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Reportaje:

La clave del asesinato de Martín-Peña puede estar en sus relaciones empresariales

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Tal vez ninguno de los crímenes perpetrados en España durante los últimos años haya sufrido tantas interpretaciones como el asesinato de Rafael Martín-Peña, ocurrido a medianoche del 4 de octubre de 1978. Abogado con bufete, letrado de la Presidencia del Gobierno, ex presidente de la Federación Española de Judo, era hombre de activa vida social. Algunos cronistas de entonces estimaron que en el portal de su casa, alguien, seguramente un sicario, había cometido el crimen perfecto. Las primeras investigaciones eran un desierto poblado de pistas, móviles y sutiles hipótesis de traba o. Hoy, el sumario está a punto de concluir. A finales del mes de enero pasado se conoció la noticia del suicidio del empresario Carlos Serna Antón, que había mantenido relaciones muy estrechas con Rafael Martín-Peña; largas relaciones amistosas y empresariales. Habían estado juntos durante muchos años en el consejo de administración de la compañía Protección y Asesoramiento, Sociedad Anónima, conocida por el anagrama Proasa. En el siguiente relato se estudian las relaciones conocidas entre ambos personajes y sus perfiles de personalidad en busca de nuevos cauces hacia la solución del misterio.

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Así le asesinaron.
Las hipótesis manejadas hasta ahora

A las doce de la noche del día 15 de octubre de 1978, la clientela del cine Mola acababa de presenciar la proyección de la película Grease, que la sala anunciaba en riguroso estreno, y volvía a entender trabajosamente las claves de la calle después de los destellos y los pasos de baile; evidentemente, los taxistas y las farolas tenían muy poco que ver con Travolta y con los focos de plató. Media hora antes, Rafael Martín-Peña Manrique, abogao con bufete, letrado de la Presidencia del Gobierno y hombre fundamental en la compañía Proasa había telefoneado a Carmen, su mujer. . «Me he olvidado las llaves en casa: dejádmelas junto a la puerta, en el lugar de costumbre.» Carmen buscó el llavero, entregó el llavín del portal a uno de sus hijos y le pidió que lo disimulase a la entrada, por ejemplo, bajo el felpudo exterior de esparto; dentro de unos minutos, papá iba a volver del trabajo. Cansado, seguramente.Hacía pocos meses que papá había tenido un amago de infarto, que los familiares habían logrado camuflarle en una lipotimia.

Aquel suceso fue para ellos, una prueba, la primera, de que una naturaleza tan fuerte como la de Rafael también ofrecía puntos débiles, aunque a veces alguien pensaría que mejor así; tal vez ahora se decidiese a dedicar más tiempo a la vida familiar. «En la esquina del felpudo, ¿no?» Ahora iba a llegar de un momento a otro.

Al salir de la oficina, Rafael Martín-Peña recordó que su coche no estaba cerca. Lo había estacionado junto al restaurante La Fragua. Pidió a su amigo Nogueira que le acercase a la zona. Al fin Regaron junio al restaurante y se despidieron. Rafael quería llegar pronto a casa. Había jornadas especialmente. duras, y la casa tenía para él efectos balsámicos. Una vez en ella, tal vez jugase una partida de billar con alguno de los chicos. Sí, no sería mala idea.

Sobre las 12.30 llegó a la entrada de su garaje, en la calle de Diego de León. Aparcó rápidamente y se encaminó, andando, a General Mola, 82. Salía gente cariacontecida del cine General Mola. «Las llaves, en el felpudo», recordaría.

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Rafael Martín-Peña abrió la puerta. Dio varios pasos hacia el ascensor. En el portal, a su izquierda, alguien desenfundó una pistola semiautomática y le disparó dos veces. Una de las balas le entró por el occipital inferior y salió por el auricular derecho. «Mortal de necesidad», dijo un forense. «Tenía 46 años», añadió una voz al dictar la esquela mortuoria.

