La séptima metáfora
Habló estos días Borges por Madrid de las metáforas de nuestra cultura y citó entre las más ilustres el río de Manrique, el tiempo de Heráclito, los sueños de Calderón, los ojos de Shakespeare. Acaso tenga razón el argentino y solamente existan en el mundo seis metáforas primordiales y el resto sean meras variaciones sobre el mismo tema; en tal caso, reivindico para Hitchcock el privilegio de la séptima metáfora: la que equipara la vida al cine. Porque ahora que es obligado un vertiginoso y acelerado flash back sobre la obra de este otro genial católico inglés habría que saber por qué los católicos ingleses son tan excelentes narradores de historias intrigantes: Chesterton Greene, Hitchcock-, lo que viene a la memoria es una muy peculiar manera de entender y hablar de este mundo a la manera cinematográfica, hasta el punto de que el famoso libro de entrevistas de Truffaut con Hitchcock, debidamente traducido al lenguaje llamado real, constituye un verdadero tratado de filosofía de lo cotidiano, sumamente útil para los que quieren andar por el guión de la vida con la mirada despierta para no tropezar en los falsos gags, procurar el salvamento del último instante y echarle un poco de suspense salvador a la obscena monotonía del relato en el que nos han metido los productores dominantes.No falla: a los que hemos vivido con intensidad fanática la séptima metáfora se nos reconoce por esos ojos de personaje perseguido de una película de Hitchcock, que ensayamos en las ocasiones narrativamente adversas, cuando sentimos la muerte en los talones. Guillermo Cabrera Infante habla del síndrome o bacilo de Hitchcock, esa incontenible tendencia a confundir alevosamente la vida con las películas a la salida de cada una de sus historias: ya no podemos subir una escalera similar a la de Psicosis, sin temer el alarido mortal cuando lleguemos al primer descansillo, ni escuchar serenamente el graznido alto y agudo de una bandada de gaviotas,
Fue la genialidad de Hitchcock: hacernos creer que la vida es una gran película como la suya. Gracias a esa metáfora generalizada, en la que muchos nos reconocemos, la visión del mundo enriquece hasta el delirio porque para los adictos al bacilo de don Alfredo el universo de los signos cotidianos está amueblado de nuevo signos que poetizan la prosa del mundo: el vaso de leche de Cary Grant lleva en Sospecha el sujetador de Jane Leigth y los pájaros disecados de Psicosis, la pista de nieve psicoanalítica de Recuerda, el concierto del Albert Hall en El hombre que sabía demasiado, la jaula dorada de Melanie Daniel en Los pájaros, el autocar malvado de Cortina Rasgada. El de Hitchcock fue un ejercicio en contra del terror para lograr la tibia, imposible, cuna del miedo.
Babelia
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