Conciertos de Georges Moustaki y Wilko Johnson en Madrid
Algunas veces, o mejor días, el trabajo de la critica reviste unos caracteres de esquizofrénico eclecticismo que reflejan en unas cuantas personas la agradable diversidad de las gentes. Como, por ejemplo, el pasado lunes, cuando una pequeña brigada de esforzados comentaristas corría presurosa desde el concierto de Moustaki, en el teatro Monumental, hasta el recóndito cine Imperio para observar las evoluciones del rocker inglés Wilko Johnson.
Casi todo el mundo pensaba que Georges Moustaki ya va para carroza, lo cual no fue obstáculo para que todas las entradas se agotaran al día siguiente de su puesta a la venta. También se suponía que el público iba a ser tan nostálgico como la imagen del cantante, lo que no fue óbice para que la sala se encontrara repleta de chicas que en su mayoría no habían cumplido los veinte años. Y para culminar la inadecuación entre previsiones y realidad, sale un Georges Moustaki que, mayor y todo, daba envidia de pura vitalidad y ganas de hacer música. No salió solo, que por allí (todos vestidos de blanco) había un acordeonista que también toca el trombón, un bajo, un batería, un flautista chino y una percusionista y cantante chilena que, aparte de hacer su trabajo a la perfección, era de una belleza asustante. Marta Contreras se llama.Moustaki no engañó a nadie. Sus canciones más conocidas se fueron encontrando con el agradecimiento de quienes las esperaban, las más nuevas se engarzaban con las otras sin mayores problemas y su hálito de anarquista pulcro despertaba los aplausos de gentes a las que probablemente les tirara más la pulcritud que lo libertario. De todas formas, aquello era muy bello, muy convincente. No se estaba viendo de ninguna manera una gloria pasada, sino un tipo que a su edad le gusta lo mismo el reggae que Edith Piaf, la música brasileña que el experimentalismo electrónico de Robert Fripp: una persona viva que para serlo y crear no se fija mucho en la cantidad de sus años.
Y luego sana marcha para el cuerpo. O lo que viene a ser lo mismo, el anfetamínico Wilko Johnson y sus amigos. El público era también algo diferente y en vez de tranquilos acústicos lo que se veía eran rockers patilleros de aspecto inquietante. Entonces salió Mad, un grupo de rythm and blues madrileño que organizó una gran cantidad de ruido y cuyo trabajo parece necesitar iguales dosis de pulimiento. A estas alturas, parte del escaso público que acudió al teatro estaba en el bar, de donde fue reclamado por los primeros guitarrazos de Wilko Johnson. Este hombre, a quien la afición madrileña había visto hace casi tres años con Dr. Feelgood, es un tipo con cara de paranoico que se mueve como un poseso por el escenario, acaricia sensualmente su guitarra-falo y de cuando en cuando ametralla al personal con el instrumento. A su lado, un pianista que miraba con cara alucinada a las alturas, un bajo normal y un batería que pegaba a los parches con saña. Todo esto para una sesión de rock típico de pub inglés, marcha salvaje, mezclas de Chuck Berry, Stones, Creedence y otros clásicos. Un concierto bestia que sólo bailó una poca gente. Una pena para tanto rock.
Babelia
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