En busca del eslabón perdido
Jardiel Poncela rompió una forma tradicional de hacer teatro; se inventó otra. Le costó una lucha áspera, brava, que tuvo que emprender dos veces: antes de la guerra y después de ella, cuando vino el salto atrás del que todavía no hemos salido enteramente. Los habitantes de la casa deshabitada es de la segunda época, en la que ya Jardiel no estaba tan solo: le acompañaban, por lo menos, Tono y Mihura, que suponían un paso más en la soltura.Jardiel, por sus condiciones de lucha, por su característica de pieza de transición, estaba todavía obligado -fue una obsesión toda su vida- en mantener una lógica dentro del absurdo. Parece hoy innecesario querer que todo cuadre cuando lo que se presenta es extremadamente inverosímil. Pero el teatro tenía, y tiene todavía, aun en la vanguardia, una lógica interna propia. Cuando esa lógica corresponde lo más posible con la de la vida, con la de la sociedad que contempla la obra, es el realismo. Aunque no coincida, se produce una lógica que obedece a las leyes planteadas por el autor, al microcosmos que ha creado en el escenario. Jardiel quería que fuese implacable. Y quería, a toda costa, que el público la comprendiese bien, entendiera sus reglas desde el principio, participara de ellas. Fue una de sus rémoras: le forzaba a reiteraciones y a insistencias, a atar una y otra vez los cabos de cada acción. La verdadera identidad de cada personaje. Algo parecido a la lógica del loco, sobre todo al delirio.del paranoico, que, en algunos casos, lleva a convencer de la realidad de su invención a quien le escucha. El teatro de Jardiel Poncela tiene continuamente rasgos de paranoia.
Los habitantes de la casa deshabitada, de Enrique Jardiel Poncela (1942)
Intérpretes: Nicolás Romero, Antonio Garisa, Luis Barbero, Paco Camoiras, Manuel San Román, Vicente Sangiovanni, Rafael AImazán, Marta Puig, Luisa Sala, María Luisa Bernal, Antonio Campos Sebastián González, Pedro Guerra, Milagros Aguilar, Amparo Baró. Decorados de Emilio Burgos. Dirección de Mara Recatero. Reposición: Teatro Infanta Isabel.
Estos problemas son evidentes en Los habitantes, se hacen más ostensibles a cuarenta años de distancia de su estreno. Cuando un personaje cuenta largamente, sin perdonar detalle, todo aquello que acabamos de ver en el escenario, reconocemos rápidamente el viejo problema de Jardiel; no se irá hasta el final de la obra. Sin embargo, la invención no se ahoga.
La obra está recogida de temas y situaciones abundantes en la época en que se. escribió: la avería del automóvil en una carretera sin tránsito, la entrada de dos personajes en una casa supuestamente abandonada, en la que suceden cosas extrañas, hay personajes inexplicables algunos duplicados. La clave está en que hay un tráfico de plata y moneda falsa, una muchacha a la que se enloquece con las apariciones fingidas, que sirven también para ahuyentar curiosos inoportunos.
El final es feliz: la muchacha se salva y reanuda un perdido amor -que es el de su salvador- y la policía va a llegar para detener a los «malos». Jardiel se vale de varios inventos para que el espectador participe, acepte la lógica interna y vaya comprendiendo, cuando- conviene, lo que parece disparatado. Aparte del relato, que redunda, uno de los medios es llevar unos personajes que son representantes de los espectadores al escenario: personajes que contemplan y comentan, unas veces para sí mismos y otras entre sí. Los resortes eternos del miedo cómico, de la tontería, aparecen en estos inocentes, que algunas veces saben menos que el propio público, lo que produce a éste una gran satisfacción.
La satisfacción no parece abandonar al espectador en ningún momento: acepta bien las rémoras propias de Jardiel y del paso del tiempo, y recibe a raudales la comicidad donde la hay. Pasa también por alto las irregularidades de la representación. Antonio Garisa es un viejo conocido del público, tiene el suyo propio, y añade sus peculiaridades al personaje: lo explota continuamente. Amparo Baró es una excelentísima actriz a la que siempre se ve en papeles por debajo de sus posibilidades reales: en este caso, porque su tiempo de estancia en escena es corto. Lo resuelve con su calidad de siempre. Luisa Sala, que es también una actriz de primer orden, está completamente perdida en un papel complementario. Lo demás se pierde en la vulgaridad, en el hacer teatro por costumbre o por necesidad. La escenografía de Emilio Burgos tiene la acostumbrada belleza de este creador, pero no corresponde en nada -por economía- a la ideada por Jardiel Poncela.
Quizá Jardiel fue uno de los últimos autores totales, de antes de la tiranía del director, y sus .invenciones lo requerían así. Sus descripciones de decorado, sus acotaciones, son minuciosas y cubren no sólo el movimiento escénico, sino hasta los gestos y entonaciones de los actores. Por ejemplo, cuando describe al guarda rural que es personaje de esta obra llega a decir que el correaje tiene «unos cinco dedos de ancho», como dice de otro personaje que «tiene la tez color ocre muy oscuro y cejas espesas». La directora de esta ocasión, Mara Recalero, ha procurado seguir las indicaciones del autor; no siempre lo ha conseguido. Las escenas dinámicas del segundo acto, a base (le carreras, frases atropelladamente dichas, apariciones y desapariciones, se le van de las manos. Tendrían que estar reguladas como un mecanismo de relojería, con un ritmo vivisimo, y resultan lentas y trabajosas: Por imposibilidad de los actores, por la disposición de los trucos escénicos o por falta de ensayos o por incapacidad de ella misma. El rendimiento cómico y teatral de la obra no sobrepasa el 40% de lo que podría ser.
Ese 40% restante parece compensar al público, que, desgraciadamente, no está acostumbrado a ver mejores realizaciones. Jardiel sigue siendo eficaz, sigue teniendo rasgos genialoides, sigue ofreciendo personajes divertidos: los espectadores ríen -muy especialmente los niños: hablo de una representación de tarde, con público del que llamamos normal, incluyendo en este término a la señora de Suárez, sus hijos y su escolta - y aplauden al final. Conviene para el teatro que sea, así que vean esta obra y otras reposiciones: quizá encuentren el eslabón perdido de nuestra tradición teatral.
Babelia
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