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Mil millones de seres inician un nueva "larga marcha"

Francisco G. Basterra

«Lo importante de un gato no es que sea blanco o negro, sino que cace ratones». Esta frase, atribuida a Deng Xiaoping, 76 años, el verdadero «hombre fuerte» de China, refleja el pragmatismo, que se ha convertido en el principio rector del gobierno del país. El dogmatismo ha dejado paso a la desideologización: las frases de Mao, en gruesos caracteres blancos sobre fondo rojo, están siendo sustituidas en las ciudades por las vallas publicitarias de los Toyota japoneses, el cowboy americano de Marlboro o incluso la tarjeta de crédito del Diner's. Todo esto ante la indiferencia de la población, que sólo parece deseosa de mejorar su nivel de vida y olvidar el revolucionarismo de los últimos años, que tan caro les costó

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Desde la entrada en China, por un puente ferroviario de hierro, sobre un pequeño río a sesenta kilómetros al norte de Hong Kong, la sensación que recibe el viajero occidental es la de normalidad. Por primera vez en muchos años, los chinos aparecen distendidos. La actitud de los jóvenes soldados del Ejército Popular, en su gran mayoría sin armas, es relajada. Aceptan sonrientes la avalancha fotográfica de las giras turísticas («pase un día en China por cien dólares») y posan, sin ningún género de marcialidad, ante el primer cartel que marca la línea de separación entre la colonia británica y el enorme país: «Larga vida a la República Popular».Los trámites aduaneros, que se efectúan después de cruzar a pie la frontera ferroviaria (el tren de Hong Kong se detiene en la estación de Lo Wu, a quinientos metros de la línea de separación), son bastante menos engorrosos que los de los países del Este. La impresión de agobio burocrático es menor, aunque hay que decir que el extranjero ya nunca estará solo durante su viaje. La presencia de los intérpretes chinos a lo largo del recorrido por el interior del país es constante. El viajero sigue caminos paralelos a los de la población, con la que, salvo excepciones bien preparadas, nunca se mezcla. Se ve obligado a cambiar una moneda especial que únicamente te permite comprar en tiendas para extranjeros. Por otra parte, el idioma es una barrera infranqueable.

La imposibilidad física de confundirse con los chinos (nuestro tamaño, grandes narices, color de los ojos). es también un factor separador, sólo superado por una mentalidad y una forma de pensar, y hasta de expresarse, completamente opuestas, producto de dos culturas y civilizaciones tan asimétricas. Es necesario partir de este supuesto para entender las dificultades en el proceso de comprensión de la realidad china. La sola presencia de un occidental en una calle de cualquier pueblo o ciudad chinos provoca inmediatamente un corro de curiosos que observan al pez raro, pero nunca le piden tabaco o chicle. y menos dinero, como ocurre en Moscú o en cualquier otro país del Tercer Mundo.

Las constantes

El hormigueo del tráfico en bicicleta (setenta millones, todas de color negro y sólo diferenciadas por los distintos sonidos de sus timbres); el transporte anárquico y, a menudo, de tracción humana, a cargo de carros, carretas y tractores de todo tipo y, sobre todo, la densidad humana uniformada en algodón blanco, las camisas, y azul o gris, los pantalones, son las primeras y más poderosas sensaciones para un observador.

Junto a estas constantes, la práctica ausencia de automóviles resalta más la presencia física de las masas en la calle, sobre todo, en los meses cálidos, cuando la deficiente calidad de la mayoría de las viviendas empuja a sus moradores a las aceras y calzadas en las ciudades; dos leitmotiv políticos se repíten en cualquier conversación con el pueblo y los responsables chinos: la revolución cultural y la llamada banda de los cuatro. Estos dos temas marcan el antes y el después, y de su interpretación -ingenua y maniquea en muchos puntos- arranca la nueva política china.

«La pesadilla de la revolución cultural ha concluido». Esta frase redonda se puede escuchar por todo el país. Desde el estudiante al dirigente local, pasando por el campesino, todos se sienten más seguros después de hacer esta constatación. El único problema que resta es escribir la verdadera historia de los diez años (1966-1976) nacidos de las consignas de Mao, que lanzó a las masas a la lucha contra el «revisionismo» y el aburguesamiento de la revolución.

