Sartre y los judíos
El tema judío quizá sea una peripecia en la historia, al contemplar ésta desde el momento en que el hombre aparece sobre la Tierra, mas constituye enriquecedora permanencia cuando sobreviene la reflexión ante su propia intimidad; frente a lo que lo configura, esencialmente, como tal; cuando deja de relacionarse con divinidades fantasmagóricas o crueles, creadas para librarse de agobiantes amedrentamientos, o con dioses plurales, como los griegos y romanos, que son imaginados desdoblamientos de sus interiores querencias.En los tiempos antiguos, en que no era posible suscitar el esfuerzo humano sin la referencia a lo sagrado, surge un pueblo que se caracteriza por su relación inmediata con un solo dios al que llamaban el Nombre, cuya efigie no se encontraba en parte alguna; que no se ahormaba en estatuas suscitadoras y fijadoras de los más valiosos anhelos y consolaciones, sino que la vinculación de cada judío con El -en radical originalidad frente al mundo circundante- se hacía desde la propia reflexión y la intransferible sensibilidad. Y esta vinculación es la que les une a todos ellos en una comunidad impar. Si desde el siglo XVIII el humanismo puede referirse a un norte que no es sino el Hombre mismo -Marx dijo que ser radical es ir a la raíz del Hombre y la raíz del Hombre es el Hombre mismo-, aquél surge en la antigüedad cuando la comunicación de la persona con lo sagrado no lo arroja en sus manos, subordinando, con inevitable fatalismo, los trabajos a la decisión que soberanamente las divinidades han aceptado. Por el contrario, cuando lo sagrada dejó de oprimir al Hombre y éste cobró impulso para construir, decidida y rotundamente, su propia existencia, en sazonada libertad y responsable cooperación, es cuando nació el humanismo. Por ello, el legado humanista brota unido a la historia del pueblo judío, y ya en el estandarte que los macabeos levantaron siglo y medio antes del nacimiento de Cristo, frente a los sirios, en las fértiles y deslumbradoras tierras de Israel, se leía: «El que resiste a los tiranos obedece a Dios».
No se puede hablar de misterio judío porque esto permite la manipulación antisemita de resentidos, asesinos o visionarios mostrencos, pues ser un excelente constructor de vehículos, como Henry Ford, no le convierte, automáticamente, en egregio teórico, como lo intentó elucubrando sobre una supuesta dominación mundial, en su lamentable mamotreto El judío internacional, convertido en los años veinte y, treinta, en libro. de cabecera de demasiados majaderos. Por eso el extravagante empresario gustaba tanto a Hitler.
Ante la idea del misterio destaqueinos la del humanismo, que es conocimiento al servicio del progreso individual y colectivo, como talante de ese pueblo, y entonces sí podremos comprender la sorpresa de Papini al escribir en Gog que tres judíos nacidos en Traveris -Marx-, en Freiberg -Freud- y en Ulm -Einstein- se encuentran en el origen de la cultura moderna, en su triple dimensión de aprehensión creadora de la dinámica social; de lúcida penetración en la más decisoria y culta especificidad personal, y de comprensión de la sustancial complejidad de la naturaleza fisica.
Por ello no es extraño que poco antes de morir, Sartre, siendo uno de los intelectuales que más han impulsado el quehacer cultural de nuestro tiempo, convirtiera al judaísmo en importante preocupación. A él se refiere en los inicios de su periplo filosófico al dictar sus Reflexiones sobre la cuestión judía, reduciendo al sujeto a una invención del antisemita. Mas el tema en Sartre -al que ha de clasificarse fundamentalmente de humanista y de ahí que sus distintas opciones políticas sean expresión de perspectivas estrictamente éticas va cobrando nuevas dimensiones al penetrar en la trágica plenitud del holocausto y la pugnacidad del pueblo judío por afirmar en Israel el resuelto baluarte de la supervivencia. Y ante ello, por último, en las postrimerías de su existencia se percata de que aquél existe como rotunda realidad, creado por una diferenciadora historia y creador, a su vez, de un destino ético que puede, idóneamente, dejar su impronta en el futuro humano. Según Sartre, «la religiónjudía implica un fin de este mundo y la aparición, al mismo tiempo, de otro, otro mundo que será resultado de éste, pero en el que las cosas se dispondrán de otra manera».
Marginando de la religión su contexto mítico, y quedándose con sus determinantes estrictamente humanistas, sin vinculación a lo sagrado, Sartre señala que «el judío piensa que el fin del mundo, de este mundo, y el surgimiento del otro, coincide con la aparición de la existencia ética de los hombres, los unos para los otros».
Una sociedad regida por la moral significa que las prescripciones, las formas de la convivencia, carecen de rigidez formulariamente impuesta, puesto que será la consecuencia voluntaria de pensamientos y sentimientos, críticamente, compartidos. Y a este devenir del comportamiento judío vincula Sartre su constante preocupación por la revolución al constituir ésta «la supresión de la sociedad presente y su sustitución por una sociedad más justa en la que los hombres podrán tener buenas relaciones entre sí», y en este sentido si la ética aparece como el án último de la revolución es debido a una cierta utopía que permite ir realizándola y que constituye la connotación fundamental de la herencia cultural judía.
En el fondo, ésta es la que ha mantenido incólume la esperanza del pueblo judío por afirmarse como tal, sabiendo que así proyectaba al mismo tiempo la universalidad de su mensaje moral: el de la solidaridad.
Por ello David Ben Gurión, héroe de un pueblo que honra la especie humana, pudo decir: «El judío que no cree en el milagro no es realista», y Jean Paul Sartre, en su incesante búsqueda de lo que construye al hombre frente a la crueldad y al absurdo, encontró, al fin, en dicho pueblo una de sus esperanzadoras certidumbres.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.