Una historia inevitable
La verdadera dimensión del proceso revolucionario de Nicaragua, de cuyos alcances muchos dudaron al principio, se hizo patente en las dos jornadas anteriores al día del que hoy se cumple el primer aniversario. La forma siniestra, casi rastrera, utilizada por Anastasio Somoza y su efímero sucesor, Francisco Urcuyo, para abandonar la ya libre Nicaragua, dio perfecta idea del escaso poder real de un sistema basado en la opresión personal frente a otro asentado en los deseos casi unánimes de un pueblo hastiado.Somoza se fue apenas 36 horas después de asegurar (como lo había hecho en decenas de ocasiones anteriores) que su régimen resistiría, que su ejército había demostrado capacidad para resistir las acciones militares del Frente Sandinista, que Occidente apoyaba su Gobierno. Mientras decía estas frases ante periodistas extranjeros, sus fieles ataban los últimos detalles de la ya planeada huida, cuyo momento exacto solamente conocían unos pocos. El dictador abandonó su feudo llevándose todo lo que pudo. Ya había vaciado las arcas de los bancos nacionales y esquilmado sus reservas; ha había convertido en dólares contantes sus propiedades, que iban de restaurantes a compañías de seguros, de mataderos industriales a empresas de aviación. Todas estas operaciones, se hicieron en el mayor secreto posible: Somoza era el más consciente, el más cínico conocedor del final de una suerte dinástica, utilizada durante cincuenta años en beneficio familiar y en desprecio de los conciudadanos.
Todo esto se produjo por el incontenible avance de un pueblo alzado en armas, que había recogido, casi sin saberlo, la herencia de movimientos revolucionarios, ininuciosamente planteados y estrepitosamente fracasados quince años antes en Bolivia.
Las últimas horas del somocismo en Nicaragua merecerían el calificativo ele grotescas si no apareciera ante los ojos la sombra de tanta sangre joven derramada. Recuerdo con perfección las angustiadas carreras de viejos soldados y reclutas casi niños de la triste Guardia Nacional, buscando con el terror que da el abandono y la derrota absoluta, los lugares de refugio programados de antemano por la Cruz Roja para los vencidos. Recuerdo el silencio con que un reducido grupo de periodistas atravesamos, a las ocho de la mañana del 19 de julio de 1979, el mítico bunker de Somoza, donde camas recientemente utilizadas, bocadillos a medio terminar, mapas rnilitares con marcas de tinta casi fresca componían un panorama difícilmente imaginable. Solamente la sonrisa impresa de una mafalda delineada con negros trazos sobre un fondo color na.ranja en el despacho de Somoza aportaba algo de realidad a aquel turbador espectáculo.
Luego, como si formaran parte de un enorme geiser humano, surgieron los vencedores., blandiendo armas, miríadas de armas de todos los orígenes, calibres e histonas, que no tenían otro f-in que el de dar autentic:idad al recuerdo de la lucha y situ«ar en su atiténtico plano histórico lo que se celebraba: simplemente la victoria.
Un año después, todos aquellos dramáticos recuerdos aparecen lejanísimos. Ha. sido lanto lo hecho, ha sido tan grande la recuperación de confianza, es tan se'rio el sentimiento de propiedad de los nicaragüenses hacia su revolución, que cualquier planteamiento crítico, en muchos casos lleno de justificación, queda oscurecido. Sin caer en bizantinismos sobre el significado del nuevo régimen nicaragüense, sin recurrir a la manía de las clasificaciones políticas, siempre peligrosas, es preciso apuntar en el índice de la historia latinoamericana la valoración de un gesto colectivo que logró claramente sus propósitos: librarse del opresor ancestral, hacer raya y cuenta de un sistema denostado e injusto, dejar la puerta abierta a una nueva conformación (que aún se experimenta) de la convivencia ciudadana y de la organización política.
¿Que el proceso revolucionario nícaragüense se ha filtrado al resto de Centroamérica y, posiblemente, más allá de las fronteras del pequeño itsmo? Naturalmente. Los países de esa parte del continente americano viven bajo un esquema de planteamientos idénticos, en los que la única variación es que no se puede establecer, con un solo nombre y apellido, el nombre del enemigo. El resto es idéntico. Y quizá por eso mismo la lucha es más feroz, más extendida, más sangrienta. Guatemala, El Salvador y Honduras han sentido el aguijón nicaragüense, cada cual en el punto más sensible. No podía, no debía ser de otro modo.
A veces, sobre todo cuando se quiere conservar posiciones adquiridas en la arbitrariedad, no queda otro remedio que darle la espalda a la historia. La misma historia demuestra que ese no es un buen sistema. Aunque solamente sea por esa razón, es singularmente importante recordar la gesta reciente de la nueva Nicaragua, que hoy cumple su primer año.
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