Sin contar con el permiso y la instigación del propio Mao, es imposible explicar cómo se pudo dar la vuelta a un país, paralizar su economía, trastrocar todos sus valores, anular la inteligencia y, en suma, colocar a China al borde del caos. Nunca en la historia contemporánea una nación sufrió un revolcón tan profundo: matrimonios separados por la fuerza; toda una juventud condenada a trabajos forzados en el campo; anulación por decreto del estudio y la investigación. Todo esto bajo el imperio de un lema: «No vale nada lo que seas, conozcas o trabajes; sólo se valora la conciencia revolucionaria». Todo se llevó a los extremos, hasta el punto que refleja esta anécdota: se hizo que los trenes no tuvieran horarios fijos, porque era más revolucionario.

La explicación de algo tan complejo está todavía por hacer. La revolución cultural fue una lucha de líneas y fracciones en el seno del PCCh, también fue una batalla encarnizada lanzada por Mao para recuperar el poder, pero fue algo más. La imposibilidad de culpar a Mao y a la gran mayoría del PCCh de lo sucedido -casi todo el país apoyó la revolución cultural en sus primeras fases- hace que aún hoy se ofrezca al extranjero una visión de «buenos» y «malos».

Es una experiencia ideológica única el escuchar a muy maduros y serios responsables chinos el relato de cómo Lin Biao y la banda de los cuatro, aprovechando algunos errores cometidos en el partido, lanzaron unas consignas ultraizquierdistas que provocaron el choque violento de las masas «engañadas». La banda, aprovechando el caos, trató de conquistar el poder en el partido y en el Estado. Sólo Zhou Enlai -el único personaje oficialmente libre de culpa en esta historia, y, sin duda, la personalidad más querida por los chinos- se dio cuenta de lo que sucedía, y el pueblo no despertó hasta después de su muerte. Vino entonces, el 5 de abril de 1976, el incidente de Dienanmen, cuando los cuatro reprimieron al pueblo, que quería honrar a Zhou. Hubo que esperar hasta octubre de ese año para que cayera la banda de los cuatro. «Ese día», nos explica un miembro del partido, «se quema

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ron fuegos artificiales y se agotó el alcohol».Mientras tanto, Mao, sigue el relato oficial, muy enfermo y aislado en su palacio, había sido engañado y era prisionero de la banda de los cuatro, que lo convirtió en un dios. El presidente cometió algunos errores que, por su influencia en el pueblo, tuvieron gran trascendencia -no en vano era él el responsable máximo del partido-. Los excesos y «calamidades» de esta época serán enjuiciados en un documento sobre el papel histórico de Mao durante la revolución cultural, que preparará el próximo congreso del partido.

Buscar la verdad en los hechos

«No creo que podamos llegar a decir que Mao fue el principal culpable de la revolución cultural. Esta no es la creencia de la mayoría del pueblo chino. Reconocemos que era una persona no un dios, y, por eso, pudo cometer errores». Esta es, hoy, la tesis oficial mientras se prepara el congreso más importante de la historia del PCCh, que hará una síntesis de todas las contradicciones, aplicando el principio de «buscar la verdad en los hechos», la máxima más reiterada por los actuales dirigentes.

Está claro que no se va a producir el enterramiento definitivo de Mao. Ningún país, y menos uno socialista, entierra a su «padre». A China, borrado Mao, no le queda un Lenin o un Marx, que siempre tuvo la URSS cuando Jruschov decidió acabar con Stalin. Sin embargo, su papel va a ser drásticamente disminuido y ya se dice abiertamente en Pekín que prácticamente el Gran Timonel sólo acertó en el período que va de 1949 (la liberación) hasta 1958. Todo el resto, el gran salto hacia delante las «cien flores», la revolución cultural, fueron un rosario de fracasos.

Está en marcha una inteligente política gradual de «humanización» de Mao, reflejada en el lento pero inexorable descolgar de sus grandes retratos. En la grandiosa plaza de Dienanmen, en Pekín, guardando las distancias, una plaza de Oriente donde realmente caben 1.500.000 seres, sólo queda uno, en la muralla de entrada de la «ciudad prohibida». Los estudiantes de la capital intentaron este verano volar con dinamita una estatua de Mao, sin que pasara nada, e incluso se comenta que Deng Xiaoping quiere derribar el gran mausoleo donde reposa el presidente. Ocultándolo en unas directrices genéricas contra el culto a la personalidad, el comité central decretó, en agosto, la caída de las efigies del fundador de la moderna China. Sin embargo, en casi todas las casas que he podido visitar, junto al retrato de Hua, está todavía el de Mao.

