Madrid no es una fiesta
NO BAJARON este año las modistillas, de pañoleta, a llevar sus alfileres a san Antonio bendito para que las busque un novio; el novio -o lo que sea, no faltaba más- sale ya solo y, en los casos difíciles, lo proporciona un computador made in Texas, o la lectura de los anuncios por palabras en los periódicos liberados. Los que fueron en busca de la verbena -« la primera verbena que Dios envía es la de san Antonio de la Floria»- se encontraron con nada: ni verbena, ni florida, ni nada. Ya no se «infla el buñuelo», ni la «aceituna aliñada reclama el vino», ni «muerde el pueblo la moruna rosquilla de anís y comino» (Valle Inclán: Resol de verbena); Dios no envía verbenas, y el alcalde Tierno, a pesar de su digna afición al crucifijo en la mesa y la presidencia de las procesiones, no hace nada por convencerle. Los churreros dicen que ya no hacién buñuelos, porque necesitan mucho tiempo y mucha atención; el churro sí que es bueno. Los del tíovivo y la barraca prefieren los pueblos; cuentan que aquí los impuestos municipales son muy altos y ya no disfrutan del centro de las ciudades: el Parque de Atracciones -ellos dicen que es del Opus; ahora todo el que tiene una competencia fuerte dice que es del Opus- les quita el público. El último fabricante de organillos -en la carrera de San Francisco, cerca del barrio de la Paloma, que ya veremos lo que hace este año: es todavía una esperanza- explica que los vende para la exportación.Madrid no es una fiesta. Los pensantes de la izquierda dicen que las fiestas para el pueblo eran una distracción de la derecha, como ha tiempo descubrieron los romanos con el panem et circenses, que un castizo tradujo adecuadamente por «pan y toros». Pero ya el pan es una rara industria con huelga los domingos, los toros son unos enanillos ateleyóticos enervados por Martín Berrocal y la fiesta una nostalgia. La fiesta, naturalmente, no era cosa de la derecha para divertir otras hambres, ni de la izquierda; era una espontaneidad del pueblo, que trenzaba sus rosas de papel, mezclaba su sangría, salía al fresco con su jilguero y su botijo -y hasta la jaulita del grillo, sochantre desesperado, con su hoja de lechuga- y organizaba su kermesse para elegir a la guapa del barrio y producir, por naturaleza, escenas de sainete; y pagaba sus feriantes, y tiraba pelotas de trapo contra las cabezas morunas del pim-pam-pum. Quizá no habría que pedir hoy que se «organicen» verbenas: todo lo que se organiza, en lugar de dejarlo simplemente existir por su propia fuerza, termina por perecer; habría que pedir simplemente que no se prohibiera, que no se irradiara fuerza de sus centros naturales. La espontaneidad no se crea, pero se destruye. Desde el ayuntamiento, desde los ministerios se deja suelta a esta entropía que mata el mansaje popular.
Y así se quedó solo san Antonio este año. Sola se quedará la Virgen del Carmen. ¿Qué harán los del barrio de la Paloma?
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