En el mundo del símbolo eterno
Alfonso Vallejo es uno de esos pequeños mitos dolorosos del teatro en España: premiado varias veces con premios resonantes, representado en el extranjero, considerado por ensayistas y por historiadores de la literatura española, pero nunca representado en buenas condiciones en España (sólo se han dado dos funciones únicas de las obras suyas). A la leyenda se añade que tiene una profesión ajena al teatro en la que destaca -es neurólogo-, y que disimula su verdadero nombre con el seudónimo con el que firma su teatro.El estreno de su obra El cero transparente, por el TEC, en el nuevo teatro del Círculo de Bellas Artes, no puede considerarse como un final de esa larga aventura de casi veinte años, sino como el principio de lo que puede ser una carrera de autor. Seguirá necesitando la ayuda y las facilidades que ahora ha tenido por primera vez.
El cero transparente, de Alfonso Vallejo
Intérpretes: Fernando Delgado, Julián Argudo, Kino Pueyo, Claudia Gravi, Fernando Sotuela, Antonio Llopis, Juan Pastor, Amalia Curieses. Equipo de dirección: Arnol Tarraborrelli y José Carlos Plaza. Escenografía: Javier Navarro. Iluminación: José Luis Rodríguez.Dirección: William Laylon. Producción del Tealro Estable Castellano. Estreno: Teatro del Círculo de Bellas Artes, 11-3-1980.
En El cero transparente hay una reunión de diversos símbolos. Varios personajes extraordinarios emprenden un viaje en tren hacia un punto mal definido, desconocido, conducidos por un personal brutal. El viaje es clásico en la literatura simbólica: suele ser una condensación del tránsito de la vida, o del nacimiento, hacia la muerte, hacia el final (la barca de Caronte). También es clásico el símbolo del conductor (Caronte) que lleva a los pasajeros aun en contra de su voluntad. Pronto sabremos que hay una relación entre todos ellos: han estado en manicomios. La locura es otro símbolo clásico: el loco sagrado de la antigüedad es una forma extraña de razón. Como en Erasmo (Elogio de la locura: la locura como una de las formas de la razón). Locos que viajan (como en La nave de los locos, de la literatura medieval), con la esperanza de otra vida mejor que les va a ser negada. Sus razones se van haciendo patentes: uno -médico- fue declarado loco por practicar la eutanasia a pacientes sin esperanza -discurso sobre el dolor-; otro, por resistir ante las torturas de la policía, que le dejaron ciego, por donde entramos en otra acumulación simbólica: si la locura es una forma de razón «a contrario», la ceguera es una forma de lucidez (Tiresias, en Edipo Rey,adivino, vidente; el poeta ciego, como Homero, es el que sabe ver la verdad); otro, por gritar, acusar, por la muerte de su hijo... EI viaje se va convirtiendo, poco a poco, en una muerte, en una sucesión de muertes, en un final desesperado. Del que se salvan, evidentemente, los enamorados. No es preciso, siquiera, poner ejemplos de esta acepción mística del amor que nos hace libres. Es el final. Digamos que el viaje de horizontal se hace vertical; una especie de ascensión de los amantes sobre un montón de cadáveres. El tratamiento de la obra es de entrada directa en el mundo de lo absurdo-lógico, del misterio, del enigma, sin la gradación del teatro anterior (por ejemplo, en El viaje infinito, de Sutton Vane, que tiene precedentes de esta obra, aunque tratados como «alta comedia», según la moda de su época). Hay un curioso equilibrio entre un lenguaje soez y grosero, el famoso lenguaje de «ruptura» o de «provocación» para incomodar al público, y otro lírico, ternurista, poético. Esta sutileza, sin duda, prevista por el autor no encuadra bien en la representación, quizá por deficiencias del trabajo de actores, más dirigidos por el camino del grito y del exabrupto que por el del medio tono. Hay intercalado algún personaje de juguete cómico, burlesco, como el del médico del tren, al que habría que enlazar, dentro ya de la simbólica, con los médicos de Molière.
Todo ello, como se ve, no es de una originalidad excesiva. La metáfora de los locos a la fuerza, la de la antipsiquiatría, la de la presión de la sociedad, la de la salvación por el amor, resultan lugares comunes. Probablemente es un defecto de novel -digamos, de alguien que no ha tenido mucha ocasión de ver representado su propio teatro y de medir su pensamiento con la realidad- el querer abarcar una totalidad, el alcanzar una máxima trascendencia y revelar los secretos de la vida, de la muerte, de la locura o del amor basándose, no en una anécdota simple, sino en un gran total.
Donde se revela esta pobreza de texto es en la interpretación. Los actores se ven arrastrados al «tic», al truco del oficio, el lo lírico como en lo cómico; lo requiere el lugar común. Le pasa a Fernando Delgado -el mejor- en uno de sus parlamentos; arranca una ovación precisamente cuando utiliza el recurso. Cuando fallan esos recursos se nos ofrece la encarnación del personaje del médico del tren o el del doctor que practicó la eutanasia. La representación, en general, es mediana.
La escenografía, en cambio, es excelente. Siempre con esa tendencia moderna a exagerar el protagonismo, pero cubriendo muy adecuadamente la sensación de enigma y angustia del viaje. El aprovechamiento de un escenario difícil se ha realizado con inteligencia por Javier Navarro, ayudado por la iluminación diseñada por José Luis Rodríguez.
La dirección de Willian Layton es acertada en cuanto al concepto general de la obra, el difícil cambio de situaciones y de movimiento de los personajes. Un trabajo muy difícil y muy bien conseguido. Menos feliz resulta su dirección de actores, sobre todo en la falta de hallazgo de los tonos.
Al público le gustó todo. Los estrenos del TEC suelen producir estos entusiasmos. Se aplaudieron varios momentos y el final.
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