Como nuestra guerra civil, la revolución cultural afectó a todo el país y a todos sus dirigentes. Deng fue purgado en dos ocasiones, una de ellas por Hua Guofeng, el actual presidente. El secretario general del partido comunista, Hu Yaobang, limpió establos durante la década revolucionaria. Dieciocho millones de nuevos miembros, la mitad de los efectivos actuales del partido (36 millones) ingresaron en el Partido Comunista chino a lo largo de la revolución cultural. Cientos de miles de carnés están siendo revisados. La depuración no ha terminado. Su grado de violencia es difícil de medir; «algunos se autocriticaron y han vuelto al partido», pero todavía se reconoce que hay resistencia a la nueva línea pobtica entre algunos cuadros de provincias.

El Ejército también fue utilizado por Lin Biao y los cuatro, y resultó contaminado. Después de la revolución cultural hicimos «una limpleza» -se admite hoy-, y está ya «bastante purificado». Deng, que fue jefe de la comisión militar, verdadero estado mayor, y ahora ha colocado a un fiel en ese puesto, ha procedido durante este invierno a un importante reajuste en los mandos clave de regiones militares.

Miedo y deseo de orden

Todo lo anterior explica dos actitudes con gran vigencia actualmente: el miedo todavía existente a tomar posiciones ante la nueva línea y el deseo general de orden y seguridad. Con la mayor naturalidad, en provincias se oye aún decir a los cuadros preguntados por los cambios, «algo de eso se habla en Pekín». En su corta historia socialista, el país ha sufrido muchas convulsiones y cambios de rumbo, y el ciudadano aún desconfía y adopta la actitud de «esperar y ver». Nadie desea ser sorprendido a medio camino en el apoyo a tal o cual tendencia, que luego podría ser fulminada.

Por ello, las actitudes de los responsables son muy prudentes, evitan el compromiso y el debate, ideológico. A lo largo de las conversaciones mantenidas con expertos de distintos sectores se destacó únicamente el lado práctico de la nueva política: cifras de producción, crecimiento, los aspectos concretos de los problemas. «Tienen ustedes que comprenderlo; somos un país muy pobre y atrasado, perdimos completamente diez años con la revolución cultural, y ahora nos interesa, sobre todo, recuperar el tiempo perdido.

El perpetuo sobresalto vivido por el país entre 1966 y 1977 explica también el deseo de orden y seguridad detectable entre la población. El valor más apreciado pasa a ser la certeza de una línea sin altibajos, que lo que hoy es aceptable siga siéndolo dentro de unos años. Se abandona poco a poco la fraseología de «contrarrevolucionarios», «burgueses», «revisionistas» o «parásitos»; las reuniones de debate ideológico en empresas y comunas son ya menos frecuentes, y el debate sobre la producción y los incentivos ocupa más tiempo que la discusió n sobre los dogmas; las óperas va no tienen como tema único los motivos revolucionarios; el libro rojo de Mao ya no es la Biblia y el arma de 970 millones de chinos; «se mantiene vigente el pensamiento de Mao en su conjunto, pero no las frases aisladas».

Esta aspiración natural al orden se refleja en los esfuerzos de los dirigentes por retornar al imperio de la ley, eliminando la incertidumbre anterior. Se busca la seguridad jurídica, se están elaborando los nuevos códigos y el régimen desea emprender un proceso de constitucionalización.

La política de modernización y recuperación económica se sirve también de este deseo de segur¡dad, visible sobre todo entre losjóvenes, que no hicieron la larga marcha ni la guerra de liberación y que sí, en cambio, sufrieron en sus carnes el proceso de diáspora y cierre de las escuelas de la revolución cultural. Algunos observadores señalan un cierto espíritu de pasotismo entre los jóvenes, cuya despolitización -excepto los escasos miembros del partido- es creciente. Estudiar inglés es una de las aspiraciones más importantes. Fin las noches de Dienanmen, un extranjero no puede dar más de diez pasos sin que un estudiante de inglés le aborde, simplemente para «practicar». Trabajar de intérprete o en el comercio exterior son dos salidas de moda entre la juventud.

