La monja que se enfrentó al Papa
«Entonces ella, cambiando de pronto la postura mansa por una postura majestuosa (yo le, vi con mis propios ojos), con el talle decididamente erguido, prorrumpió en estas palabras: "En honor de Dios omnipotente, me atrevo a decir que yo he olido mayor hedor de los pecados que se cometen en la Curia romana, estando yo en Siena, que aquellos mismos que los han cometido y que los cometen cada día". El Papa se quedó callado, y yo, completamente lívido, pensaba en mi interior con qué autoridad se decían estas palabras en presencia de un semejante Pontífice».Esta fue la narración ocular del testigo, que se llamaba Fray Raimundo de Capua, dominico. La que así se enfrentaba con el Papa era Catalina de Siena, cuyo sexto centenario se celebra en 1980. El Papa en cuestión era Gregorio XI. La corte pontificia estaba por aquellas calendas ubicada en los fastuosos palacios franceses de Aviñón.
Catalina era hija de un tintorero de Siena, y en 33 años de vida ejerció un poderoso influjo en la sociedad italiana e incluso en la francesa desde su retiro religioso de terciaria dominica.
En aquel período de la cristiandad, en la segunda mitad del siglo XIV, parece en punto de partida que no sería posible una acción tan democrática y popular como el hecho de que una «monja por libre» (algo de eso era Catalina) pudiera impresionar a un papa francés y llevárselo como un corderito a su sede romana tras largos años de «cautiverio babilónico».
Catalina no se contentó con lograr el retorno del Papa, sino que le aconsejó cómo debería efectuarlo: «Y mirad: no debéis venir con refuerzo de gente, sino con la cruz en la mano, como cordero manso». Armado de mansedumbre, caridad y paz, habría logrado más que con todos los soldados puestos en fila. Pero el Papa, aun cuando entró en Roma pacíficamente, cabalgando sobre una mula blanca, tenía también -en su condición de soberano- un séquito de dos mil hombres armados.
Muchos se preguntan cómo fue posible el éxito de la hija del tintorero sienés frente a poderes tan altos en la sociedad de la época. Y es que lo que confería a las palabras de Catalina una nota particular era que estaba decidida a no intervenir nunca como pura y simple acusadora. Muchos hombres, antes y después de ella, se han complacido en la función de críticos: para esto no hace falta un arte muy sofisticado. Catalina, por el contrario, al ver la decadencia de la Iglesia, se imputaba a sí misma una parte de culpa. Y no una, sino muchas veces, subrayó su culpabilidad: « ¡Ay de mí! No tengo la menor duda de que mis pecados son la causa de todas estas cosas». Al cumplirse este año el sexto centenario de su muerte en Roma, la figura de Catalina de Siena desborda los anales del santoral cristiano (ya que fue canonizada años después por su paisano sienés Pío II, el antiguo Eneas Silvio Piccolómini) y se presenta como ejemplo de diálogo y mediación para evitar los encuentros y choques innecesarios y para hacer madurar la verdadera democracia: no la de la yuxtaposición de diálogos entre personas o grupos que siempre llevan toda la razón, sino la de la confrontación de ideas y posturas con respecto a fenómenos cuya causalidad, para bien o para mal, comparten todos los dialogantes.
La Iglesia católica, que canoniza a sus propios críticos más apasionados, como es el presente caso, da con ello un buen ejemplo de democracia y de respeto a la libertad. Lo malo es que no siempre este ejemplo es sincrónico, sino desgraciadamente diacrónico.
En otras palabras: es muy fácil a. un sucesor pagar los platos rotos de su antecesor, dejando así limpia la institución que se representa. Por eso, hoy sería. de desear que la Iglesia católica actual, que tantos buenos méritos tiene contraídos en su defensa de los derechos humanos en general, estuviera atentísima a no conculcarlos o reprimirlos dentro de sus propios muros.
A la iglesia española le cabe una buena parte en esta tarea, al estar ya preparando para el próximo año el cuarto centenario de la muerte de otra implacable crítica de una iglesia que ella tanto amaba: Teresa de Cepeda y Ahumada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.