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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Las gruesas anteojeras del orientalismo / y 3

El factor etnocéntrico ha sido siempre una rémora al triunfo de la liberación de los pueblos y aclara las vacilaciones y compromisos de los partidos socialistas y comunistas metropolitanos en el proceso de emancipación afroasiático. La interpretación de la lucha de clases, de naciones, de etnias, añadida a los dictados de la realpolitik explica, claro está, la confusión reinante: la aplicación mecánica de criterios de clase impregnados de un pensamiento evolucionista a sociedades y culturas ajenas a él.Por triste y lamentable que sea, debemos admitir que muchos socialistas siguen contemplando las realidades del Tercer Mundo con anteojeras eurocéntricas, como prueba su reacción atónita y aun escandalizada ante un fenómeno que, como el iraní, escapa a sus conceptos y coordenadas. Citaré un ejemplo entre mil: para José Soto (El Socialista, 25-11-1979), «se trata de una revolución sin método», llevada a cabo por «jóvenes embriagados de Corán» (su inconsciente antiislámico emerge aquí con nitidez admirable); a causa de la «sicodélica dispersión del poder» y la «deficiente racionalidad de sus esquemas» (al menos para quien la observa, dice, «desde una óptica de tradición grecolatina»), la revolución chiita presenta a sus ojos « un cuadro surrealista». Pero esto no es lo más grave.

Cuando leo en la prensa comunista francesa que la invasión soviética de Afganistán era necesaria para «preservar las conquistas del socialismo» -olvidando, como es obvio, el hecho de que ninguna doctrina ni ideología, por excelentes que sean, pueden propagarse mediante ocupaciones armadas, desprecio al sentimiento nacional y religioso, genocidio con napalm-, la legitimación de la opresión contra los supuestos beneficiarios de esas «conquistas» responde desdichadamente a las concepciones orientalistas del primer Marx. Los defensores del golpe de Kabul incurren en el viejo argumento, a un tiempo marxista y burgués, de las potencias coloniales europeas cuando justificaban su intervención en todo el planeta con pretextos civilizadores: abrir ferrocarriles y carreteras, crear escuelas y hospitales, eliminar costumbres «bárbaras», promover un modelo de vida «superior». Francia disculpó de ese modo sus protectorados tunecino y marroquí; Inglaterra, sus mandatos árabes; Italia, su anexión de Etiopía. La lógica del progreso - ya sea la del capitalismo «salvaje», ya la del nuevo capitalismo de Estado- obedece a una concepción etnocéntrica del mundo que prescinde de la morada vital -usos, costumbres, creencias, aspiraciones- de las culturas diferentes de la europea. La abortada «revolución blanca» del sha y la roja de los sucesivos mandatarios de Kabul, tienen cuando menos un punto en común: el de imponerse por arriba y, a fin de cuentas, desde fuera. El marxismo-le ninismo, versión soviética, se ha convertido así -independientemente de su apoyo geoestratégico a los pueblos víctimas de la explotación capitalista clásica- en la última máscara vergonzante del neocolonialismo occidental.

Puesto que la antinomia irreductible de los términos Oriente-Occidente, Nosotros-Ellos, Civilización-Barbarie, excusa siempre los atropellos y matanzas del más fuerte en nombre de la modernidad, ¿habrá que concluir, con Jacques Julliard -aun cuando, en razón de la esfericidad de la tierra- seamos siempre los orientales de alguien-, que «son orientales los países en donde cualquier guerra, cualquier genocidio, son asuntos puramente locales, y occidentales aquellos en los que la menor efusión de sangre es una tragedia de alcance universal»?

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