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Luis Muñoz Marín

Desde siempre, desde que en mi remota juventud hube de aplicarme a la observación y al estudio -«profesional», pudiéramos decir- de la política, tanto como al cultivo de la literatura en obras de ficción que, de un modo u otro, han tenido que ver con el fenómeno del poder ejercido por el hombre sobre sus semejantes, esta actividad -la política-, para mí fascinante y repulsiva a un tiempo mismo, me ha preocupado de continuo y casi diría que me ha obsesionado; pues es en ella, en la conquista y ejercicio del poder y en sus alternativas, donde con rasgos más impresionantes veo revelarse las decisiones del destino. Y una de las mayores ironías del destino, según yo lo veo revelarse, consiste en que la talla de los héroes deba medirse por su proyección histórica, que depende, no tanto de sus personales cualidades como de las circunstancias en que el azar ha colocado a cada uno. La historia habla, para bien o para mal, de Julio César y de Calígula, de Napoleón y de HitIer, pero no recuerda los nombres de quienes acaso rigieron con habilidad suprema y hasta con recursos geniales alguna pequeña comunidad de escaso relieve mundial.Al considerar el modo cómo Luis Muñoz Marín, el antiguo gobernador de Puerto Rico cuya muerte se nos anuncia ahora, supo sacar a su isla hermosa del marasmo en que se hallaba y transformar las condiciones económicas y políticas de su pueblo abriéndole nuevas perspectivas vitales, más de una vez acudieron a mi mente reflexiones como esa acerca de la contingencia de los azares históricos. Ni la ocasión ni el espacio darían lugar aquí a presentar, aun reducida al más sucinto resumen, la hazaña llevada a cabo por este hombre extraordinario, que por lo demás ya hube de reseñar en varios estudios, hace más de un cuarto de siglo, cuando todavía se encontraba en curso. La coyuntura por la que el país atravesaba, felizmente conjugada con sus dotes propias, fue lo que le permitiría desplegar una actuación tan decisiva para la existencia de sus compatriotas. En vista de ella, se hace inevitable pensar -y es un pensamiento por demás melancólico- en cuál hubiera podido ser el efecto de esas mismas dotes si la suerte hubiera colocado a quien las poseía en posición que le permitiese ponerlas en juego sobre el plano de las grandes potencias, tantas veces dirigidas por manos ineptas. Pero esta es la ironía del destino a que antes aludí. E igual hubieran podido quedar ociosas y baldías si las circunstancias de Puerto Rico no hubiesen sido las que eran en aquellos momentos. De cualquier manera, y aunque el papel del actor político no sea de protagonista en la historia universal, su actuación repercutirá en cierta medida sobre el conjunto, y en el caso concreto de Muñoz Marín, no hay duda de que la fórmula de asociación negociada y pactada entre la isla de Puerto Rico y Estados Unidos ha contribuido a configurar en alguna medida y con un determinado rasgo la fisonomía de esta superpotencia.

Pero, como digo, no voy a ocuparme ahora de la tarea de Estado cumplida por Muñoz Marín, sino tan sólo a evocar su figura, de la que durante años estuve bastante cerca. Don Luis -o El Vate, como con afecto le llamaban sus allegados, pues en la juventud había tenido conatos de poeta; o bien, con denominación sacada de un verso de Palés Matos, El Gran Cocoroco- no era hombre de estudio ni de excesivas lecturas. Cuando yo lo conocí, siendo como era persona muy accesible y llana, aparecía rodeado no sólo del abyecto respeto que el poder suscita, sino también y sobre todo de esa aura mágica que da origen a la popularidad y que en ella se confirma y amplía. Vástago de «sangre patricia» (era hijo de Muñoz Rivera, uno de los «próceres» puertorriqueños de fines de siglo), la primera fase de su vida había tenido, a lo que parece, algo de aventura desconcertada e impecune. Luego, sus actuaciones políticas se habían iniciado bajo el signo ideológico del independentismo y del socialismo, dos emociones más que ideas, nacidas de la revulsión compartida por la mejor gente de la isla frente al dominio extranjero impuesto por el tratado de 1898 en que España hubo de cederla a Estados Unidos, y frente al espectáculo de la pobreza en que su población se encontraba sumida.

