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Los menguados carnavales madrileños

¿Queda aún por estos madriles de ahora, de tan pocos madrileños, alguna esterería? Creo que no, porque ya no se estilan esteras. Ahora priva la moqueta, que es mucho más lujosa y, por tanto, más cara. Y ahora gustan las cosas cuanto más caras, mejor. Lo pobretón es desdeñado incluso por las clases más humildes. Las esteras se ponían los inviernos y se quitaban los veranos. En las oficinas había holganza. Eran las fiestas llamadas de San Estero y San Desestero.En las estererías, a más de esteras y persianas en los meses veraniegos se bebía rica horchata. Y a partir del mes de diciembre hasta los carnavales se alquilaban disfraces para los bailes de máscaras, que se celebraban las noches de los sábados, principalmente, en dos teatros: el de la Zarzuela y el Gran Teatro, después llamado Lírico, magnífico coliseo situado en la calle del Marqués de la Ensenada, frente al edificio de la Audiencia y destruido por un incendio en 1920.

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Los disfraces que obtenían mayor aceptación eran los dominós negros, con capuchón y sin él, y los portaban hombres Y mujeres. Algunos femeninos ostentaban leves adornos de vivo color carmesí. El rostro cubierto por un antifaz, y al baile, a correrse el gran juergazo. Poco a poco. Eso del gran juergazo no lo tomen ustedes muy en serio. Tengo a vanagloria el no haberme aburrido nunca, ni siquiera en las muy escasas ocasiones en las que tuve que tragarme conferencias filosóficas sobre Krause. La sola excepción de este encanto fueron los bailes de máscaras de la Zarzuela.

Eran terribles. Nos las prometíamos muy felices. Pensábamos. El sábado, de cabeza, a la Zarzuela, con nuestro capuchón negro y del brazo de Paca la Bonita, que quería ir de maja desnuda, pero que por miedo al frío iría de maja vestida. ¡La que va a armar! Roberto, el del ambigú, nos ha prometido fiarnos dos botellas de Agustín Blázquez. Paca la Bonita se lleva con el vino de don Agustín Blázquez a partir un piñón, y cuando se bebe dos copas seguidas arma el «jolín padre». Todo será que terminemos la noche en la prevención. Pero que nos quiten lo bailao.

Los bailes precarnavalescos de la Zarzuela atraían mucho personal. ¡Y qué personal! Lo peorcito de cada casa. Esto es. lo mejorcito para el baile. La sala de baile se formaba uniendo el patio de butacas (naturalmente, libre de ellas) y el escenario. Amplio espacio en el que cabían multitud de parejas. Y tan multitud. No se podía dar un paso, ni de baile ni de ninguna clase. Y esto, en lugar de tomarlo con paciencia, se tomaba por la tremenda. La gente andaba de mal humor dando vueltas por los pasillos y el vestíbulo. Por menos de nada se organizaba una bronca con sus mamporros correspondientes. A Paca la Bonita, una amiga suya le arreó tal bofetón que le arrancó de cuajo el antifaz. Total, que los que no queríamos meternos en jaleos nos teníamos que meter en un rincón a meditar en lo que se meditaba en aquellos tiempos: en la inmortalidad del cangrejo, tema que hoy no interesa a nadie. Confieso que era muy tedioso.

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A mí, que tanto me cautiva el ayer madrileño, no recuerdo con agrado los días de carnestolendas. Resumiré mi opinión en una sola palabra: cochambre; pura cochambre. Y menos mal que el ámbito en el que se desarrollaba este festejo era muy reducido. El salón del Prado desde Neptuno, el paseo de Rosales y la Castellana hasta la estatua de los Reyes Católicos. Por el resto de la villa apenas si se notaba la presencia de la pobreza y el mal gusto carnavalescos, que sólo se exhibían y gritaban en los lugares que indicados quedan.

Por las mañanas, el carnaval iba a pie. Por las tardes, en coche, con abundancia de peatones disfrazados y sin disfraz. No hay que olvidar las llamadas carrozas. Ignoro por qué se las tituló carrozas, porque de tales lujosos vehículos no tenían nada. Estas carrozas, las unas aspiraban a unos premios en metálico que otorgaba el Ayuntamiento, y otras simplemente a poder circular sin sacudirse el impuesto exigido por los municipes para voltear por Recoletos y la Castellana. Con muy pocas pesetas se apañaba una carroza de estas. Recuerdo de una que nos costó a quince estudiantes que nos juntamos para ocuparla doce pesetas por cabeza los tres días de carnaval comprendidos. A una carreta de bueyes la cubrimos con una tela en la que pintamos algo así como el brocal de un pozo con un letrero que decía: «Poceros de la villa y corte.» Como todos éramos gente de pocos posibles, no necesitamos disfraz alguno: con nuestra ropa de diario íbamos divinamente disfrazados de poceros. Unicamente, para afianzar más el parecido, llevábamos unos candiles de hoja de lata muy propios. Por cierto, que el último día, el miércoles de ceniza, los estrellamos sobre los turbantes de una carroza con la que tuvimos una refriega y que se titulaba: «Moros, moritos, moros de la calle de la Morería.»

En los carnavales madrileños abundaban tres cosas: el confetti, las serpentinas y las broncas. Los ratos más tranquilos eran los mañaneros. Por Recoletos deambulaba el señoritismo. Mezquino señoritismo el de aquella época. Pocas pesetas y muchos humos. Mucha palabrería y poco ingenio. En los últimos años del carnaval madrileño se conoció una invención: la de unos perfumadores chiquititos que arrojaban un líquido que la mayor parte de las veces no era precisamente perfume. Aquí estaba la broma. Estábamos en carnaval, en los menguados carnavales madrileños que producían víctimas inocentes. Los niños disfrazados. Nunca se me olvidará un Luis XVI que de las manos de sus padres marchaba Recoletos arriba con un talante de ir camino de la guillotina, agobiado por un complicado disfraz, tan fiel que si no había pertenecido al desgraciado monarca le faltaba poco.

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