Campaña represiva contra la oposición política salvadoreña
Los hechos ocurridos en los últimos días en El Salvador parecen dar la razón a quienes mantienen la tesis de que el Gobierno de ese país se ha propuesto combatir a ultranza a las organizaciones populares. Este sistematizado plan se cumple además con el apoyo, o al menos el silencio, de Estados Unidos, que sigue considerando a la actual fórmula de Gobierno como la única capaz de evitar el acceso al poder en El Salvador a grupos de izquierda.
El Gobierno no ha utilizado el estado de sitio implantado en el país para defender, tal como señaló, la reforma agraria y la nacionalización de la banca, sino para desatar una ola de represión, que ha cobrado en los doce días del presente mes más de 150 muertos. La violencia del Estado se ejerce de manera selectiva, dirigida específicamente contra los dirigentes de partidos y organizaciones izquierdistas, en un claro intento de dejarlas sin líderes.Al amparo de las medidas de excepción, los cuerpos de seguridad ya no respetan lugares que anteriormente habían escapado a las acciones policiales. El Ejército y la Guardia Nacional han roto tres veces en los últimos días el fuero universitario para detener a dirigentes políticos y clausurar reuniones.
Aunque los avances noticiosos afirmaban que Alberto Ramos, secretario general del FAPU, había aparecido muerto (noticia facilitada por la gente de esta organización aquí), en San Salvador han desmentido la noticia ayer por la mañana y han asegurado que está vivo y fuera del país.
Pérdida de credibilidad
En este contexto, las reformas anunciadas por la Junta de Gobierno salvadoreña (completa desde ayer con la prevista incorporación de José Napoleón Duarte, sustituto de Héctor Dada) no obtienen ninguna credibilidad. Ni siquiera la incipiente clase media del país, tradicionalmente tibia, desde el punto de vista político, y dispuesta siempre a seguir a los Gobiernos de turno, parece aprobar la situación imperante en el país. Muchas de estas familias están ya afectadas por la represión estatal. Poco a poco se produce en El Salvador un fenómeno similar al que sucedió en Nicaragua, y que en buena parte contribuyó a la caída de Anastasio Somoza: apenas quedan familias salvadoreñas que no lamenten un muerto, un desaparecido o un preso en su seno.En el horizonte de ese atribulado país centroamericano no aparecen indicios de que tal estado de cosas vaya a cambiar. Ante la evidencia de torturas, ejecuciones sumarias, desapariciones a la vista del público, las autoridades evitan no ya el anuncio de investigaciones o castigos contra los culpables, sino el más mínimo pronunciamiento, la más leve explicación. Los dirigentes de los grupos paramilitares, que tienen sobre sus espaldas buena parte de la responsabilidad de la ola represiva, son perfectamente conocidos. Sin embargo, ni uno solo de ellos ha sido detenido hasta ahora.
En opinión de los observadores, están prácticamente perdidas las esperanzas de paz social en El Salvador. Paralelamente, son cada día más claras las perspectivas de una guerra civil abierta en el país, que parece ser el objetivo básico de la ultraderecha salvadoreña.
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