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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Laberinto en Navarra

TAL Y como señalábamos en un comentario anterior, el alevoso atentado contra el director de Diario de Navarra, perpetrado por ETA Militar, no fue tan sólo un criminal intento de privar para siempre de la palabra a José Javier Uranga, cuyas opiniones en favor de las tesis navarristas y en contra de la integración del antiguo reino en la comunidad autónoma de Euskadi eran bien conocidas, fue también una operación intimidatoria contra la libertad de expresión. Ni que decir tiene que estas dimensiones del atentado no quedan suprimidas ni relegadas a un segundo plano por el hecho de que, además, el ametrallamiento del periodista presente otras connotaciones.El comunicado en que ETA Militar se jactó del atentado es, como de costumbre, una antología de lo que el fanatismo de estos orates suele engendrar como sedicente producto teórico. No deja de ser una grotesca paradoja que la organización que trata de amordazar a los profesionales de la información, tanto en el País Vasco como en el resto de España, acuse precisamente a los medios de comunicación de aceptar la autocensura para con el nacionalismo radical. Así, estos insólitos «políticos», que asumen el monopolio de ser los fiscales, los abogados, los jueces y los verdugos para con sus víctimas, tras aducir como motivo de la condena a muerte de José Javier Uranga la tesis de que el director de Diario de Navarra no es sinceramente navarrista y foralista, anuncian su propósito de establecer la censura bajo pena de muerte para todos aquellos que no opinen a su conveniencia o no criben la información según sus deseos. Aduciendo la inverosímil eximente de «la indefensión de expresión a que este sistema nos quiere arrastrar», ETA Militar anuncia como «Iógico y perfectamente legítimo» el comienzo de «una reacción ofensiva a otros niveles de enfrentamiento más directo, como el que se ha producido en el caso del señor Uranga». Los presuntos perjudicados por una Prensa que no acepta comulgar con ruedas de molino se disponen a atemorizar a los periodistas de toda España para que, si no con la razón, al menos con el temor acallemos nuestras condenas y -sobre todo- sustituyamos nuestro análisis de la realidad por unas tesis preestablecidas que van desde la aceptación de la batalla de Roncesvalles como la primera estampa de la lucha de los vascos por su liberación nacional hasta la reinterpretación de las guerras carlistas como precursoras de ETA.

Ahora bien, el atentado contra José Javier Uranga no fue sólo el intento de acallar una voz que defiende las posiciones del navarrismo y el segundo paso -tras el asesinato de José María Portell- para amordazar a la Prensa mediante esa eficaz invitación a la autocensura que es el riesgo que para la vida de cada periodista puede implicar en el futuro no escribir al dictado de ETA o silenciar las informaciones y opiniones adversas a los terroristas. La emboscada contra Uranga se inscribe en una estrategia de mayor alcance, dirigida a reproducir en Navarra esa estela de sangre y dolor que, inevitablemente, sigue a la espiral acción-represión-acción tan obstinadamente puesta en marcha, en el inmediato pasado, en Vizcaya y Guipúzcoa. Como es bien sabido, este mecanismo se propone ampliar las bases sociales del terrorismo sobre la apuesta de que los atentados contra miembros de las Fuerzas de Orden Público o contra personalidades de significación política adversas están destinados a provocar una represión indiscriminada por los cuerpos de seguridad, que no sólo afectará a los activistas de la violencia, sino también a la población civil.

Hace ya algún tiempo que era visible la intención de ETA Militar de ampliar su campo de operaciones a Navarra, con el objetivo de que el dolor y el sufrimiento en la población civil, eventualmente producido por las acciones de las fuerzas de seguridad como contestación a sus provocaciones criminales, les hiciera ganar adeptos. En el caso del antiguo reino, además, los terroristas sueñan con un enfrentamiento entre vasquistas y navarristas, como demuestra la elección de José Javier Uranga como víctima de su atentado. La perspectiva de arreglos de cuentas violentos entre segmentos de la población civil, y no sólo de la actuación de las Fuerzas de Orden Público contra los activistas y sus redes de sostén es, precisamente, lo que puede convertir a Navarra en un segundo Ulster. Este riesgo añadido hace todavía más necesario que el Gobierno, los partidos políticos, los responsables de las fuerzas de seguridad y los navarros extremen al máximo la prudencia y embriden sus emociones con las riendas de la razón y la sensatez.

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ETA pretende, en última instancia, en un momento en el que la hegemonía del PNV y respuestas cívicas tan importantes como el manifiesto de los intelectuales vascos abren una nueva esperanza de que la base social del terrorismo se debilite en Vizcaya y Guipúzcoa, que Navarra se transforme en un campo de batalla que le permita recuperar en el País Vasco, con las oscuras emociones del irredentismo y de unidad de destino vascas en lo universal, ese terreno que el Estatuto de Guernica, las instituciones de autogobierno y el cansancio de la violencia le están haciendo perder. Seguramente la colaboración mayor que los etarras pueden recibir en estos momentos no va a proceder de sus disminuidos amigos, sino de sus encarnizados enemigos. En este sentido, la arrogante y provocadora decisión de Herri Batasuna de convocar una manifestación en el mismo lugar, el mismo día y a la misma hora que la convocada por las fuerzas democráticas de Navarra -con el PNV incluido, dato político de enorme importancia- no busca otra cosa que producir enfrentamientos violentos con las Fuerzas de Orden Público o con los ciudadanos congregados para condenar el asesinato y el terrorismo, para defender la libertad de expresión y la democracia y para respaldar el derecho de los navarros a decidir libremente su futuro. No parece seguro que la comprensible decisión de las fuerzas democráticas de mantener su convocatoria fuera la más acertada. Entre arriesgarse a que se derrame esa sangre que ETA -como el conde Drácula- necesita para seguir viviendo, aun con el derecho moral y político que asiste a los manifestantes, y evitar la posibilidad de choques sangrientos, o con la humillación que implicaría que los demócratas no pudieran congregarse pacíficamente para repudiar el terrorismo y defender las libertades, tal vez esta segunda opción podría ser, hoy por hoy, políticamente más sensata.

Finalmente, la decisión de detener al vicepresidente del Parlamento Foral, militante de Herri Batasuna, por haber expresado que su coalición electoral apoya moral y políticamente a ETA, cosa que hasta los niños de pecho ya saben y que ha sido sobradamente difundida desde hace más de un año, parece uno de esos errores del Gobierno que, al igual que la detención de Telesforo Monzón en vísperas de los comicios de marzo de 1979, se podría caricaturescamente interpretar como un alevoso consejo dado al ministro del Interior por algún infiltrado de los terroristas en la Administración pública. Que Herri Batasuna apoya a ETA Militar no es ningún misterio; lo único que puede producir perplejidad es que el Gobierno lo descubra en agosto de 1980 y el único enigma es que cerca de 200.000 ciudadanos respalden en las urnas a esas siglas.

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