Dos centenarios
Se habla mucho del centenario del nacimiento de Stalin, que se cumplió en diciembre último, pero no del centenario de Trotski, que se había cumplido dos meses antes, en octubre. Vale la pena recordarlo, entre otras razones por una que interesa a todos los habitantes del planeta, blancos o negros, amarillos o trigueños, ricos o pobres, religiosos o ateos, honestos o sinvergüenzas.Se trata de otras dos definiciones en las que entramos o podemos entrar y ser clasificados absolutamente todos los humanos, según la psicología moderna: paranoides o esquizoides. Naturalmente, además están sus modelos genuinos, sin los cuales la definición por semejanza sería imposible.
Yo siempre he creído, a juzgar por los centenares de personas que he tratado más o menos de cerca en la vida, que la humanidad está dividida en dos clases que nada tienen que ver con la economía: en paranoides y esquizoides. Con las figuras públicas es más fácil la clasificación porque conocemos sus actos, propósitos y ambiciones. Stalin era un paranoico ciento por ciento. Sus mejores amigos asienten cuando se le atribuyen a Stalin cuarenta millones de asesinatos políticos. Sus enemigos hablan de sesenta millones, pero no tienen en cuenta los veintiún millones de víctimas naturales de la colectivización, la guerra y el hambre, según dice Roy Medvedev, especialista en demografía.
Así, pues, de los sesenta millones hay que deducir veintiuno en favor del tirano apocalíptico. Algo es algo.
Vivía Stalin en el terror y del terror como instrumento de su pasión por el mando y la autoridad.
Trotski en cambio era un esquizofrénico también. Yo sé que voy a crearme enemigos en los dos bandos, pero si el escritor ha tenido alguna vez una misión entre los demás hombres es la de la definición del mal. No es que uno esté libre de responsabilidades o limpio de pecado. Si toda la humanidad se divide en dos grandes sectores, yo debo estar en uno de ellos. Ciertamente soy también un esquizoide, pero tengo la ligera ventaja de confesarme regularmente con el público, a quien le cuento mis cuitas. Freud hablaba de la «esquizofrenia natural del novelista», y si uno recuerda a Dostoievski en Rusia y a Balzac en Francia vemos que Freud tiene razón.
Sin pretender llegar a esos niveles, uno se cura de la tendencia esquizofrénica por la frecuente confesión. Comprender el propio problema es la mejor manera de eliminarlo.
Pero, como digo, Stalin ofrece el caso más patético y patológico de paranoia maniática, es decir, agresiva. El no tenía la culpa, sino los que lo encumbraron y acataron, que solían pertenecer al bando contrario: esquizoides con dificultades de adaptación.
Trotski era, por su parte, un genuino esquizofrénico. El choque entre aquellos dos líderes era inevitable y causó, por razones de psicopatología, algún millón más de víctimas, sobre todo en los difíciles años treinta y durante la guerra civil española.
A la distancia que estamos hoy es relativamente fácil divisar el panorama histórico en toda su extensión y complejidad. Los errores de Stalin todos los sabemos y los mismos rusos que estuvieron bajo su inmediata autoridad los han denunciado. Los de Trotski, no. El mayor error de Trotski consistió en basar su discrepancia en la « discontinuidad entre leninismo y estalinismo». Con eso, daba a Stalin una justificación histórica y lo fortalecía atribuyéndole alguna clase de honestidad.
Sin darse cuenta, Trotski ayudaba a Stalin y tal vez es todavía visible la influencia de su oposición como «transferencia positiva» y esa influencia es la causa de que algunos vean y califiquen el sistema ruso actual como un estalinismo sin Stalin.
Yo conocí personalmente a Trotski en su casa-fortín de Coyoacán, en las afueras de México. No hay duda de que era una personalidad conspícua, aunque no en la dirección que yo imaginaba. Muchos de sus secuaces eran más inteligentes que él, políticamente. Entre los españoles y los latinoamericanos conocí algunos de mente clara y de gran talento. Casi todos se daban cuenta de los errores de visión y de interpretación en los que caía Trotski.
La diferencia estaba, según parece, en que él era un esquizofrénico maniático (y, por tanto, tan peligroso como Stalin con su paranoia), mientras nosotros, sus potenciales amigos, o sus secuaces (yo nunca lo fui, aunque lo admiraba como escritor), sólo éramos, como dije, esquizoides y, además, del género fabiano, es decir, que queríamos lograr reformas políticas importantes por las buenas y sin el uso de la violencia. Además, veíamos aspectos de la realidad inmediata que a él le escapaban. Por ejemplo, bastaba con ir dos veces a su vivienda-fortín y ver los centinelas armados en algunos lugares para darse cuenta de que tenía ya dentro de su casa al asesino.
Fue lo que sucedió con el tristemente famoso Mercader.
El trotskismo doctrinal y la manera de establecerlo y de proclamarlo daba a Stalin su razón de ser. Resulta del todo incomprensible que Trotski, en sus ataques contra la bestia denunciada por Kruschev, no le acusara nunca en el plano moral, sino en el ideológico. Eso, naturalmente, le fortalecía. Y como se puede ser paranoico o esquizofrénico sin dejar de ser inteligente, Stalin hizo suyo gran parte del programa de Trotski, el de la revolución permanente que ahora está en vigor.
Pero nada hay en la realidad dialéctica sin su contrario semejante, y esa revolución permanente suscita una contrarrevolución, igualmente permanente, que hace a la humanidad entera (paranoide o esquizoide) la vida un poco más incómoda.
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