¿Son criticables las resoluciones judiciales?
Hechos relevantes de los últimos días obligan a reflexionar de nuevo sobre el poder judicial y la democracia. Me refiero a una sentencia, de la que discrepo, de. la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Mis observaciones parten de la inquietud concreta que esa sentencia me ha producido y pretenden llegar a algunas consideraciones generales y también a conclusiones razonables.El mismo hecho de estas reflexiones supone para mí una toma de posición clara sobre el primer problema que se suscita. ¿Es posible la crítica de las decisiones judiciales, o por el contrario se puede considerar que esa crítica es falta de respeto o vulneración del derecho al honor de cuantos encarnan los órganos de instituciones básicas para el funcionamiento del Estado, como dice la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que condena al director de EL PAIS?
La posición de quienes sostienen que no cabe la crítica de las resoluciones judiciales no tiene a mi juicio justificación científico-jurídica alguna, es conservadora y supone incluso un perjuicio evidente para el progreso y el perfeccionamiento de la acción del poder judicial. Se basa en una visión sacralizada y casi religiosa de los jueces, propia de una sociedad premoderna con poderes de legitimidad carismática. Mientras las leyes producidas por las Cortes Generales pueden ser discutidas y criticadas y se pueden incluso utilizar derechos y libertades para protestar frente a ellas -las de expresión, reunión o asociación-, siendo el poder legislativo el representante genuino y propio del pueblo español, no se alcanza porque, en una sociedad moderna, con legitimidad racional, va a estar vetado criticar la acción y las resoluciones judiciales. Ciertamente la crítica no puede ser el insulto o el denuesto soez y esos deben ser los límites, pero la crítica, por dura que sea, a una sentencia judicial si se mantiene en términos correctos, aunque no sea una crítica académica o científica, es posible en una sociedad democrática. Por otra parte, históricamente la crítica de la justicia ha sido una de las vetas permanentes de la literatura y del arte. Así tenemos la venda que tapa los ojos de la imagen de la justicia, cruel ironía de muchos artistas desde el anónimo que ilustró la primera edición de la Nave de los locos, de Sebastián Brandt (1495) y la leyenda que aparece debajo de un grabado en la Bambergensís de Schwarzemberg, en 1517 «todo lo que hacen estos necios es dar sentencias contraria al Derecho», hasta las crueles caricaturas de la justicia que en el siglo XIX hace el francés Hónoré Daumier. Si vamos a la literatura o al ensayo desde el Montaigne de los Essais y el Voltaire del Ensayo sobre la tolerancia, encontramos, por ejemplo, críticas tremendas contra la tortura que eran en su época no sólo una pena, sino un medio de prueba.
La misma posición crítica aparece en Rabelais, Anatole France, en Tolstoy, en Kafka, en Camus, en Quevedo o en Unamuno. ¿Sería desacato el Crainquebille, de Anatole France, el retrato del juez Bridoye, de Rabelais, o la vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno, o las leyendas de esos grabados del Renacimiento, a los que me he referido? ¿Son desacato las observaciones sobre el asunto Direyffus, o sobre el caso Chesmann, sobre el crimen de Cuenca, sobre el juicio de Besteiro, o sobre el proceso 1.00!? Parece evidente que no.
La posición negativa sólo se puede justificar desde posiciones no democráticas o desde la consideración de los jueces como oráculos objetivos y neutrales que no se mezclan en las cosas partidistas. Esa posición la sostiene la sentencia del caso Cebrián cuando habla en uno de sus considerandos de la ausencia de beligerancia en la función que se le tiene encomendada». Sin embargo, los estudios de la sociología jurídica ponen de relieve el error que supone ese planteamiento, y cómo los jueces igual que los demás seres humanos están condicionados en sus criterios por su ideología, por sus concepciones filosóficas y éticas y por el contexto social, político y económico en el que viven o han vivido. La desmitificación o desmagnificación del juez que ha producido la sociología jurídica contemporánea es un enorme progreso que nos ha ayudado a superar la falacia de la neutralidad y por consiguiente que ha abierto la puerta al carácter positivo y recomendable de la crítica de las sentencias y resoluciones judiciales. Los que siguen sosteniendo la neutralidad absoluta del juez, lo hacen al margen de la ciencia, como un residuo dogmático imposible.
La verdad absoluta no existe en el ámbito de las ciencias sociales, ni tampoco los valores de justicia que en los diversos ámbitos del derecho se producen, se pueden predicar como absolutos y permanentes. Las sentencias de los jueces y la jurisprudencia como doctrina estable están sometidas también a los condicionamientos de sus autores, los jueces y a la imposible pretensión de decir siempre lo justo. La crítica es por consiguiente una forma de control y de contrapeso a lo que seria, si no, un monopolio de poder intocable que no tiene ni si quiera el poder legislativo. El po der judicial sería el heredero de los caracteres del absolutismo, y eso no se puede pretender, porque en todos los países democráticos la justicia no les viene a los jueces por ciencia infusa, sino de la habilitación que procede de la soberanía popular. Por eso dice la Constitución española «La Justicia emana del pueblo» (art. 117).
