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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El imperio de la ley

HOY COMIENZA en el Congreso el debate sobre política general, en un clima de artificiosa expectación cuya responsabilidad última incumbe al Gobierno, que ha demorado demasiado tiempo esa comparecencia y ha acumulado, por esa razón, un número excesivo de cuestiones en su agenda. No es probable así que el tema del imperio de la ley, que ocupa el punto cuarto de la comunicación enviada por el Consejo de Ministros a las Cortes con anterioridad al debate, tenga el lugar que merece en los comentarios y juicios posteriores al Pleno. Y, sin embargo, se trata de un asunto de primordial importancia, y del que depende, de manera decisiva, ese profundo enraizamiento del sentido democrático ydel régimen de libertades que el Gobierno propone a los españoles como «un gran esfuerzo colectivo» a realizar en el futuro.Evidentemente, el imperio de la ley, interpretado de manera irrteramente formal y vaciado de contenido democrático, ha sido la coartada de todos los regímenes autoritarios y totalitarios que en el mundo han sido para justificar sus desmanes, tropelías y genocidios. Los ciudadanos soviéticos despojados de su nacionalidad y condenados a la situación de apátridas o conducidos a campos de trabajo o a manicomios por decisión de los tribunales reciben, como afrenta complementaria, la noticia de que se les han aplicado rigurosa e inexorablemente las leyes vigentes. Igualmente, las leyes en el régimen nazi eran aceptadas por los jueces alemanes en la vieja tradición de que lo único pertinente para un tribunal era apreciar la congruencia formal de las normas. Y es de imaginar que en la Uganda de Idi Amin alguna disposición aberrante e inhumana también pudo ser citada por algún magistrado para justificar la muerte o el encarcelamiento de quien osó infringirla. Tampoco faltan en nuestro pasado reciente ejemplos dramáticos, y en algunos casos irreparables (los hombres sólo viven una vez), de la aplicación formalmente correcta de leyes injustas. Y todavía suenan en nuestros oídos las doloridas protestas de supuestos eminentes juristas que proclamaban que la España de Franco era un Estado de derecho porque existía el recurso contencioso y la casación de sentencias ante el Tribunal Supremo.

No es posible, por tanto, hablar en abstracto del imperio de la ley y exhortar a los ciudadanos para que reconozcan su prestigio como valor indispensable de convivencia. Ha hecho bien el comunicado del Gobierno al señalar que dicho imperio se traduce, en primer término, en la primacía de la Constitución y se materializa en la garantía de las libertades públicas y el respeto a los valores de una sociedad pluralista y democrática. No está de más recordar, en esa perspectiva, al poder ejecutivo y a su grupo parlamentario, que sus palabras les comprometen, en el terreno de la ética política y de la moral ciudadana, mucho más allá del formalísmo jurídico del que hacían únícamente gala los veteranos colaboradores del anterior régimen. El pueblo español refrendó con sus votos, en diciembre de 1978, una Constitución como norma de normas y como fuente de la legalidad ordinaria. El imperio de la ley es, así pues, el imperio de la Constitución, no de las normas que ignoren su espíritu bajo el pretexto de interpretar restrictivamente su letra.

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