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El poder y la gloria

Bien, pasó el debate. El más largo, esperado y necesario debate desde que llegó la democracia. Esta vez, por suerte, no hubo desencanto y casi todos de acuerdo en que la expectación no ha quedado defraudada. Sería una lástima, sin embargo, que, como tantas otras veces, la globalidad de la temática utilizada, en este caso probablemente necesaria, fuese una nueva cortina de humo con que eludir algunos aspectos de la realidad menos altisonantes que el relevo en la jefatura del Gobierno, pero, a la larga, decisivos para la buena marcha y la consolidación de la democracia. En este sentido parece observarse un cierto empacho del «tema Suárez», tanto en algunos comentaristas como en ciertos medios de la oposición, de la que unas declaraciones de Alfonso Guerra, en Valencia, no dejan de ser significativas. El objetivo del PSOE no podrá ser nunca Adolfo Suárez, como de ellas se desprende, sino, se supone, alcanzar el poder para conseguir una sociedad más acorde con su modelo ideológico. La obsesión por el «derribo de Adolfo Suárez» puede llegar a convertirse en un remedo o en una disgresión de la verdadera naturaleza de los problemas. La encarnación en Suárez de todos los males que aquejan a la democracia española constituye una forma de evasión y un modo como otro cualquiera de reforzarle en el poder y, desde luego, dentro de su partido. Da la sensación de que algunos sectores de la izquierda quieren hacer de Suárez otro caudillo para hacer así más fácil el habitual «tiro al blanco». Grave error. Descalificar maniquea y monolíticamente al actual jefe del Gobierno puede llegar a convertirse en una especie de sucedáneo de aquello que Inmovilizó y esterilizó a buena parte de la oposición antifranquista, al negarse a admitir la capacidad del antiguo régimen para evolucionar políticamente e integrar a grandes sectores de la población. Y así dedicaban sus esfuerzos a combatir a un régimen como si éste se hubiera quedado en 1939, cuando los hechos demostraban sobradamente que en su adaptación a algunos cambios experimentados por la sociedad española era, precisamente, lo que definía su capacidad de resistencia y la permanencia de Franco en el poder. Negar, en principio, que Suárez, y lo que él representa, es incapaz de toda adaptación es no solamente situarse en el absurdo político, sino volver a cometer el grave error de cálculo que se hizo entonces con resultados de todos conocidos y por todos los demócratas padecidos.Más interesante será observar en las próximas semanas si esa derecha moderna que debería ser UCD si no respondiese demasiado a menudo a esa especie de «llamada de la colina» que le lanzan sus sectores más retrógados, es capaz de asimilar el sentido y las razones del debate y, en definitiva, de la moción de censura. UCD se ha distinguido, hasta el momento, por su olímpico desprecio, teñido a veces de inhibición, por ciertos temas que, por lo pronto, le han costado el planteamiento, al menos como detonante, de la propia moción de censura y el mayor desgaste conocido hasta el momento del Gobierno. Me refiero a todo lo relacionado con la libertad de expresión, al «sostenella y no enmendalla» en la ley de Centros Docentes, a su incomunicación con la opinión pública, a su equívoca (y a veces no tanto) política de recortar las libertades públicas, a sus trapicheos autonómicos y a su incapacidad para ilusionar al país con un modelo de sociedad abierto y responsable. En este último caso, porque lo primero que está por definir es si realmente el Gobierno y su partido se identifican plenamente con este modelo y no quieren quedarse definitivamente en ser unos simples administradores de un período de transición que se resisten a abrir hacia el futuro mientras permanecen con la puerta hacia el pasado perpetuamente abierta. En definitiva, se trata de saber si UCD acepta ser un partido conservador. Pero después que esta sociedad haya sufrido las necesarias transformaciones como para tener suficientes cosas que conservar (lo que, por el momento, no es el caso, dado nuestro actual nivel, por llamarlo de alguna manera, de modernización en aspectos esenciales tales como la educación, justicia distributiva, servicios, supresión de privilegios y corruptelas, etcétera) o, más bien, se siente injustamente atacada por la oposición, sin pararse a pensar que ésta está ejerciendo el papel que le corresponde y el que el sistema democrático le asigna y con independencia de que unas veces lo haga mejor que otras. El número de la. víctima acosada injustamente que una parte del Gobierno asumió en el pasado debate sin el más mínimo ápice de autocrítica no es un signo alentador. Pero es de suponer que después venga la reflexión sobre lo que es y debería ser un auténtico «partido reformista» si es que quiere de verdad asumir ese rol. Lo que, hoy por hoy, está por demostrar. Y, probablemente, no tanto en algunas de sus tendencias teóricas globales como en la política cotidiana que hace a algunos señores que están en el poder mirar para otro lado púdicamente, cuando se conculcan algunos derechos que la Constitución reconoce, o cuando se mantienen situaciones rigurosamente incompatibles con una sociedad democrática. No se puede acusar a la izquierda de hacer demagogia, que la hace, cuando se están dando continuos pretextos para ejercerla.

Y es que da la sensación de que UCD, además de tener el poder y administrarlo con arreglo a sus intereses y, se supone, los de la parte del electorado que le toca, quiere además tener la gloria. Demasiado, sobre todo cuando los últimos meses se han caracterizado por un evidente «descuido» y un verdadero frenazo en el desarrollo constitucional y en la permanencia de usos, hábitos y costumbres muy poco «reformistas». Los socialistas no podían dejar pasar la oportunidad que tan generosamente les brindaba UCD, sobre todo cuando tenían el indudable riesgo de ser calificados de compañeros de viaje. Ya se sabe que este Gobierno, y cualquier Gobierno, ha de asumir ciertas cotas de impopularidad por sus actos. El problema está en que lo haya hecho en temas no ya innecesarios, sino claramente alarmantes respecto a su dirección de futuro. La popularidad desde el Gobierno sólo se alcanza cuando, todo lo moderadamente que se quiera, se avanza por la senda de la democracia. Como hizo, entre otros, Suárez hasta junio de 1977. Pero desde entonces acá ha llovido mucho y no siempre a tiempo. Si el debate de los pasados días es considerado, desde la Moncloa, como un chaparrón intempestivo y no como una consecuencia de las nubes acumuladas, será cuestión de ir pensando, definitivamente, que la derecha política, en este país, nunca llegará a tener la gloria de caminar en el sentido de la Historia.

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