Dieciséis meses después, el empresario Carlos Serna Antón, el hombre a quien algunos habían considerado, con más o menos reticencia, «el mentor de Rafael», extrajo dos frascos de barbitúricos de algún lugar de su mesilla o de su traje, en una de las habitaciones del hotel Eurobuilding. Desde algún tiempo atrás, las personas más próximas habían creído observar en él un cambio de carácter e, incluso, de costumbres. Repentinamente había empezado a vestir de un modo que un camarero calificó de «extravagante», una señora provinciana de «impropio» y un joven ejecutivo de «liberal». La multitud de observadores que acompaña a toda persona importante propaló un día ciertos rumores según los cuales había intentado suicidarse sin éxito por segunda vez. Ahora iba a intentarlo por tercera. Persuadido quizá de que había perdido un status social irrecuperable.

El pasado 25 de enero, el diario EL PAIS titulaba, en la quinta columna de su página 21: «Probable suicidio de un empresario». En el breve texto inferior se explicaba que el finado había tenido relacio nes empresariales con el abogado Rafael Martín-Peña.

La autopsia y el estudio pericial del lugar de autos confirmaron las primeras impresiones: ni un solo indicio que sugiriese una pelea; como casi siempre que sobreviene un suicidio, es decir, la más natural de las muertes violentas, cada cosa estaba en su sitio, incluso los dos frasquitos de píldoras. El doctor Espín, forense del Instituto Anatómico de Santa Isabel, resumió en dos palabras los resultados de la investigación. «Suicidio confirmado», dijo. «No habría cum plido los sesenta años», añadió un amigo al enterarse de la desgracia.

Si un hombre pudiera resumirse en dos palabras, Carlos Serna Antón sería simplemente «un emprendedor». En su casa sevillana de la calle de Pedro Niño hizo en su juventud muchos planes: planes románticos, planes fríos y divergentes, planes. En todos ellos, detrás de la frialdad y de un singular romanticismo, la riqueza parecía ser el fin primero y último. «Es que Carlos valora a los hombres, y quizá se valora a sí, por millones en propiedades y cuentas corrientes», pensaban personas que creían conocerle, pero él apreciaba más los ornamentos que las cajas fuertes. Su sueño no terminaba en el Rolls: él quería un avión. Como bien sabían los grandes magnates de América, para llegar al este del Edép había que pasar por Gigante. Aquí, en España, tendría que haber petróleo en alguna parte.

Por el momento, sus poderes eran muy limitados. Al comienzo de los años cincuenta, sus allegados le consideraban «un hábil agente de seguros; muy hábil, pero quizá excesivamente fantasioso». Carlos Serna jamás concedió demasiada importancia a sus detractores. Sabía que a veces se le tildaba de inculto y de provinciano. Sus desajustes gramaticales nunca le preocuparon. Decir «se me hace el camino largo» no ofrecía más beneficios que decir «me se hace». Las ideas eran buenas o malas, al margen de las palabras que se utilizasen para etiquetarlas.

El día 1 de abril de 1955 inició sus operaciones, la que sería su obra maestra: Proasa. Las siglas sintetizaban la leyenda Protección y Asesoramiento, Sociedad Anónima. El fundador asignó a Ciriaco Serna, su padre, la presidencia del consejo de administración; Amalia Sánchez, su mujer, aparecía como secretaria. El se reservaría la vicepresidencia y la posterior designación de director gerente, «con el nombre de director general».

El capital primario de la empresa sería de 100.000 pesetas, representadas por doscientas acciones. En el artículo segundo, título primero, de aquellos estatutos fundacionales se explicaba, como síntesis de la declaración de voluntades de sus fundadores: «su objeto será la explotación de una oficina técnica dedicada a la gestión de negocios ajenos...» Se trataría de fichar un equipo de abogados capaces de asesorar a cualquier hombre o a cualquier compañía. Si alguien deseaba practicar un estudio económico de empresas y mercados, ahí estaría Proasa; si alguien quería conocer el modo más directo y tajante de cobrar una vieja deuda, Proasa diipondría del mejor sistema. Las grandes oficinas de asesoriaj urídica no tenían por qué ser privativas de los trust norteamericanos. Sí: tal vez una idea genial.

Carlos Serna domicilió su empresa en la calle del Arenal, número 18, de Madrid. Abrió su agenda y rehizo su posible selección de hombres-Proasa. Había un muchacho,'de"veintitrés años, que podía ser el guanteen que encajasen -las manos de la compañía. «Rafael Martín-Peña Manrique», leyó en voz baja.

