Un vasco, once vascos, una banda vascos
Alguien ha dicho: «¡Gran país, difícil país!» ¿Se refería a mi País Vasco? Tampoco lo recuerdo, pero lo atribuyo. Y si no pecó de holgado en el primer adjetivo se quedó corto en el segundo. Porque en Euskadi las dificultades se van acumulando y aletea la premonición que la antigua coral trágica clamaba. Más, frente al fatalismo que se cierne sobre mi comunidad, alientan voces y actitudes -plurales, unas; individuales, otras -, mostrando que la única vía para recuperar la identidad que se diluye consiste en asumir responsabilidades, -extender ejemplaridades, superar inhibiciones, ensanchar pedagogías y enarbolar libertades.Solamente cuando los hombres no se comportan como tales menudea el calificativo de héroe, y al ampliar su retórica lo degrada, llegándose, incluso, en ciertos medios, a ensalzar como tales al fascista que apuñala a otro joven porque tiene «aspecto de rojo», al brigadista que pretende convertir en técnica revolucionaria al secuestro y al asesinato o al etarra que trueca la alevosía en moneda de todos los días.
Por esto, cuando los hombres -se apelliden como se apelliden y procedan de donde procedan manifiestan su deseo de conducir hasta el final las potencialidades que encierran, se constituyen fecundas comunidades ciudadanas o se rescatan las que parecían perdidas para la plenitud del trabajo y el fruto de la convivencia. Entonces sobran los héroes, porque los hombres, marginando el recelo, se miran con confianza, saludan con cordialidad, hablan entre sí sin reserva, se expresan con franqueza, se comportan sin ambigüedad. Entonces cunden las características de las sociedades libres y los héroes que contribuyeron a iniciarlas con su ejemplaridad, y los «héroes» que mediante su nocividad tratan de destruirlas, carecen de vigencia aunque su recuerdo perviva como memoria magnífica o siniestra.
Juan Alcorta -Juanito Alcorta, como le dicen las gentes de San Sebastián- tiene la suerte de no ser un héroe de los primeros ni tampoco la desgracia de contarse entre los segundos, pues sólo es uno de esos hombres hechos y derechos en quienes la astucia manifiesta honesta inteligencia y no torcidera malicia, y que ha contribuido a que el dicho «palabra de vasco» reflejara el talante entrañable que se expandía dentro y fuera de las mugas de Euskal Herría.
Un pueblo de hombres libres
Cuando, haciendo frente a la extorsión etarra, escribe: «Me rebela la idea de tener que pagar para salvar la vida, de ceder al miedo absoluto de morir. No soy un héroe, no quiero serlo. Sé que con esta decisión pongo en peligro los años que me puedan quedar de vida. Pero hay algo en mi conciencia, en mi manera de ser, que prefiere cualquier cosa antes que ceder a un chantaje, que está destruyendo a mi tierra, a mi pueblo y a mi gente». Juan Alcorta continúa la historia de un pueblo al que Rousseau, mediado el siglo XVIII, saludaba como un ámbito de hombres libres emergiendo en una Europa ceñida por el despotismo.
Y cuando más adelante, dirigiéndose directamente a los que vierten la amenaza, dice «Seguiré viviendo como he vivido siempre» traza la nostalgia de una sociedad civil que, incluso bajo la dictadura y contra ella, mantenía un pulso en el que reciedumbre se complementaba con alegre solidaridad, apuntando así a la recuperación de lo que debe tornarse normal, ya que ha de vivirse normalmente en el trabajar, en el compartir mesa y mantel y en el jugar y disfrutar del ocio. Por eso no sobra el señalar «Me veréis en Atocha aplaudiendo a la Real». Comprendo perfectamente a Alcorta cuando habla así, lo cual desde sofisticada perspectiva intelectual quizá parezca una nimiedad, pero que no lo es, en absoluto, cuando se admite la dimensión lúdica como una de las tres componentes de la existencia humana. Ya los primeros socialistas reivindicaban los tres ochos -ocho horas de trabajo, ocho de cultura y ocho de descanso-. Y no sé si el deporte, desde el practicar o desde el contemplar, es ocio, cultura o se integra en ambas; mas ahí está, cogido entre ellas, y para los vascos ha poseído siempre una connotación particular, constituyendo, conjuntamente con el canto y la danza, la triada fundamental de nuestras fiestas. Y, entre los deportes, ha sido el fútbol el que, importado, se aclimató con sabroso enraizamiento, para después extenderse a otros pueblos de España. Cuando veo sobre el campo a los once vascos que componen la Real Sociedad, siento también complacencia y confianza -aun cuando en Madrid atropellaran mis oídos los gritos separatistas de «España, España», degradada en labios majaderos.
Complacencia porque el equipo es un espejo de la comunidad vasca que tradicionalmente he vivido y a la que pertenezco, y en el cual el esfuerzo colectivo no constituye conformista proclividad, sino que, por el contrario, se alza sobre la capacidad creadora de deportistas plurales, capaces de armonizar la imaginación de cada uno, enriqueciendo así el trabajo de todos. Y confianza porque en la alegría sin reserva, en la compenetración sin recelos y en el compañerismo sin titubeos con que se entregan cada tarde en pos de la victoria, miro cabalgar arcaicas virtudes, las cuales, si sabemos empeñarlas en otros horizontes, conseguirán que renazca la luz sobre la tierra vasca.
Marginar a los grupos terroristas
Atravesamos momentos históricos en que se está debatiendo el ser o no ser de Euskadi. Los nuevos banderizos, superando en ferocidad a sus lejanos antepasados -oñacinos y gamboinos- de los albores de la edad moderna, ¿lograrán desertizar lo que aquéllos no pudieron, o terminarán de la misma manera? Las antiguas bandas empuñaban escasos y alucinantes dogmas para encubrir reales apetitos de dominio y dinero. Las ideas y el tiempo han cambiado. La violencia ha mudado de signo aunque no de efectos. Junto a otros hombres, las víctimas siguen siendo los vascos de ayer y de hoy, pero nuestra esperanza se endereza a que, mediante el coraje, el restallido de la dignidad en pie y el vigoroso deseo de disfrutar un país en paz seamos fieles herederos de quienes, precediéndonos, supieron marginar hace ya siglos a otros grupos terroristas.
Que todos los vascos, y entre ellos Juanito Alcorta, nos regocijemos con el continuado triunfo de once vascos y que recobre su honor la «palabra de vasco».
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