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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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Estado regional y Estado federal / 1

A pesar del lugar común hoy tan extendido, según el cual el nominalismo, la conceptuación de las cosas, las definiciones, en último término, son una operación intelectual superada en nuestros días, pensamos que las fórmulas de organización constitucional acuñadas a lo largo de los últimos siglos siguen teniendo un valor, no sólo formal sino sustantivo, a la hora de encajar en ellos realidades políticas cualitativamente diversas.Federalismo y regionalismo son, en este sentido, realidades distintas, y responden a dos planteamientos cuya raíz es diversa, bien que el desarrollo de uno y otro cauce para la organización de los poderes del Estado presente puntos de confluencia. Como puso de manifiesto Ortega a la hora de redactar la Constitución de 1931, el federalismo es un proceso válido para constituir un Estado a partir de realidades territoriales desconectadas entre sí, mientras que ese mismo proceso no es fácilmente concebible a la inversa, es decir, desde un Estado unitario previo, si no es como manifestación de una desmembración latente del cuerpo social que encarna en el Estado.

Por todo ello, la redacción del artículo primero de nuestra Constitución republicana, al seña lar que «la República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de municipios y las regiones», es fruto de un largo debate en el que se han analizado con detenimiento las alternativas posibles para la organización del nuevo Estado, optando por una fórmula nueva, pero no por ello menos acotable sobre parámetros bien diversos de los propios del federalismo.

Las líneas que separan un Estado federal de otro regional son, en síntesis:

1. Una distinta aproximación al concepto de soberanía.

2. Una diferente relación entre los poderes, jurídicamente competencias, del Estado y las comunidades.

3. El distinto valor de la Constitución y el juego de los estatutos en ambas formas de Estado. Por lo que atañe al primer punto, no puede olvidarse que federación supone un pacto entre iguales, que, en beneficio de ambos y del conjunto, ceden parte de los derechos originarios que a ambos corresponde. En el Estado regional no existe más que un poder originario y soberano: el del Estado, que se reestructura para una mejor acomodación a la realidad social y política, pero sin perder nunca los atributos propios de tal poder. Dígase lo que se quiera, el concepto de soberanía sigue teniendo unas repercusiones claras sobre el ejercicio del poder, no tanto en su ejercicio cotidiano como en los momentos clave, aquéllos en que la propia esencia de un modelo de Estado se pone en cuestión. En esta línea, el profesor García Pelayo manifestaba que las fórmulas políticas tienen su propia virtualidad y despiertan expectativas, al margen de que éstas se desarrollen a mayor o menor plazo. En última instancia, el modelo federal puede permitir que cada uno de los Estados integrantes recaben, en un momento determinado, el poder originario para decidir su permanencia o no en la federación.

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La distribución de competencias

Como consecuencia de lo anterior, la distribución de competencias es distinta entre uno y otro, no sólo porque es propio del Estado federal la atribución de mayor número de funciones a los Estados miembros, sino porque juega de distinta forma la cláusula de atribución residual de poderes, que en el Estado federal se presume en favor de los Estados miembros, y en el regional, en favor del Estado.

Por último, el propio funcionamiento de las instituciones tiene un diferente engranaje en ambos modelos. Ello es así tanto en la composición de la asamblea federal (el Senado) como en el valor que tienen las normas de autoorganización (constitución de cada uno de los Estados y estatuto de las comunidades).

La asamblea federal tiene una composición que es reflejo de la propia estructura federal, y a ella se le atribuye imperativamente el conocimiento de las cuestiones que afectan a los Estados. Distinta es su composición y funcionamiento en el Estado regional.

En cuanto a las constituciones de los Estados, su valor formal se equipara a la propia de la federación y no puede ser modificada si no es en condiciones taxativamente regladas. Los estatutos se subordinan a la Constitución del Estado y no pueden hacerse valer sino en la propia forma prevista por la norma suprema del Estado.

Antes de entrar en la aplicación de tales criterios a nuestra situación, debe señalarse, y no es detalle nimio que el Estado federal es un modelo rígidamente fijado y no permite las gradaciones en cuanto a la diversa intensidad de la autonomía que son posibles en un Estado regional.

Nuestra Constitución, como resulta evidente, no ha optado por definir un marco de distribución de poderes entre el Estado y los distintos territorios autónomos que lleguen a constituirse en el futuro, asimilable plenamente a los modelos conocidos por el derecho comparado, federal o regional, sino que ha seguido una vía propia diferenciada de los distintos modelos constitucionales conocidos.

En efecto, no son pocos los caracteres de la regulación contenida en el título 8 de la carta constitucional, que se diferencian de los aplicables a la organización de los Estados federales. En primer lugar la ausencia de homogeneidad en la fijación de los territorios autonómicos contrasta con la rígida delimitación de los Estados miembros, operada ope legis por el propio texto de las Constituciones federales; nuestra Constitución, en cambio, somete el proceso de formación de una comunidad autónoma al principio dispositivo esto es, de libre decisión adoptada por las distintas corporaciones territoriales intervinientes en cada caso, dejando en un nivel de inconcreción el quantum de comunidades autónomas que habrán de optar por acogerse al régimen de autonomía establecido. Inconcreción que se ve aumentada por el hecho de coexistir, indistintamente, comunidades de distinta naturaleza, las nacionalidades y regiones a que sé refiere el artículo segundo.

Participación en las decisiones

Una segunda nota específica de los Estados federales alude a la forma de organizar la participación de los Estados miembros en las decisiones de los poderes centrales, que se concreta en la creación de una segunda Cámara legislativa de representación, exclusivamente territorial, formada por igual número de representantes de cada uno de los Estados, circunstancia ésta que difiere sustancialmente de la composición del Senado, diseñada por la Constitución española de 1978, respecto de la cual los poderes de las comunidades autónomas se limitan a la designación de un representante parlamentario, en todo caso, y de otro más por cada millón de habitantes de su territorio.

Por último, el juego de la cláusula residual de competencias propio de los sistemas federales en favor de los, Estados miembros se invierte en el artículo 149.3 de nuestra Constitución, que, asimismo, declara la primacía del derecho estatal sobre el autonómico, como regla general.

Elías Cruz Atienza fue director general de Cooperación con los Regímenes Autonómicos, del Ministerio de Administración Territorial.

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