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Tribuna
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El hombre que sabía demasiado

Un hombre está sentado en un sofá, bajo éste se halla una bomba a punto de estallar. Los espectadores lo saben, el hombre ni siquiera lo sospecha. De este modo definía, o mejor, explicaba, Hitchcock en qué consistía su famoso suspense, Tan famoso, que tal situación fue pronto incorporada no sólo al cine, sino al acervo popular de todos los países. Tan célebre, que no es dificil recordar el nombre de su inventor, o mejor, creador, sin asociarlo de inmediato a ese momento dramático en tantas ocasiones imitado, deformado, hasta quedar en plagios evidentes.Si autor y medio viene así identificados, hay que añadir también su añeja afición por el humor y el melodrama. Como los clásicos ingleses, Hitchcock sabía medir los tiempos y las pausas: tiempo para sufrir, minutos para cobrar resuello, dejando al espectador tan falsamente libre y en el complicado mecanismo de sus filmes implacables.

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Afirmar que con Hitchcock concluye una época del cine es decir poca cosa. Aquí, en España, sin ir más lejos, una prenda femenina de la pequeña burguesía de los años cincuenta llevaba el nombre de una de sus películas, que no fue precisamente de las mejores. Tras, Rebeca y las rebecas inefables de las hoy ya señoras o abuelas jóvenes se intentó parecida operación comercial con su película Sospe cha, pero ya aquella incipiente sociedad de consumo iba camino de agotar sus existencias.

Hitchcock fue seguramente el primer director -Chaplin aparte- cuyo nombre era a la vez título y garantía por encima del argumento o los intérpretes. En tal sentido resultó pionero de tanto realizador estrella que hoy se sitúa en lugar principal, más que por méritos, por propio mimetismo. Rara mezcla de artista y artesano, vino a ser a un tiempo representante y símbolo de un cine que, a partir de historias no demasiado trascendentales, llegaba a conseguir filmes apasionantes. Se valía para ello de un medio universal y bien conocido en Inglaterra, su país, especialista en escritores policiales. Hitchcock sabía componer una historia desde atrás a adelante y contarla al revés, de modo que pareciera todo ensamblado, engrasado, muy lógico y brillante. Para sus mecanismos habituales se servía de actores fieles, de un conocimiento exacto de la técnica y esa gracia especial que sopla siempre sobre la mente y medios de los grandes maestros realizadores. Así, El hombre que sabía demasiado es un cálculo algebraico; 39 escalones, una persecución según la técnica de las famosas cajas chinas, cada cual con su nuevo secreto en su interior, que viene a ser el mismo, eternamente repetido, o, por ejemplo, Sabotaje, donde esa bomba con la que el realizador explicaba su suspense le explosionaba a un niño disfrazada de paquete.

Desde su trepidante Alarma en el expreso, todo ritmo y acción convertidos en protagonistas principales, a Posada Jamaica, tremendo melodrama romántico, o Los pájaros, donde aventura una sombría rebelión de la naturaleza contra el hombre enemigo, a punto de agotar los últimos rincones de un mundo agonizante, el viejo realizador inglés permanecerá fiel a sí mismo.

Para él, la técnica venía en función del drama, nada más lejos de su modo de hacer que tanto virtuosismo inútil como, a la larga, inventaron sus seguidores.

De este modo, Enviado especial podría ser una película inglesa rodada en Hollywood. El humor, la tensión, el desenlace, vienen a ser los mismos a pesar de los pocos medios puestos a su alcance. Tales medios cuentan poco a la hora de la verdad. Sólo es preciso recordar La sombra de una duda, filmada con su mucho saber y con modesto coste en los primeros años de la guerra:

Este cumplido y sabio personaje, redondo de buen humor, inteligente como pocos en sus ojos abiertos y tenaces, falsamente modesto en sus leves apariciones, inventor de un género, dondequiera que esté descansará tranquilo. Dio de sí cuanto había en su interior, cuanto estaba a su alcance. Podría afirmar: «He escrito, he actuado, estoy en paz.»

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