Política, a segundo plano

Esta realidad es también un buen soporte para la nueva lectura del comunismo que realizan los chinos. El socialismo ya no es un sistema de vivir austeramente, de acuerdo con unos rígidos principios ideológicos. La pobreza no es socialista. Comunismo es elevar el nivel de vida de las masas, y la política pasa a un segundo plano. Simplemente, se trata de producir más para vivir mejor.

Estos nuevos principios -es mucho más importante hoy en China ser un buen productor que un buen revolucionario- exigen también un cambio en las estructuras políticas. Así lo ha entendido Deng Xiaoping. La primera misión es rejuvenecer los cuadros; todavía China está en manos de una gerontocracia, pero comienzan a aparecer al frente del partido, del Ejército y de la Administración provincial y, en los próximos días, del Gobierno líderes que oscilan entre los 55 y 65 años. Al mismo tiempo se asiste a un lento, pero constante, proceso de sustitución de los dirigentes que ofrecen resistencias al proceso de modernización.

Un segundo objetivo político es la separación de funciones entre el Gobierno y el partido. Los primeros secretarios del Partido Comunista chino en los municipios, provicias y regiones autónomas ya no van a ser los alcaldes, gobernadores o presidentes de los congre.sos locales. En el Gobierno ha sonado la hora de los tecnócratas, de los buenos administradores, que no tienen por qué aplicar consignas ideológicas a su trabajo. Uno de los problemas con los que se enfrenta el país es la escasez de gente preparada en la gestión económica o en la investigación científica. El solo hecho de poseer unos conocimientos intelectuales ha sido hasta hace poco un baldón. Ahora se presta mucha mayor atención a los técnicos y se permite a los intelectuales realizar su labor e investigar al margen de la batalla ideológica.

A pesar de ello, sólo un millón de chinos, de los 211 millones de estudiantes del país (150 millones en la primaria sesenta en la secundarla) acceden a la universidad cada año. Todavía es muy pequeño el número (inferior al que envía, por ejemplo, Hong Kong) de chinos que salen a formarse en el extranjero. Aunque con cuentagotas, ya se autoriza a científicos y técnicos a ampliar estudios en el exterior. Pero para la gran mayoría de la población, incluso la cultivada intelectualmente, la posibilidad de lograr un pasaporte es todavía un objetivo inalcalzable.

Dirección colectiva

Los nuevos dirigentes insisten en la necesidad de que China sea gobernada por una dirección colectiva. Concluido el culto a la personalidad, el país ya no tendrá más emperadores, por muy socialistas que éstos sean. Mao era, a la vez, depositario de la verdad doctrinal y del poder, pero nadie, ni Deng ni Hua, reúnen ya estas dos legitimidades. La sacralización deja paso a la gestión política, y todo cambio en la dirección, como el que está a punto de producirse con la salida de Hua como primer ministro, la ascensión a este puesto de Zhao Zhiyang, la retirada de Deng y la caída de cinco viceprimeros ministros, debe comenzar a entenderse como un proceso normal de sustitución de personas que ya no tienen el patrimonio del poder. Aunque este primer reajuste tenga todavía una importancia especial, en lo sucesivo los cambios no presentarán un carácter extraordinario.

Los chinos no comprenden demasiado bien la política europea y están convencidos de que nosotros tampoco entendemos la suya. El intento de reducir la actual situación a una lucha por el poder entre un equipo de tecnócratas, encabezados por Deng, decididos a pasar por encima de todos los principios marxistas con tal de modernizar China, y los hombres de Hua, el viejo aparato, más preocupado por mantener la ideología y el igualitarismo, es simplificador y está condenado al fracaso. «Su información es incorrecta, están ustedes equivocados», suele ser la respuesta unánime cuando el visitante expone su opinión sobre la política china.

