Cataluña: el hombre es Pujol
LA PRIMERA lectura de las elecciones catalanas obliga a una reflexión sobre la severa derrota sufrida por los socialistas del PSC-PSOE. El socialismo catalán ha perdido el 20 de marzo su carácter de fuerza política hegemónica; es un retroceso electoral que por imprevisible adquiere mayores connotaciones que las pérdidas de masa electoral sufridas por los socialistas vascos. El paso atrás del PSC-PSOE acarreará serias consecuencias para la política del Estado y para la estrategia del primer partido de la oposición, sobre el que puede empezar a planear la sombra del ejemplo -triste ejemplo- del Partido Socialista italiano.Una segunda lectura de los comicios catalanes (recordando los recientes en Euskadi) obliga a reconocer la primacía de los partidos nacionalistas y el acorralamiento progresivo de las fuerzas políticas de implantación estatal hacia el adjetivo de «sucursalistas», del que les resultará dificil escapar. El desaforado centralismo de las últimas décadas ha traído estos frutos.
No deja de haber un punto de injusticia electoral en la pérdida de implantación de los partidos estatales en las autonomías. No pocos de estos partidos -particularmente los de la izquierda parlamentaria- comulgan sinceramente con los sentimientos y agravios de las nacionalidades. Manuel Azaña, el más alto representante intelectual de la burguesía progresista de los años treinta, y con un fuerte sentido del Estado, patrocinó con vigor las autonomías de la Segunda República. Hoy hubiera sido reputado de centralista o de «sucursalista» y no hubiera sido comprendido por vascos, catalanes o gallegos.
En este sentido, la inclinación del voto en las elecciones autonómicas debe hacernos meditar a todos sobre el horizonte de las generales de 1983, en las que los partidos de implantación estatal pueden encontrarse literalmente sin actas por las circunscripciones autonómicas. Alguien entonces tendrá que explicarnos cómo se gobierna un Estado en tales circunstancias, sin contemplar decididamente el federalismo.
Pero la «política-ficción» puede esperar. Ahora en Cataluña se abre un dificultoso e interesantísimo proceso poselectoral, en el que parece que convergen no pocos intereses para privar a Jordi Pujol y a Convergencia i Unió de su indiscutible triunfo. Hacia el primero de abril se constituirá la mesa de edad del Parlamento catalán, que, a su vez, ha de elegir una mesa provisional. Después asistiremos a tres posibles votaciones (las dos primeras por mayoría absoluta), para la elección del nuevo «honorable», su Gobierno y su programa. A lo que parece, no faltan conspiraciones en Cataluña para legarle bajo los pies la hierba del triunfo moral y electoral de Pujol. Hasta Tarradellas puede ver con ojos interesados una futura disolución del recién nacido Parlamento catalán, después de tres votaciones infructuosas. Eso sí que sería peor que un crimen: sería un error. Pujol, sin duda, va a encontrar dificultades para ser proclamado presidente de la Generalidad en la primera votación, pero ya es, en estricta justicia política, el «honorable».
Su posterior política de alianzas parece que descarta al PSUC. La molestia de los comunistas catalanes es comprensible, pero sabrán entender el problema de Estado que conllevaría un hipotético frente popular en Cataluña; por lo demás, contrario a los intereses ideológicos que han votado al nacionalismo catalán. Pujol debe encontrar sus apoyos políticos entre un PSC, renuente a formar Gobierno catalán con él, y entre una UCD (que ha perdido su identidad en Cataluña) y una Esquerra Republicana, de imprevisible comportamiento político y de aparente fidelidad a la persona de Tarradellas. Todos ellos deben entender que es perjudicial para Cataluña y para España una elección tardía y trufada de componendas del futuro «honorable».
No pueden obviarse detalles electorales como el triunfo de Convergencia i Unió en circunscripciones como Tarrasa (zona industrial, eminentemente obrera y emigrante), que ha trasvasado su voto presumiblemente socialista o comunista hacia el nacionalismo burgués representado por Pujol. O la derivación de votos de una burguesía ilustrada catalana hacia la Esquerra Republicana de Cataluña. Todo parece indicar que el voto catalán ha sido eminentemente nacionalista, y no «derechista», como la izquierda derrotada pretenderá dar a entender, engañándose a sí misma. UCD, por su parte, debiera reconsiderar sus reservas y ataques políticos hacia los hombres de Convergencia y acabar de entender que su nacionalismo no es separatista.
A su vez, el partido de Pujol no debe acceder, tras sus obligados pactos políticos, a un Gobierno catalán nacionalísticamente exultante, más en contacto con el futuro Gobierno vasco que con el del Estado, proclive a tentaciones de hacer «política exterior» y, por encima de todo, proclive a una elaboración de la ley Electoral catalana basada en las comarcas y que encofre definitivamente el erradicamiento electoral de las izquierdas en Cataluña. Pujol debe ser el nuevo «honorable», pero debe serio con la generosidad y el sentido del Estado que todo el país espera de él y de su partido.
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