Defensa de los rectores
Ya que nadie lo hace, voy a defender -más o menos- al Consejo de Rectores. Sé que no me lo han de agradecer, pero esta melancólica certeza no ha de disuadirme en este empeño: mi reino, a fin de cuentas, no es de este mundo universitario. El caso es que los rectores han sido convertidos en los malos de la película con una unánime prontitud de lo más sospechosa, porque sabido es que, a aquí y en todas partes, unanimidad significa renuncia a pensar. Y aún peor: son los malos de una película en la que el sheriff solo ante el peligro es un ministro, lo cual a mí me inclina de inmediato del lado del tahúr, sea éste quien fuere. Y a más a más, como dicen mis amigos catalanes: algún editorialista bienintencionado ya ha señalado como moraleja de todo este asunto los peligros de que una excesiva autonomía convierta a las universidades en reinos de taifas - ¡vivan los Reyes Católicos!- y reclama frente a este caótico panorama la intervención progresista de un ministerio con amplias atribuciones centralizadoras. Buen remedio y original: lo malo de las universidades no es que padezcan un ministerio centralizador, rectores omnímodos y nombrados a dedo, y catedráticos vitalicios; lo malo es que ministerio, rectores y catedráticos no sean progresistas, como se debe: en cuanto tales benéficas instituciones estén en las manos de la gente debida, se acabaron todos nuestros problemas. ¿Que los rectores son reaccionarios? Culpa será de los excesos autonomistas de las universidades, pues sabido es que cuando se pide autonomía universitaria lo que se reclama es omnipotencia para el magnífico señor rector, y más vale un ministro progre y fuerte que cien rectores variopintos.El problema se plantea así, en los términos del simplismo progresista, bien utilizado ahora por quien corresponde: muchas personas de valía han estado alejadas de la universidad en España por razones políticas o por trabas burocráticas; el actual ministro del ramo, alarmado por este desafuero, confecciona una lista de damnificados y propone su reinserción aquí y acullá como catedráticos numerarios y vitalicios de pleno derecho, faltaría más; se consigue con mayor o menor fluidez que algunas universidades soliciten a algunas de las personas señaladas para cargos creados al efecto; el consejo de rectores da su visto bueno sólo a unos cuantos de los propuestos y rechaza a aquellos con vinculaciones izquierdistas más evidentes. Indignación general: protestamos por el escándalo de que no se nombre al profesor Fulano, cuyos méritos..., estamos como siempre..., así no hay quien arregle la universidad española..., ¿qué se habrán creído los rectores?, etcétera... Pues bien, ¿saben lo que les digo? Que a mí todo el asunto me huele a conflicto entre reflejos paulovianos. A los rectores les largan una lista de señores que van a convertirse en funcionarios del más alto grado, sin Pasar por el escalafón, que es nervio y el sentido del funcionario; la cosa les repugna, naturalmente, pero el embolado les llega de una instancia a la que burocráticamente no pueden menospreciar, el propio ministerio; consecuencia: entran en acción los reflejos paulovianos de su cargo, que son los suyos hasta que no les adiestren para otra cosa, y dan paso a los más innocuos políticamente, con cierto dolor de corazón, pero rechazan a los rojos, señor, como toda la vida, a ver qué va a ser esto. Se da a conocer la noticia y ahora funcionan los reflejos paulovianos de los filorrojillos: ¡que no quieren darle cátedra a Castilla del Pino! ¡que vuelven a expulsar a Sacristán! Y enseguida se monta la cena de homenaje, a la que ahora pueden asistir hasta ministros y altos cargos ucedeos, y todo el mundo habla de la regeneración imposible de la universidad española... por culpa de los malvados rectores.
Pero resulta que algunos seguimos sin ver en qué puede beneficiar a las universidades españolas (beneficiar, es decir, ayudar a que dejen de ser lo que son y se conviertan en otra cosa, a lo mejor hasta más interesante que lo que ahora hay) nombrar otro puñado de sempiternos dueños de cátedras, funcionarios éstos por decreto en lugar de por oposición. ¿Se convertirá lo malo en bueno porque sean los buenos quienes adopten la tarea de los malos? ¿Hasta cuándo se seguirá pensando que lo importante no es cambiar el sistema burocrático vigente, sino favorecer burócratas «de los nuestros» para que sus buenos oficios nos valgan en nuestra carrera y podamos convertirnos enseguida en lo mismo que quienes detestamos, pero con mejor conciencia? ¿Por qué tiene que inmiscuirse el ministerio en exaltar a nadie a catedrático vitalicio por razones «políticas» -entendidas éstas en sentido amplio y sin que quiera decir que no aya otros méritos en los propuestos- lo mismo que antaño se encargó de bloquearles el acceso a la enseñanza por política también? No sólo por oportunista búsqueda de prestigio, sino como reforzamiento del centralizado sistema vigente. ¿No sería infinitamente preferible que cada universidad pudiera contratar a quien desease, al nivel docente que desease y para impartir lo que considere oportuno, durante el pIazo de- tiempo conveniente? ¿'Y que este derecho no estuviese sencillamente reconocido en el papel, sino que contase con el apoyo económico adecuado para hacerlo eficazmente viable, lo que no se conseguirá mientras la verdadera legitimidad burocrática pase por las oposiciones, cátedras vitalicias, etcétera? Ahí teneinos el caso de los profesores expulsados de la Universidad Autónoma de Madrid, cuya reincorporación, decidida desde hace por lo menos dos años, tropieza con trabas más o menos confusas, pero perfectamente capaces de impedir su vuelta a las aulas: ¿tendrán que esperar también un decreto apoyado por el Consejo de Rectores, o es que sus casos no entran en la operación prestigio?
Es la autonomía anti-jerárquica y anti- burocrática de la universidad lo que habria que apoyar, no la fachada progre de unos y de otros. Por ejemplo, ¿cuáles fueron los mecanismos democráticos que funcionaron en cada universidad para respaldar las propuestas de nombramientos hechas al Consejo de Rectores? ¿Respondían a algún planteamiento de trabajo que necesitaba esas incorporaciones o sólo a gastos de representación? No conozco directamente más que el caso de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (y e sto no lo refiero a la persona designada catedrático allí, que puede cumplir su cometido tan bien o tan mal como cualquiera de los rechazados): pues bien, la «espontánea» propuesta tuvo todo el carácter de la imposición verticalista más descarada. ¿En cuántos otros casos habrá sido también así? ¿A qué atribuciones manipuladoras del ministerio se abre paso jaleando estos nombramientos como «soluciones» al anquilosamiento del escalafón docente? Cada nombre de izquierdas que llegue a la cátedra -¡si llega!- por este camino cesáreo, ¿a cuántas imposiciones reaccionarias servirá de coartada? Agradezcámosle al ingenuo cerrilismo del Consejo de Rectores haber facilitado el planteamiento del problema y lamentemos que no haya llevado su coherencia gremial hasta el punto de rechazar a todos los candidatos propuestos, lo que nos hubiera regocijado a los apocalípticos y desconcertado aún más a los integrados.
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