoluta que logró escandalizar incluso a aquella sociedad de la Regencia, una de las más permisivas de la. historia francesa. Casada a los veintidós años y divorciada casi inmediatamente, se cuentan de ella orgías con otras tres o cuatro damas de alcurnia, durante las que se encerraban en algún discreto albergue con mucha comida, mucho vino y unos cuantos membrudos valets. Algo así como las Ciento veinte jornadas, de Sade, pero con libertinos femeninos dirigiendo la fiesta...Tuvo numerosos amantes ilustres, entre ellos el propio regente, Felipe de Orleans, y el presidente Hénault, con quien alcanzó una cierta estabilidad cuando ya más los años que los reproches morales le hicieron comenzar a mitigar sus extravíos. No fue tanto su belleza, que no era quizá extraordinaria, ni su apasionamiento, demasiado interferido por la lucidez de una cabeza siempre fría y analítica, lo que la hicieron célebre y deseada, sino su deslumbrante ingenio. Las cenas y los salones vivían pendientes de los latigazos de su ironía. Valga este botón de muestra: en cierta ocasión, el arzobispo de Polignac contaba el martirio de san Dionisio a unas cuantas señoras, haciendo hincapié en el milagro posterior, pues, según la leyenda, el santo caminó casi dos leguas con su cabeza cortada en las manos hasta el lugar donde hoy se alza la iglesia parísina que lleva su nombre. «¡Figúrense», enfatizaba el prelado, «nada menos que dos leguas con la cabeza en la mano! ». Y madame Du Deffand apuñaló al vuelo: « Monseñor, es el primer paso lo que más cuesta ... ». Hacia los cincuenta años, una enfermedad gradual y atroz ciega sus ojos, a los que Voltalre elogió antaño como «brillantes y hermosos». Se refugia entonces en su salón. frecuentado por una elite fiel que encabeza Montesquieu. y en su correspondencia. No se puede escribir mejor, mezclando la crónica de sociedad y de desesperación, la malicia y la curiosidad por todo, la aparente sinceridad y el sincero fingimiento. A cada paso asoma la cabeza fatal de su mayor enemigo: « El hastío es un mal del que no puede uno librarse, es una enfermedad del alma con la que nos aflige la naturaleza al darnos la existencia; es el gusano solitario que lo absorbe todo y hace que nada nos aproveche». De cuando en cuando tiene acentos que no son de su siglo, sino románticos o, quizá más aún, existencialistas: «No tengo más que un pensamiento fijo, un sentimiento, un pesar, una desgracia: es el dolor de haber nacido. No hay papel de los que puedan interpretarse en el teatro del mundo al que no prefiriese la nada». Y todo esto dicho entre cotilleos de París, acotaciones sobre modas o literatura, recensión de actos sociales.

A los 68 años se inflama de amor por última, quizá por primera vez, a causa de un inglés de hermosa voz que pasa una tarde por su salón, Horacio Walpole. Trata de mantener con él una correspondencia apasionada, pero éste, temeroso del ridículo y de los chismes que pudieran perjudicarle políticamente, la desanima. Mueren sus viejos amigos: Hénault, Pontdeveyle, Voltaire... Ella no hace concesiones sentimentales ni finge un dolor que no siente. La desdicha no es abandonar el mundo, sino ingresar en él. Está sola cuando por fin le alcanza el anhelado desenlace, a los ochenta y cinco años. ¿Sola? A los pies de su cama llora su criado Wiart, que la había servido durante más de cuarenta años; ella escucha su llanto y susurra con asombro, con incredulidad, con escandalizada ternura: «¡Ah, pero... resulta que me amabas! »

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