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Historia política de España

Algún día, a alguno de los profesores -españoles o americanos-, en Estados Unidos, se le ocurrirá historiar la literatura y la política españolas a través de los simposios que acerca de ellas se han celebrado, a lo largo de los años, a partir de la posguerra, en aquel país. Mi participación o recuerdo, más bien cortos, no se remontan más allá del año 1964, en el que, por iniciativa de Germán Bleiberg, tuvo lugar en Vanderbilt (Nashville) el dedicado a Unamuno, con ocasión del centenario de su nacimiento. Después, recuerdo el subsiguiente de Tejas; participé en el muy importante sobre la generación de 1936, ideado por Jaime Ferrán, en Siracusa, y en el de Nuevo México, promovido por Angel González, y, llegado el año 1980, en Vanderbilt, otra vez, donde la dirección y la redacción de EL PAÍS han participado abundantemente, y en la Universidad de Chicago han tenido lugar sendos coloquios sobre España 1980. El de Chicago, que es del que voy a hablar aquí y cuya celebración debemos al entrañable amigo Ricardo Gullón, trató de política, de filosofía, de arte, de poesía y de novela, y juntó a profesores americanos, algunos de prestigio internacional, como Wayne Booth, y muy distinguidos hispanistas, como George Haley, tomaron parte los españoles en América Juan Mafichal, Francisco Ayala, Germán Bleiberg, Angel González, Pablo Beltrán de Heredia y el doctor Juan Vázquez, a los que nos unimos Juan Benet, José Hierro y yo, que fuimos desde España. El simposio estaba organizado por el departamento de Lenguas y Literaturas Románicas, la división de Humanidades, la división de Extensión Universitaria y, dentro de ella, el Centro para la Educación Permanente (como decimos aquí), el patrocinio generoso del cónsul español en Chicago, don Luis Martínez Agulló, y, se suponía, en virtud de compromiso formal contraído por el ministro anterior, que el Ministerio de Cultura. De la increíble defección del titular actual ya está informado el lector de EL PAÍS. Sólo agregaré que la imagen del interés real por la cultura, que habría ofrecido oficialmente al exterior, se salvó del peor de los deterioros gracias al director general de Relaciones Culturales, nuestro buen amigo Amaro González de Mesa.Voy a hablar aquí solamente de uno de los temas del simposio, el político, porque me parece el de mayor relieve para entender nada menos que la historia reciente de España. Yo no participé en el debate, cuyo ponente fue mi querido amigo Juan Marichal, pero sí en los programas de televisión que sobre el mismo tema se grabaron y a los que él no pudo quedarse, en los que hallamos, junto al, más que «moderador», excelente director, el decano Ranlet Lincoln, Ricardo Gullón, mi hijo Eduardo y yo.

El título de la ponencia de Marichal era La recuperación de la democracia española. Pero en el difícil experimento que entre nosotros se está llevando a cabo, ¿se trata realmente de una «recuperación»? ¿Se parece en algo este intento al de la última república? En mi opinión, no. La República se instauró en ruptura completa con el régimen anterior. La «democracia» actual no sólo advino en continuidad y acuerdo formal con la legalidad franquista, sino que no habría advenido -pues nadie derribó aquel régimen- de no ser por la existencia en la transición de uno a otro sistema de un elemento esencial. El poder simbólico del Rey, lo que él significa, lo que trasciende imponderablemente su exiguo poder real, ha sido la pieza clave de la transición. El título de mi librito La cruz de la Monarquía española actual debería ser tomado en la polisemia de sus significaciones: cruz como -el reverso de la cara, como la originaria falta -el «pecado original», si se quiere ser retórico-teológico- de esta democracia (o lo que sea). Cruz también de quien ha tomado sobre sí esa carga, de quien ha hecho suyo ese pecado con el fin de hacer posible esta precaria y siempre amenazada democracia. (Estoy completamente de acuerdo con el bello artículo de Francisco Umbral La Reina.) Cruz, en fin, en el sentido según el cual la democracia plena -hic et nunc impoisible (?)- sólo puede ser republicana.

El Rey, para bien o para menos bien -la historia lo dirá-, ha sido la persona clave. Pero ha habido también la palabra clave, una palabra que también trasciende, y con mucho, su uso por los políticos del presente régimen. Es la palabra «consenso», en la impropia acepción que ellos, los del «arte de lo posible», le han dado, es decir, transacción, compromiso en el que se han visto puestos. El profesor Schmitter, en su discusión con Marichal, puso de relieve el modus operandi de pacto minoritario, acordado por el Gobierno y los líderes de la oposición, sin contar con la nación y ni siquiera con las Cortes, de la actual política española. La palabra empleada por él, «conspiratorio», es más adecuada de lo que quizá él mismo pensaba. Los que fueron franquistas y nos siguen gobernando, difícilmente aprenderán el estilo democrático; pero, los que no lo fueron lucharon tantos años «conspiratoriamente» contra el franquismo que ha de costarles trabajo desprenderse de sus viejos hábitos.

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Mi intención aquí -supongo que es innecesario aclararlo- no es, al retener la palabra «recuperación», comparar regímenes. El régimen presente no nació democráticamente, pero podrá tal vez ir ganando democracia; el régimen republicano murió no democráticamente, pero con responsabilidades, cuando menos por error de quienes democráticamente lo instauraron. Lo que me importa en esa palabra es su implícita significación bifronte, ambivalente. «Recuperación» connotaba para Marichal nostalgia, una nostalgia idealizadora de aquella democracia republicana; pero connotaba ya, también, una optimista esperanza en esta monárquica democracia. Y por eso veo en la figura del profesor de Harvard, del historiador de Azaña, como la personificación del tránsito del «espíritu de la república» y de los demócratas «históricos», a la asunción de una nueva, muy dificil problemática, incluso contradictoria democracia monárquica.

Hace algunas semanas, una amiga que asistía a un acto que, contra mi deseo, tenía voluntad -que agradezco muy de veras- de homenaje, me preguntó al terminar: «¿Qué se siente cuando se ve uno convertido en un trozo de historia?» La pregunta, referida a mí, era excesiva. Pero la república y sus históricos partidarios que la sobreviven, en cuanto que lo sigan siendo, sí que han entrado ya en la historia. Lo que venga después de este régimen no podemos saberlo. Pero, aun cuando, más pronto o más tarde, fuera la república, no vendría a «recuperar» aquélla, sería otra república. El franquismo favorecía la nostalgia. La actualidad, al plantear los problemas en un contexto totalmente diferente, cancela toda nostalgia (salvo la del franquismo para la ultraderecha). En adelante, para las gentes de izquierda, será menester vivir sólo en la esperanza. Aunque sea contra toda esperanza. Un período de la historia política de España ha quedado definitivamente clausurado.

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