No eran, sin embargo, los postulados de una doctrina que, con el rigor implacable de los artículos de fe, se interponen en tantos casos ante la realidad social viva, lo que movía en su acción política a don Luis Muñoz Marín, sino ante todo el sentimiento de humana compasión hacia su propio pueblo. Y así, partiendo de la ineludible realidad y no de las premisas de ninguna ideología, tuvo el valor intelectual y moral de enfrentarse con los hechos para, apoyándose en ellos, en lugar de negarlos ciegamente, transformar las condiciones de vida de sus compatriotas, como, en efecto lograría hacerlo en modo espectacular. Su análisis práctico de la realidad le salvó de sucumbir a dos dogmas políticos que todavía hoy siguen gravitando en el mundo sobre muchas conciencias, pero que ya para entonces habían perdido su sentido histórico: el dogma nacionalista y el dogma socialista Por vía de conjetura cabe alcanzar el proceso de tal análisis. Puede suponerse que, a través suyo, llegara a la consecuencia de que, en el contexto histórico y geográfico-político en que se hallaba, un país de las exiguas dimensiones de Puerto Rico carecía aún de la mínima viabilidad como nación. (De hecho, el nacionalismo puertorriqueño ha derivado desde aquellas fechas hacia posiciones delirantes, tanto en el pensamiento como en la acción.) Y en cuanto al programa socialista (punto este en el que sí podemos contar con explícitas declaraciones de Muñoz) es evidente que no servía como solución económica para el país la redistribución y reparto de la miseria: era el desarrollo industrial, mediante una hábil utilización de los recursos ofrecidos por aquel mismo contexto histórico y geográfico-político, lo que podía librarlo del pauperismo en que yacía. Con el realismo idealista del gran político inspirado en el bien común, eludió Muñoz Marín los errores que, en otros países latinoamericanos, han conducido a la socialización de la pobreza bajo sumisiones políticas mucho más duras, aflictivas y desconsideradas que cualquier explotación capitalista.

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Al mismo tiempo que conseguía establecer un estatuto conveniente, y en ciertos aspectos privilegiado, para la isla en su vinculación política con la gran potencia norteamericana, se

Pasa a página 12

Luis Muñoz Marín

Viene de página 11preocupó activamente Muñoz por defender y preservar la tradición cultural del país, cuyo deterioro -si es que de deterioro puede hablarse en este terreno-no es en verdad ni mayor ni menor que en cualquiera otro de los países hispanos, incluida la Madre Patria. Por efecto del trauma que supuso el intento puesto e práctica por las nuevas autoridades a raíz de la anexión -intento frustrado a la postre- de impone en la enseñanza la lengua inglesa se ha creado en Puerto Rico una sensibilidad muy aguda frente al anglicismo, invasor allí como en todas partes, pero allí generalmente atribuido a presión directa y malévola de Estados Unidos Dentro de esta línea, y para terminar con una nota ligera, quiero aducir el memorable discurso que hacia 1955 pronunció el gobernador Muñoz Marín en defensa de la cultura propia de la isla, discurso que daría lugar a varias repercusiones de sano humorismo; entre ellas a una canción, bolero o lo que fuere, que, bajo el título de Agapito's bar ponía en solfa un punto anecdótico marcado por el orador cuando refirió que, en sus viajes por la isla, había tropezado con una taberna a la que engalanaba el rótulo de «Agapito's bar», y el gobernador exhortaba a Agapito a prescindir de extranjerismo tan ridículo, sin darse cuenta de que Agapito's bares los hay a montones en Perú, en España, en Francia, en Italia y hasta en Turquía.

Pero, bromas aparte, el esfuerzo por afirmar la personalidad cultural de Puerto Rico se encuentra logrado no por exhortaciones tales, sino mediante la elevación de sus niveles básicos. El prolongado Gobierno de Muñoz Marín y de su partido popular cambió la estructura económica y social de la isla promoviendo la formación creciente de una nueva clase media donde prácticamente no existía clase profesional bien preparada, activa y libre de complejo de inferioridad, y, por tanto, del resentimiento, que envenenaba a muchas almas nobles en aquella bendita tierra. A partir de aquí, otros desarrollos -quién sabe cuáles, pues el porvenir es impredictable- tendrán efecto, pero desde luego la obra cumplida por Muñoz Marín en Puerto Rico constituye una adquisición imperecedera y presta un firme asiento para cualquier evolución futura.

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