La tesis oficial es que con la derrota de Lin Biao y, la banda de los cuatro, que espera a las afueras de Pekín un juicio que no será público, que posiblemente no acabará con penas capitales y que debe celebrarse en los próximos meses, de acuerdo con la nueva legislación

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penal, ya se puede proceder, partiendo de la unidad popular, a la realización socialista y, de las cuatro modernizaciones (agricultura, industria, tecnología y fuerzas armadas).Es notable la seguridad que demuestran los chinos en la certeza de su camino y en sus propias fuerzas. «Iremos adelante en esta política, y si estalla una guerra mundial, cuando esta concluya, continuaremos la modernización», afirmó un cuadro del partido en Pekín, al explicarme la nueva política. No es un problema de tiempo, como nunca lo ha sido en la historia del imperio del centro, y los dirigentes esperan avanzar en el camino trazado durante los próximos veinte años. «Si cometemos errores, los corregiremos sobre la marcha».

Para los chinos con los que tuve ocasión de entrevistarme, Hua y Deng tienen el mismo criterio de realizar las cuatro modernizaciones y aplicar esta línea política e ideológica. Tras insistir mucho, se reconoce que en ciertos problemas concretos, nunca «fundamentales», existen diferencias de criterio entre los dos políticos, el tema de los Incentivos materiales es, al parecer, uno de ellos. Esta interpretación «respetuosa» olvida que Hua expulsó del partido, hace unos años, a Deng, aunque posteriormente le ayudó a volver al poder. El enfrentamiento no es tanto entre los dos hombres como entre dos formas de gobernar. El acuerdo sobre la necesidad de sacar a China del atraso en el que aún vive la inmensa mayoría de su pueblo no puede esconder la diferencia existente entre un procedimiento u otro para lograr ese despegue, la búsqueda de unas u otras alianzas e incluso la velocidad del proceso. Está en juego también la capitalización del éxito o, en su caso, la responsabilidad del fracaso de la audaz línea modernizadora.

Hua representa la continuidad con el pasado más reciente, no hay que olvidar que es el «ungido» de Mao.

Equilibrio

El actual presidente del partido representa esta línea de equilibrio. Su fuerza reside en un sector todavía cuantitativamente importante del aparato no renovado y en la vieja guardia, cuya presencia a nivel del poder central en Pekín es considerable. Su prestigio a nivel del país, no de las minorías urbanas, muy reducidas en una nación agrícola como China, es aún grande y representa para bastantes la seguridad de que la política de progreso económico no acabará traicionando los principios marxistas leninistas e incurriendo en una derechización.

Parece evidente que Deng Xiaoping, que tiene en su contra la edad, 76 años, frente a los 59 de Hua, está jugando muy fuerte y contra el reloj. Tiene que dejarlo todo preparado y trata de controlar el partido a través de su delfín, Hu Yaobang, que está al frente de su secretariado. Se presta a Deng la secreta intención de forzar en el futuro la desaparición del puesto de presidente del partido, por entender que el mismo es innecesario. Pero hoy por hoy la presidencia sigue siendo clave, sobre todo mientras siga en poder de Hua. En China, como en otros países socialistas, a pesar de que la dirección del Gobierno tenga importancia lo relevante políticamente es estar en la dirección del partido comunista.

Hay que advertir al lector de que la impenetrabilidad de la política china es tan grande como la de la soviética. El país sólo recibe la información monolítica y de sentido único que ofrece el Diario del Pueblo, auténtica Biblia para los chinos que, con sus seis millones de ejemplares diarios impresos en veinte ciudades, marca el rumbo político a seguir. Por su parte, el extranjero vive de la información de las embajadas occidentales de Pekín, especialmente de la de Estados Unidos y la japonesa. Un pequeño grupo de personas tiene las claves del poder y el acceso a esta elite está vedado al occidental. La gran masa de la población se limita a escuchar y seguir las consignas.

Con estas limitaciones se puede afirmar que Deng es el hombre de la modernización, de la gestión eficaz, de la apertura a Estados Unidos. Desde una óptica europea podría ser caricaturizado como un «derechista». Aunque se le califica a veces de «liberal», es un político que ha sabido ser autoritario. Jugó a la apertura cuando le interesó para apoyar su política, permitiendo un cierto grado de «primavera» con los dazibaos, críticos del « muro de la democracia», pero inmediatamente cerró la espita. Su línea política, como ninguna en China, no puede realizarse con una democracia al estilo occidental; en el fondo Deng sólo propugna una mayor descentralización administrativa, mayor autonomía para las empresas y una apertura controlada al crédito y a la tecnología occidentales. Es él, y no Hua, quien ha asumido el riesgo de la modernización y quien pagaría los platos rotos de un eventual estancamiento económico o un fracaso.