A los veintitrés años, Rafael Martín-Peña tenía ya un notable prestigio entre los que habían sido sus compañeros de facultad, y aun entre profesionales de mayor presencia en la abogacía.. Era bajo y recio; tenía la complexión de un peleador del peso welter y los reflejos de un sprinter. Siempre había concedido una importancia ilimitada a su dialéctica personal. Manejaba a la perfección los recursos dramáticos que distinguen a un buen abogado de un empollón. «Sabe cuándo hay que gritar y cuándo hay que ir inmediatamente al juzgado», comentaba un amigo del joven Rafa. Evidentementeo, Carlos Serna Antón había elegido bien.

El 21 de septiembre de 1956, Manuel de la Cámara Alvarez, no

La clave del asesinato de Martín-Peña puede estar en sus relaciones empresariales

tario de Madrid, daba fe de que, en escritura otorgada ante él, Carlos Serna Antón había conferido poder a Rafael Martín-Peña, «soltero, abogado y secretario del consejo de administración de esta sociedad» y a otros cinco hombres más. A Rafael se le extendía una autorización excepcional «para que pueda sustituir al director general en todas sus funciones y facultades».La vida profesional de Rafael no se limitaría a Proasa. Puso bufete, recibió a cuantos clientes lo solicitaron, se hizo un sitio en la sociedad madrileña. Sus amigos más íntimos admiraban su vitalidad y su desenfado, a veces un poco ácido o al menos un poco agresivo.

En los años siguientes, Proasa fue extendiéndose inconteniblemente. A los ojos de los profesionales de la época era «una oficina técnica muy bien montada, con delegaciones provinciales que rendían buenos dividendos a la central». Como era de esperar, sufrió dos ampliaciones de capital y varias en el esquema de su consejo de administración, con el establecimiento de vocalías y sucursales. Las 100.000 pesetas iniciales se transfiguraron en cien millones.

El notario José Moreno Sañudo daba fe, el 21 de diciembre de 1967, de una modificación del artículo segundo de sus estatutos y, por tanto, de una modificación de los objetivos de la compañía. De allí en adelante serían, entre otros, la «promoción de empresas y negocios; estudios económicos y financieros de empresas y mercados; servicios de información; representación y asesoramiento en materia laboral, contable, mercantil y fiscal; tramitación y defensa de asuntos sociales; financiación de operaciones mercantiles...; operaciones de seguro; operaciones de banca...» Proasa iba viento en popa, había bromeado Rafael en mitad de un whisky, acentuando la partícula proa. Entonces, Carlos Serna ostentaba ya la presidencia del consejo de administración, y Rafael Martin-Peña, la vicepresidencia.

Tener un avión, entrar en la "Jet-Set"

A Carlos Serna Antón, el hoqlbre que se había propuesto conquistar Madrid, sus detractores hubieron de reconocerte siempre una extraordinaria capacidad de iniciativa. Su obsesión era extenderse, padecía un desdoblamiento crónico de personalidad; de personalidad jurídica, se entiende. En sus horas más intensas maquinó negocios inmobiliarios, sistemas expeditivos de cobranza de pólizas de seguros: una empresa de compraventa de obras de arte, «hasta cafeterías», se dijo. Un día, Carlos Serna comenzó a ser Proasa, Prose, SA, Serarte... Comenzó a padecer lo que sus detractores señalaban como una esquizofrenia. de las finanzas. El se acostumbró a vestir trajes nuevos que nunca dejaron de parecer demasiado nuevos. Su porte, aplomado, ojos negros, bigote negro y dientes blanquísimos. hicieron decir a varias damas en algún cóctel: «Miradle, parece un caballero hindú; recién llegado de la India, eso sí».

Nadie podía poner en duda, sin embargo, que Carlos Serna estaba ahí, en el frente comercial donde se conquistaban los grandes imperios financieros. Sus empresas parecían sujetas a un amplio margen de riesgo y, no obstante, él nunca había creído en la suerte. Confiaba en la habilidad personal, en el poder de recuperación que brindaban las ideas felices. Todo hombre cuyo valor era la inventiva podría esperar que, a la larga, los aciertos respaldaran los posibles fallos. Nadie podía poner en duda que, al menos, Proasa había sido un acierto absoluto.

Rafael Martín-Peña era uno de los hombres convencidos de que Proasa merecía todos los cuidados.