La necesidad de la crítica se hace más patente cuando además la evolución del poder judicial le ha convertido en un creador del Derecho, junto con el Legislativo -tradicionalmente en la doctrina liberal democrática al creador principal- y también con el Ejecutivo. Como he tenido ocasión de explicar, recogiendo una corriente ya casi unánime, los jueces han dejado de ser la boca muda que pronuncia las palabras de la ley, como decía Montesquieu, y son coautores del Derecho. Las sentencias y, sobre todo, la doctrina establecida por varias sentencias -la jurisprudencia- crea normas, es fuente del Derecho, completa la textura abierta del ordenamiento jurídico, alfi donde la generalidad de la ley o la imposible pretensión de llegar a todos los casos lo hace necesario. El juez es. creador del Derecho en los países anglosajones, desde hace siglos, y lo es también en los países continentales y, desde luego, en España, al menos »desde hace un siglo. ¿Cómo pueden pretender los jueces que su producción de normas quede al margen de la crítica cuando una de las raíces de la Democracia consiste en institutionalizar la resistencia por cauces legales a través de la crítica y de la protesta? ¿Cómo van a pretender mejor derecho que los directos representantes del pueblo en el Parlamento? Si el ciudadano, no ya el profesor o el jurista, tuviere que acatar en silencio religioso las resoluciones judiciales, habríamos dado un paso atrás de más de un milenio de historia de la cultura.
Quizá desde este planteamiento comprendan los responsables de haber sacado de la Constitución la posibilidad de control de constitucionalidad de la jurisprudencia, en cuanto crea Derecho, su error y su responsabilidad. ¿Qué ocurre si la Sala Segunda del Tribunal Supremo persiste en una doctrina como la expresada en la sentencia que ha condenado a Juan Luis Cebrián y la convierte en jurisprudencia, que interpreta restrictiva y torcidamente la libertad de expresión en la Constitución? Ocurrirá que así como las leyes inconstitucionales son anuladas por el Tribunal Constitucional, la jurisprudencia inconstitucional es intocable. ¿No es la posible crítica de las sentencias una barrera contra el absolutismo y contra el posible arbitrarismo de un poder sin control?
Por otra parte, el hecho de que sean los propios jueces los que resuelvan sobre los límites de la libertad de expresión respecto a ellos plantea problemas de confusión entre límites reales y autodefensa corporativa.
La libertad de expresión es uno de los baluartes de la democracia, y si se comprende que no suscite entusiasmos entre los hombres autoritarios o los que han servido con lealtad al régimen del general Franco, sí que debe producir respeto, apoyo y promoción entre los jueces. Si alguno se siente incompatible con el régimen democrático que la Constitución establece, debe tener la lealtad de sacar las consecuencias propias del caso. No se puede tener el mismo talante para reprimir la libertad de expresión, por ejemplo, en el Tribunal de Orden Público, que el que se necesita para defender el artículo 20 de la Constitución en los órganos del poder judicial de la. democracia española.
Recojan nuestros jueces la hermosa tradición en defensa de la libertad de expresión propia de la cultura democrática desde Milton hasta Sartre, pasando por Víctor Hugo o por Moritesquieu o Condorcet. Recoj an, sobre todo, la doctrina que el juez Holmes estableció en base a toda esa tradición en el caso Abrams.
«Cuando los hombres se percatan de que el tiempo ha trastornado muchas fes militantes, pueden llegar a creer, mucho más intensamente de lo que creen, en las bases mismas de su propia conducta, que el bien último que se desea se logra más fácilmente mediante el libre intercambio de ideas; que la mejor prueba de la verdad es el poder del pensamiento para hacerse aceptar en la competencia del mercado y que la verdad es la única base sobre la que sus deseos pueden realizarse sin peligro. Tal es de cualquier manera la teoría de nuestfa Constitución. Se trata de un experimento, al igual que la vida toda es un experimento. Año tras año, cuando no día tras día, tenemos que confiar nuestra salvación a alguna profecía basada en un conocimiento imperfecto. Y en tanto que ese experimento es parte de nuestro sistema, creo yo que deberíamos permanecer eternamente vigilantes para evitar cualquier intento de impedir la expresión de opiniones que nos son aborrecibles y a las que consideramos de índole mortal».
Esta es la doctrina democrática de la libertad de expresión, y no la que se plasma en la ssentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
La moderna democracia española con la Constitución de 1978 está empeñada en devolver a los jueces su dignidad y su independencia, pisoteadas durante cuarenta años de régimen autoritario, uno de cuyos fundamentos es precisamente el desprecio al poder judicial. No creo que sería justo que algunos jueces no tuvieran en cuenta eso y se empeñasen en afirmar que su independencia estaba más asegurada en el franquismo por el hecho de que no se pudiesen criticar las resoluciones judiciales y que eso entonces era desacato. Yo afirmo,que la dignidad de los jueces -fundamental para mí, y creo que para todos los demócratas- se garantiza en- la Constitución de manera inminente y es compatible con la libertad de expresión.
Por eso creo que el editorial de EL PAIS no es un desacato, sino el libre ejercicio de la libertad de expresión, tendente, por el contrario, a fortalecer y a ayudar a la independencia y a la libertad de la justicia.
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