La quinta modernización

La disidencia tiene perfiles muy reducidos y se limita prácticamente a pequeños núcleos de intelectuales que se expresan en las grandes ciudades, Pekín y Shanghai, sobre todo a través de dazibaos y algunas publicaciones críticas para el sistema. Su propaganda se dirige a pedir la «quinta modernización»: la democracia. Se trata de un movimiento esencialmente urbano, nacido de una «nueva clase» caracterizada por poseer conocimientos técnicos e intelectuales que la diferencian de la mayoría de la población. Pero su influencia en un país en el que el 80% de la población vive en el campo es realmente mínima.

El famoso muro de la democracia tuvo más importancia en Occidente que en China. Restringido a un sector de pequineses, sólo significó realmente un experimento del poder para justificar una libertad de expresión inexistente. Sin embargo, sus consecuencias -ahora ha sido trasladado a las afueras de Pekín- son juzgadas muy negativamente, y la Asamblea Nacional Popular abolirá formalmente estos días el derecho al dazibao, modificando el artículo 45 de la Constitución, que reconoce el derecho a la libertad de expresión. Su utilización -explicó un miembro del partido comunista- ha sido abusiva y sólo ha supuesto un instrumento para calumniar a terceros y a las instituciones sin que sus autores dieran la cara. «El pueblo quiere que acaben estas prácticas». afirmó recientemente Hua Guofeng.

En su vía socialista, China, a diferencia de la Unión Soviética, da la impresión de querer buscar nuevos cauces de participación. La tensión entre una mayor democracia -nunca entendida al modo parlamentario occidental- y la recuperación de todo el poder por el aparato para ejercerlo de una forma centralista, burocrática y totalitaria, es, una de las constantes, y seguirá siéndolo durante muchos años, de la política de un país con mil millones de población.

La elección directa de representantes a nivel de distrito ya ha comenzado y debe continuar a lo largo de este año. Según cifras oficiales, el 80% de la población tendrá oportunidad de expresarse eligiendo sus representantes. También se han cursado directrices para que se lleven a cabo elecciones directas en las comunas, pero, en muchos casos, el burocratismo y las resistencias en los aparatos locales hacen todavía que esto sea únicamente un buen deseo.

El pragmatismo, igual que en el terreno económico, caracteriza la vía política, Se reconoce abiertamente que no existe un modelo objetivo para construir el socialismo en China y se detecta un gran interés por conocer otros sistemas de gestión y participación. En este aspecto, la vía yugoslava es objeto de especial atención por los responsables del partido.

Con los datos disponibles se puede afirmar que China ha iniciado una nueva etapa histórica, que piensa recorrer con bastante más prudencia de lo que se piensa en Occidente -hay un proverbio chino que dice: «Cruzamos el río palpando, uno a uno, los guijarros del fondo»- La tendencia hacia la recuperación económica, modernización y apertura al exterior parece, hoy por hoy, irreversible, siempre que el equipo dirigente que se está forjando pueda mantenerse en el poder conciliando el centralismo con algún grado de democracia y la disciplina con la libertad.

La nueva línea política todavía no ha podido sedimentarse y no puede descartarse que, de nuevo la ley del péndulo, que ha regido los treinta años de la historia revolucionaria de China, provoque otra vez nuevas convulsiones. En definitiva, serán el éxito económico, el aumento del nivel de vida y la superación de las tensiones sociales que provocará, sin duda, la modernización en un país agrícola y retrasado, los factores que decidirán el éxito final de la nueva larga marcha.

Durante unos años, al menos, la política y la ideología marxista van a pasara segundo plano. En el viaje que realizó este invierno Deng Xiaoping a Estados Unidos, un periodista norteamericano le preguntó: «¿Será China un país comunista en el año 2000?». «No sé; para entonces yo habré muerto», respondió el hombre que ha decidido que el comunismo es, sobre todo, mejorar el nivel de vida de las masas. r

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