Su gran vitalidad le permitía, en todo caso, diversificarse, mantener en actividad permanente su bufete, desempeñar su cargo de letrala Presidencia del Gobierno y dedicar las horas restantes a una vida social cuya constante era la competición. Jamás volvía la cara en una ronda de güisquíes, en una partida de póquer o en un campeonato de billar. Su capacidad para desarrollar esfuerzos rápidos le convirtió en un excelente jugador de ping-pong, y uno de sus amigos le sugirió un día que practicase el tiro al plato, seguro de que un deporte cuyos secretos eran la concentración y la velocidad estaba hecho a su medida.

Muy pronto se reveló como un tirador selecto y siguió en dos terceras parte el circuito usual de los tiradores ascendentes: tiro al plato, tiro de pichón, asesor jurídico del campo de tiro de Somontes.

Al fin, Rafael Martín-Peña alcanzó la vicepresidencia de la Federación Española de Judo, que había conseguido con el apoyo de Antonio García de la Fuente, titular de la presidencia. Aquella Federación era un permanente foco de conflictos; los intereses deportivos se cruzaban con intereses comerciales: el boom de las cadenas de gimnasios, la homologación de categorías y las polémicas sobre la figura del presidente se encadenaron con varios pleitos, el misterioso incendio de un local de la sede federativa regional y la dimisión de García de la Fuente. A consecuencia del torbellino, durante unos meses, Rafael Martín-Peña ocupó la presidencia y se enfrentó a un hecho sorprendente: su nombre estaba en los periódicos, gracias a sucesos indeliberados y a uno de los cargos en que él menos influencia había tenido en realidad. Se había sentado en aquel sillón por una solidaridad casi doméstica con García de la Fuente, pero era el segundo en quien todos piensan secretamente más como un mecenas que como un ejecutivo eficaz. Tenía su casa de General Mola, una finca en Navacerrada, un Rolls Royce un Laborghini; los signos de prosperidad que acreditan a un multimillonario.

El cargo de presidente, sometido a una publicidad forzosa en la agitada Federación, le llevaba y le traía a las páginas de los periódicos, fuera de sus propias posibilidades de control. El día en que dimitió del cargo, probablemente suspiró con alivio. La leyenda adquirida le relacionaba ya con fuertes partidas de póquer, con acaloradas apuestas en el campo de tiro, con rumores de tráfico de guardaespaldas. Además tenía licencia de arma corta; era un hombre que llevaba o podía llevar pistola.

Pero, más allá de leyendas, Rafael Martín-Peña seguía siendo un hombre de negocios o, más exactamente, un abogado que gustaba de apurar los recursos propios de su profesión como en un juego supremo. En los peores momentos, cuando nada hacía suponer que un asunto de negocios tuviese solución, nuevamente volvía a confiar en su ingenio dialéctico, señalaba a su oponente una silla en su despacho, al tiempo que decía, ayudándose de un gesto que invitaba a reemprender la negociación: «Bueno: vamos a hablar.»

Recta final: defender a Proasa

Sobre 1978 se confirmaron los rumores de que algunas empresas tuteladas o dirigidas por Carlos Serna Antón incurrían en quiebra o suspensión de pagos. Su fuerte inclinación a disponer de sus negocios con una autonomía ilimitada inspiró nuevos rumores de que, en el momento decisivo, él respondía ante sus acreedores con Proasa. Toda amenaza de ruina tendría como defensa el paquete de acciones en la que habla sido su idea más brillante. Proasa, se decía, puede avalar un crédito salvador, y, un crédito cubre una deuda, y un deudor satisfecho es un enemigo neutralizado. Pero la situación podría llegar a complicarse si persistía su mala racha. ¿Qué habría de suceder si el más importante paquete de acciones en la compañía fuera, sometido a embargo? ¿En quién se depositaría la influencia? ¿Cómo podría garantizarse el futuro de la empresa?

En círculos financieros acreditados se comentaba que, si Proasa llegara a estar en peligro, el único hombre cualificado para decir basta seria precisamente Rafael Martin-Peña. Ello implicaría el reconocimiento de que, después de muchos años de intereses comunes, él y Carlos Serna Antón comenzaban a estar en bandos distintos.

