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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La extrema juventud

No está aun excesivamente lejos el tiempo en que novelistas adustos, padres de familia, y aburridos directores espirituales denominaban a la adolescencia edad difícil, cuando no (más drásticos) prohibida, o (más populistas) del pavo. El ideal entonces era la madurez, llegar a hacerse hombres y mujeres, lo que se entendía en el sentido de adultos, responsables, inminentes creadores de un renovado ciclo casero: padres y madres de educandos -y por una temporada, tontitos- futuros... Los chicos imitaban a los mayores y las niñas aspiraban a las medias mujeriles y a los problemas de las amas de casa. Había que pasar, cuanto antes, esa absurda pubertad, en la que no siendo ya niño (había señales evidentes) a uno no le tomaban todavía en serio. La juventud no existía -recuérdese al canijo de Mickey Rooney vistiendo traje de príncipe de Gales para sacar del brazo a su novia- o, para ser más exactos, la juventud, edulcoradamente, se cifraba como verdadera alrededor de la treintena. Es muy joven, tiene treinta años, decían las señoras elogiando a su recién adquirido esposo o compañero...Edad de plenitud

Pero, casi de repente, las cosas empezaron a moverse. Y los jóvenes -los más jóvenes, diríamos- reclamaron el derecho a gozar de una edad que más que de tránsito (aunque ciertamente es muy efímera) podía resultar aceptada, de plenitud y de ensueño. En gran medida, estos jóvenes pioneros de los primeros sesenta volvían a ideales griegos, que en ciertos círculos de élite no habían estado olvidados nunca. ¿No es, por ejemplo, Les enfants terribles, de Cocteau, una celebración? La música rock, la eclosión pop, los Beatles, el Swinggin London, las modas de Mary Quant -incluido el maquillaje- y el salto neoyorquino y underground posterior; todo ello son pasos, zancadas algunas veces hacia la recuperación o la conquista de la juventud (veintidós, veinticinco años) como un estadio de vida ideal... Momentos que ya hacían de la adolescencia -en su más extremado sentido- un preámbulo feliz, pero preámbulo, al fin y al cabo... Los adolescentes (los quinceañeros, dicen ahora) seguían siendo un poco bibelots entre perversos y virginales, pero aún lejanos. Claro que ya no era el joven el que se vestía de mayor, sino el adulto el que se enfundaba pantalones vaqueros, se dejaba crecer la melena y se quitaba años... En 1970, la juventud era ya diosa a la que obligadamente celebrar. Lo que no deja de ser justo. Primero por lo que tiene de incruenta revancha, después porque -casi sin querer- entroniza ideales de pasión y belleza de los que nuestro mundo está más que necesitado, y aun porque permite vivir sin tabúes (o sin tabúes tantos) una edad, una época de la vida que por lo que tiene de fogosidad, de tópico y particular descubrimiento, se presta a ser vivida como un dorado y casi imposible tiempo mítico: tiempo sin tiempo. Libertad casi real, sublimación del riesgo y del fuego...

La hora de la diosa Pubertad

Aunque la cosa no haya quedado ahí. Nuestros días asisten, un tanto estupefactos, a un paso adelante: la diosa Juventud -gorda, triste- ha dejado su cetro a Hebe y Ganimedes hermanados, a la fulgente muchachera y pech¡linda diosa Pubertad. Por cierto que las firmas comerciales se han aprovechado -y hasta han fomentado- todo esto, pero el fenómeno les rebasa. La adolescencia había sido antes -desde antiguo- un ideal de Belleza o de Amor -incluso de comunicación-, pero nunca -hasta hoy- había sido un ideal de vida: el puer aeternus. Ser siempre -y no simbólicamente, y ahí empieza la tragedia- un niño, un muchachito más propiamente. La moda que enamora es juvenil (como la canción de Radio Futura), y la imagen que atrae, la que, seduce y encandila es la de la nínfula y la del efebo. Un conjunto de rock sin un niño guapo vale poco, y las canciones -más o menos discutibles- tienen que ser servidas por dorados idolitos nacidos para bailar. ¿Quieren la lista? Miguelito Bosé esforzándose por no envejecer (sic); Leif Garret -perfecta imagen del adolescente ideal-sufriendo -se me ocurre- ante la barrera de los diecinueve; Pedro Marín; The Teens (un conjunto alemán cuyo cantante tiene catorce años); Los Pecos, y creo que podríamos continuar... Porque, además, las marcas de zapatillas, de tejanos, de refrescos; y hasta el Cola Cao buscan, a menudo, en sus anuncios el fulgor triunfal de esa adolescencia. Los jóvenes por primera vez se sienten (y no es metáfora) viejos. Todo lo cual da materia a la meditación. Porque hay mucho de belleza romántica y esplendente, y mucho de pasión vital en que se desee morir -que no es sólo fisicamente- a los veintiún años. Pero sentirse viejo, acabado, a esa edad, supongo que tiene también mucho de desánimo, de irredención y de dolorosa imposibilidad. Y hoy muchos chicos y chicas se saben muertos, al filo de los veinte años...

Tal vez el viejo Burroughs tenía razón en su The wild boys.

Luis Antonio de Villena es escritor, autor del libro de poemas Hymirica y de un estudio sobre Cátulo.

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