Estado de autonomías
LAS DIFICULTADES para descifrar la jerga jurídico-administrativa con la que el Gobierno ha propuesto a los ciudadanos una segunda lectura del título VIII de la Constitución, dedicado a las autonomias, parece provenir de la necesidad de arropar pudorosamente planteamientos políticos cuya desnudez podría suscitar el escándalo público.Ni que decir tiene que la historia española pagará cara la universalización por las fuerzas políticas de las reivindicaciones regionalistas, como estrategia de contención y disolución de las instituciones de autógobierno en Cataluña y el País Vasco. Aunque suene desagradable o cínico, parece cierto que, a diferencia de lo ocurrido en Francia, donde la maquinaria estatal -borbónica, revolucionaria, imperial o republicana- llevó hasta sus últimas consecuencias el proceso de centralización frente al particularismo, en España la unidad de la nación y del Estado no logró fraguarse de manera tan sólida. No es otra la razón deque Cataluña y el País Vasco hayan terminado por imponer, pese a sus derrotas en el,pasado y a la superioridad material de la Administración central, fórmulas de compromiso, distantes de la independencia y de la soberanía, pero dotadas de contenido político, como las reflejadas en los Estatutos de Sau y de Guernica. Pues las instituciones de autogobierno de vascos y catalanes difícilmente pueden ser homogeneizadas en términos de igualdad política con las reivindicaciones, justas por lo demás, de descentralización de la gobernación y de acercamiento de la Administración a los ciudadanos en el resto del país. Y no se trata tan sólo, pese a su gran importancia, de cuestiones idiomáticas y culturales. Al igual que sería a la larga insostenible que las autonomías catalana y vasca se convirtieran en tapaderas de un negocio o en instrumento para aumentar la desigualdad económica y social entre los distintos territorios españoles, carecería de sentido tratar de anegar las diferencias históricas y políticas materializadas en los Estatutos de Sau y de Guernica con la consigna difuminadora y reglamentista decafépara todos. -Entre otras cosas, porque la igualación de los techos autonómicos marcaría probablemente las vísperas de una nueva escalada de reivindicaciones de catalanes y vascos, convencidos de haber sido anteriormente engañados sobre el máximo límite posible de sus instituciones de autogobierno.
Una prueba nada desdeñable de esa terca peculiaridad es que los dos grandes partidos estatales han tenido que resignarse a perder en Cataluña y Euskadi esa hegemonía que todavía conservan en el resto del país. UCD es el patito feo del centrismo en ambos territorios, en los que Convergencia y el PNV afianzan cada vez más su presencia electoral. Por su parte, el PSOE tuvo que ceder en Cataluña los símbolos, el liderazgo y el electorado del socialismo al pequeño grupo del señor Reventós, mientras que en el País Vasco las viejas tradiciones pablistas y prietistas de la margen izquierda de la ría o de Eibar se van progresivamente derrumbando en beneficio de la izquierda abertzale.
Pero ahora, centristas y socialistas se encuentran con la sorpresa de que también pueden perder su hegemonía en otros territorios españoles. Esta otra cara de la moneda explica las inconsecuencias, vacilaciones y debilidades de la estrategia autonómica de UCD y del PSOE. Lo que comenzó como una maniobra diversionista del Gobierno frente a vascos y catalanes, secundada por la oposición socialista en los trabajos constituyentes, ha terminado por enraizar en los sentimientos populares de algunos territorios, especialmente aquellos sacudidos con mayor violencia por la crisis económica y más receptivos a la propaganda de los agravios comparativos. Así, el referéndum del 28 de febrero en Andalucía, con independencia de las torpezas y prepotencias del Gobierno en su planteamiento, no sólo significó una derrota espectacular para UCD, amenazada ahora por un posible centrismo andaluz capitaneado por el señor Clavero, sino que también obligó al PSOE a marcar el paso iniciado por el señor Rojas Marcos. Y la ceremonia de la confusión organizada por centristas y socialistas en torno al Estatuto de Galicia no es sino un reflejo de las contradicciones que desgarran, en el terreno autonómico, a los dos grandes partidos estatales, tironeados en direcciones opuestas por sus notables locales y por su sentido del Estado.
Resulta así que centristas y socialistas están sometidos a una seria guerra de desgaste, librada por las opciones políticas regionalistas que tratan, a la derecha y a la izquierda del espectro, de utilizar los sentimientos de identidad colectiva y los agravios comparativos de sus comunidades. Esta amenaza podría tal vez disculpar las tortuosas fórmulas que el Gobierno está utilizando para justificar su abandono del proyecto de un Estado de las autonomías en beneficio de una descentralización administrativa tangible y funcional. Sin embargo, resulta ya más difícil contemplar con benevolencia su intento, a lo Poternkin, con el despilfarro de gasto público que implicaría la multiplicación de Parlamentos regionales, que sólo tendrían de tales el nombre, de disfrazar ese diseño estatal con un decorado de cartón piedra federalista.
El panorama, así, no se le presenta fácil al Gobierno. La experiencia de Andalucía le ha enseñado ya la impopularidad de su actual política, y sería un error no mostrarse sensibles a los resultados del referéndum andaluz. Pero quizá la respuesta a este crucigrama, para poder darla desde el Estado, deba darla primero el Gobierno desde su propio partido. No puede crear sanamente un «Estado de las autonomías» una formación politica centralista y casi madrileñista, como es UCD, que abusa de los diputados cuneros y del presupuesto estatal. Y una de dos: o los grandes partidos políticos se confornian al modelo de Estado que se quiere promover, o el Estado mismo quedará hecho añicos y pulverizado antes de que nos demos cuenta.
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