El 14 de abril de 1978, la junta general universal de accionistas de Proasa se reunió una vez más. Sus acuerdos fueron consignados en escritura. La redacción de los dos primeros fue recogida el 19 de mayo en el Registro Mercantil de la provincia de Madrid. «Primero. Quedar enterada de la dimisión del consejo de administración en pleno, conforme el mismo ya había acordado..., quedando por consiguiente relevados de su cargo: Carlos Serna Antón, presidente y director general; Rafael Martín-Peña Manrique, vicepresidente, Alberto La Calle Belmonte, secretario, y los vocales José Joaquín Oficialdegui Ariz, Antonio Tomás Tena y Francisco Javier Oliver Lostao... Segundo. Designar nuevo consejo de administración, constituido de la siguiente forma: presidente, con funciones de director general..., Rafael Martín-Peña Manrique...; vicepresidente y secretario, Alberto La Calle Belinonte...; vocales, Enrique Martín-Peña Manrique, Francisco Javier Oliver Lostao, Antonio Tomás Tena, Francisco Alvarez López... y José Joaquín Oficialdegui Ariz. Tercero. Determinar que el consejo elegido se hace con carácter indefinido, hasta que sea renovado total o parcialmente, por acuerdo adoptado en junta general...»

En los meses siguientes no se consignó cambio alguno de la estructura de Proasa en los libros del Registro. Carlos Serna habla desaparecido del consejo de administración, cuya presidencia ocuparía a partir de ahora, con carácter indefinido, Rafael Martín-Peña. Un hermano de Rafael desempeñaría también una vocalía del consejo. Casi nadie se preguntó entonces en qué situación quedarían las otras empresas de Carlos Serna, sus presuntas suspensiones de pagos, sus acreedores...

Balas y barbitúricos

En septiembre, Rafael Martín-Peña confesó a uno de sus mejores amigos : «Creo que van a matarme», y comentó a su cuñado Paco, «si me ocurriese algo, mi mujer y mis cinco hijos tendrían el futuro resuelto». Pensaba en la póliza de seguros que había extendido a su mujer por valor de cincuenta millones de pesetas. Sobre el día 1 de octubre, preguntó súbitamente a la propia Carmen: «¿Tú crees que yo soy alguien a quien se pueda tener miedo?»

El día 5 de octubre, a las 12.30 de la noche, Rafael Martín-Peña estacionó su automóvil en el garaje. Aquel era el lugar que habría elegido un asesino a sueldo para matarle, fáciles escondrijos entre los coches, ausencia de testigos, inmediata salida al exterior. Muy sencillo para un tirador marsellés.

Sin embargo, Rafael salió indemne a la calle Diego de León, para salvar los metros que le separaban de su casa, en General Mola, 82. Seguramente, allí estarían esperándole, contrariados por la proximidad del público del cine Mola. ¿En el portal? No. Unos minutos antes habían bajado sus hijos con la llave. Esconderse detrás del mostrador vacante del portero impondría una espera indeterminada y el peligro de que cualquier vecino descubrirse el plan. ¿En cuclillas, bajo un mostrador durante diez minutos, quizá un cuarto de hora? Luego habría que salir de él, sin hacer ningún ruido, porque Rafael era muy rápido y podía ir armado. Demasiado riesgo.

Sería más razonable abordar a Rafael en la calle. «Hola, Rafael: venimos a charlar contigo.» Dos hombres, según la hipótesis más inmediata. («Mi marido era desconfiado; no habría propuesto subir a casa a alguien con quien no tuviese mucha confianza», dice Carmen todavía). Rafael ha extraído la llave del felpudo. Confía en la luz tutelar de madrugada, en uno de los dos hombres que seguramente acaban de saludarle y, sobre todo, en el supremo recurso de tantas otras veces. «Bueno, vamos a hablar.»

Abre la puerta. Señala el interior con la mano. Uno, dos, tres escalones. Se adelanta para abrir el ascensor.

Tal vez el acompañante de confianza le preguntó algo desde la derecha. La bala le entró por el occipital inferior izquierdo. Había sido disparada desde tan cerca que el fogonazo le chamuscó el pelo.

Desde entonces, el trabajo de los policías judiciales ha sido complejo, había que prescindir de todas las pistas falsas. Durante el desarrollo del largo sumario, Carlos Serna fue visto cuando acudía a prestar declaración sobre el caso Martín-Peña al juzgado de instrucción correspondiente.

Y parece que el sumario sobre la misteriosa muerte del abogado sprinter está en fase decisiva.

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